"Algún día tendré que decidirme. Y decidiré según mi conciencia. Palabra dura, palabra que, en Italia, no hay que pronunciar nunca. A veces pienso que la literatura puede ser un refugio, para los italianos, que tienen conciencia, y tienen horror de esta política. Siempre, en épocas como la actual, los italianos que tenían conciencia se refugiaron en la literatura. Por eso nuestra literatura no tiene una conciencia. Pues solamente los hombres que no tienen conciencia pueden refugiarse en la literatura. Esas ideas me atormentan, y no sé dónde está la verdad. Puede ser que juzgue usted pueriles esas ideas, y un tanto inútiles. El error es ponerse a contracorriente. Pero ¿es eso un error? Después de todo, ¿es razonable pedirle a un dictador que sea humano, justo, que respete la conciencia de los hombres? Un dictador semejante sería más bien un santo. Y además: ¿de verdad es necesario que Mussolini aplaste todo lo que hay de bueno y de bello? Creo que no es necesario, y que podría obtener resultados infinitamente mejores si se mostrase justo, humano, y si respetase la conciencia de los hombres. “Aplastad la infamia”, dicen los antifascistas. Sí: pero ¿hay alguien digno de arrojar la primera piedra? Creo que sólo un infame podría arrojar la primera piedra, para rescatar su infamia. los hombres honrados no tienen más que esperar. Y mientras esperan pierden su alma."

Curzio Malaparte
Carta de Malaparte a Halévy


"Cada vez que un hombre ríe, añade un par de días a su vida."

Curzio Malaparte


"Después del claro vino del Mosela, con su olor a heno bajo la lluvia (al que el tierno color rosado que asomaba entre las escamas plateadas del salmón daba el sabor del paisaje del lago Inari bajo el sol nocturno), brilló en los vasos el vino tinto de Borgoña, con sus destellos de color sangre. En el centro de la mesa, sobre una gran fuente de plata, un chuletón de cerdo de Carelia difundía por la sala un cálido olor a horno. Después del fulgor transparente del vino de Mosela y del salmón rosado, que evocaba el recuerdo de la corriente de plata del Juutua y de las nubes rosadas en el verde cielo lapón, el vino de Borgoña y el cerdo de Carelia, recién salido del horno y envuelto aún en el olor a ramas de pino, despertaron en nosotros el recuerdo de la tierra.
No hay vino más terrenal que el vino tinto de Borgoña, que a la delicada luz de las velas y el blanco reflejo de la nieve se mostraba del color de la tierra, de ese color púrpura y dorado de las colinas de la Cóte—d'Or a la hora del ocaso. Su aroma era profundo y sabía a hierba y hojas como las noches de verano en Borgoña. Y no hay vino que se corresponda tanto a la llegada del atardecer ni que se avenga tanto con la noche como el de Nuits Saint—Georges, que hasta en su nombre es nocturno, profundo y radiante como una noche de verano en Borgoña. Luce sanguino en los umbrales de la noche, como el fuego del ocaso sobre el borde cristalino del horizonte. Prende chispas rojas y turquesas en la tierra de color púrpura, en la hierba y en las hojas de los árboles, templadas todavía por los sabores y los aromas del día agonizante. Con la caída de la noche, los animales salvajes buscan guarida en las profundidades de la tierra: el jabalí se escabulle entre los matorrales, el faisán de vuelo corto y silencioso nada entre las sombras que flotan ya sobre los bosques y prados, la ágil liebre se desliza por el primer rayo de luna como si fuera un tenso cable de plata. Es ésa la hora del vino de Borgoña. En esa hora, aquella noche de invierno, en aquella sala iluminada por el débil reflejo de la nieve, el olor profundo del Nuits Saint—Georges despertó en nosotros el recuerdo de las noches de verano en Borgoña, de las noches adormecidas sobre la tierra caliente de sol.
De Foxá y yo nos mirábamos sonriendo mientras los colores se nos subían a la cara, nos mirábamos sonriendo como si ese inesperado recuerdo de la tierra nos liberase del triste embrujo de la noche del Norte. Apartados de todo en ese desierto de nieve y hielo, en ese país acuático de cien mil lagos, en esa dulce y severa Finlandia donde el olor del mar penetra hasta lo más hondo de los bosques más remotos de Carelia y Laponia, donde es posible encontrar los destellos del agua hasta en los ojos azules y grises de los hombres y los animales (hasta en los gestos lentos y absortos, