“¡Ah! ¡Si ella me mirara no sé qué haría con mi alma ni dónde ocultaría lleno de temor mi corazón!”

Abraham Valdelomar



“¡Ah! ¡Yo me moriría si ella se borrase de mi imaginación!”

Abraham Valdelomar



“¡Corazón! ¡Ponte en pie! Cierra tu herida. Seca tu llanto, alegra tu mansión, olvida tu dolor, tu pena olvida, cubre de flores, tu sutil guarida y hoy que la primavera te convida, ¡Corazón, ponte en pie, cierra tu herida toma el tricornio y canta, Corazón!”

Abraham Valdelomar


“-Decidme, por Dios, una palabra! […] ¿Dónde estamos?…
-En la tierra.
-Pero ¿y el Tiempo?
-Ya no hay Tiempo.
-¿Y el Espacio?
-Ya no hay Espacio.
-¿Y el Sol?
-Vele allí, que agoniza; ya está inmóvil.
-¿Qué ha pasado por el mundo?
-Los siglos.
-¿Estamos, pues, en el fin? ¿Hemos sido llamados por Dios?…

-¡Quién sabe!”

Abraham Valdelomar
Finis desolatrix veritae



"El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocóle mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rozaban la cara y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde había viajado! Quesos frescos y blancos, envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga" tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo:
-Para mamá.. para Rosa.. para Jesús.. para Héctor..
-¿Y para papá? -le interrogamos, cuando terminó:
-Nada.
-¿Cómo? ¿Nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
-!El "Carmelo"!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que libre, estiró sus cansados miembroS, agitó las alas y cantó estentóreamente:
-¡Cocorocóooo!
-¡Para papá! -dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato, cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo."

Abraham Valdelomar
El Caballero Carmelo




“Irá hacia un país lejano de sátiros traviesos y de labios de sangre que conviertan en besos las cosas que no son...”

Abraham Valdelomar


“La pluma está en mi mano vacilante y medrosa, pero en mi corazón no florecen los versos.”

Abraham Valdelomar


“¡Mi espíritu desconsolado te busca con ansia infinita y has dejado mi alma marchita y tú también te has marchitado!”

Abraham Valdelomar



“Nadie ha de comprender con qué emoción secreta las más puras bellezas mi espíritu interpreta, tú lo comprenderás porque tú eres poeta.”

Abraham Valdelomar



"Para realizar sus propósitos, Doña Francisca, necesitaba la colaboración de un hombre capaz de secundarla. Así eligió por compañero de su vida, «al más insignificante entre todos sus cortejadores», según el concepto ajeno, pero el más útil según su criterio. Había menester un hombre que hiciera reales los sueños de su imaginación exaltada, asumiendo papeles que ella, por razón de su sexo, no podía asumir. Realizado el matrimonio, Gamarra fue su más leal servidor, y en ello están de acuerdo todos los historiadores.
No era Gamarra un necio, ni un cobarde, ni un patán, como se ha dicho y repetido tan a menudo. Lejos de eso. Hijo de don Fernando Gamarra, y de doña Josefa Petronila Messía, había nacido en el Cusco el 27 de agosto de 1785. A los catorce años ingresó a la carrera de las armas, sirviendo en los Ejércitos reales e interviniendo como tal en el levantamiento de 1814 y 1815, a lado del General Goyeneche. En 1818 se le quitó la dirección de su tropa, destinándosele como contador interino de Rentas en Puno. En 1820, intentó una conspiración contra el gobierno real, de acuerdo con los tenientes coroneles don José Miguel Velasco, don Mariano Guillén y otros, pero «no se les pudo comprobar el hecho» en el expediente que se les siguió. Desde entonces Gamarra fue mirado con desconfianza por el virrey, más a pesar de ello, poco después, el Brigadier Canterac lo llevó a Lima, siendo Gamarra Comandante del Batallón Unión Peruana o Cusco. Llegó a Lima con sus tropas en 3 de diciembre, y el Virrey dando crédito a denuncias, y creyendo a Gamarra de acuerdo con los patriotas, le quitó la dirección de aquéllas, pues se le acusaba de participación en el paso del «Numancia»; y, para desagraviarlo le hizo su ayudante de campo, puesto que dejó para ponerse francamente al lado de los patriotas, presentándose el 20 de enero de 1820 en el cuartel de Huaura donde San Martín. En el interregno de esa fecha hasta su matrimonio en 1823, ganada la primera faz de la campaña de la independencia, fue nombrado General de Brigada por el presidente, Mariscal Don José de la Riva-Agüero. Casóse la víspera de partir a la batalla de Ayacucho. Era astuto, desconfiado, inteligente; encontraba siempre una razón para disculpar sus actos más temerarios. Poseía, como ninguno el arte maquiavélico. Su doctrina y métodos eran los de San Ignacio. Para él todos los medios eran buenos, lo que importaba era el fin. Sabía poner oídos de mercader a los asuntos que le mortificaran. Enérgico, no se desanimaba jamás ante la adversidad. Había conocido muy de cerca a todos los capitanes de su época desde Bolívar hasta Pezuela. Fue sin duda el mejor militar que tuvo el Perú independiente. Sobre los caudillos de su tiempo tuvo una gran ventaja: el talento y carácter de su mujer.
Doña Francisca, como he dicho, después de la entrevista con Bolívar, entró resueltamente a la lucha. Ordenada, metódica y lógica, para hacerse capitana comenzó por educar su cuerpo. Dedicóse con vehemencia a la esgrima, manejó con admirable maestría la pistola, se hizo la mejor amazona de su época, nadie la aventajaba en el gracioso arte de la natación. Placíale el cigarro y no tomaba jamás alcohol. Ya en el comienzo de sus campañas vistió las ropas militares y se cubría con una capa española. Así un día, en la vieja ciudad de sus abuelos, resuelto su destino, la extraordinaria pareja, con los marciales atavíos y con la capa cruzada, sobre piafantes potros de largas colas y pródigas ancas, arrogante, magnífica, tendió su penetrante mirada por la extensión silenciosa y honda de sus serranías. Y debió ser épico aquel grupo. Poético símbolo del espíritu de su tiempo, que se encarnaba en aquella pareja. Esos cóndores salían del Cusco, iban a subyugar pueblos, a dominar voluntades, a suscitar envidias, a castigar calumnias, a cautivar corazones, a dar la victoria en los combates y a ser dueños y señores de la nueva república. Tal como en otros días la primera pareja de quechuas bajará desde el cerro legendario para fundar el imperio más extenso y magnífico de América. Debieron acoplarse los pumas en la selva. Y los cóndores deslizando en el azul sus enormes alas negras debieron girar inquietos, tejiendo fantásticas coronas sobre las cúpulas y los muros inmortales de la ciudad de piedra, mientras el Sol, orgulloso de los nuevos hijos, brillaba regocijado en sus metálicos arreos."

Abraham Valdelomar
La mariscala



“Pasa sobre la nave graznando una gaviota, epilépticamente la dura hélice gira y en la estela agitada la blanca espuma flota...”

Abraham Valdelomar



“Por entre la multitud va la esteta juventud de pensadores vencidos y de eternos soñadores de los frutos prohibidos.”

Abraham Valdelomar



“Por la ciudad en ruinas todo invita al olvido, los viejos portalones, la gran plaza desierta y el templo abandonado...La ciudad se ha dormido.”

Abraham Valdelomar



"Recuerdo que al salir de la población, pasé por la plazuela que está al fin del barrio «del Castillo» y empecé a alejarme en la curva de la costa hacia San Andrés, entretenido en coger caracoles, plumas y yerbas marinas. Anduve largo rato y pronto me encontré en la mitad del camino. Al norte, el puerto ya lejano de Pisco aparecía envuelto en un vapor vibrante, se veían las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados por la distancia, se elevaban apenas. Los barcos del puerto tenían un aspecto de abandono, cual si estuvieran varados por el viento del Sur. El muelle parecía entrar apenas en el mar. Recorrí con la mirada la curva de la costa que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del paisaje, sentí cierto temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El sol era tibio y acariciador. Un ave marina apareció a lo lejos, la vi venir muy alto, muy alto, bajo el cielo, sola y serena como un alma; volaba sin agitar las alas, deslizándose suavemente, arriba, arriba. La seguí con la mirada, alzando la cabeza, y el cielo me pareció abovedado, azul e inmenso, como si fuera más grande y más hondo y mis ojos lo miraran más profundamente.
El ave se acercaba, volví la cara y vi la campiña tierra adentro, pobre, alargándose en una faja angosta, detrás de la cual comenzaba el desierto vasto, amarillo, monótono, como otro mar de pena y desolación. Una ráfaga ardiente vino de él hacia el mar.
En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme perdido en una de esas playas desconocidas y remotas, blancas y solitarias donde van las aves a morir. Entonces sentí el divino prodigio del silencio; poco a poco se fue callando el rumor de las olas, yo estaba inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el último ruido del mar, el ave se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la Humanidad ni a la vida. Todo era mudo y muerto. Sólo quedaba un zumbido en mi cerebro que fue extinguiéndose, hasta que sentí el silencio, claro, instantáneo, preciso. Pero sólo fue un segundo. Un extraño sopor me invadió luego, me acosté en la arena, llevé mi vista hacia el sur, vi una silueta de mujer que aparecía a lo lejos, y mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se fue borrando todo, todo, y me quedé dormido.
Desperté con la idea de la mujer que había visto al dormirme, pero en vano la buscaron mis ojos, no estaba por ninguna parte. Seguramente había dormido mucho, y durante mi sueño, la desconocida, que tenía un vestido blanco, había podido recorrer toda la playa. Observé, sin embargo, los pasos que venían por la orilla. Menudos rastros de mujer que el mar había borrado en algunos sitios, circundaban el lugar donde yo me había dormido y seguían hacia el puerto."

Abraham Valdelomar
Los ojos de Judas


“Y a la ciudad está dormida, yo solo cruzo su silencio y tengo miedo que despierte al suave roce de mis pasos lentos...”

Abraham Valdelomar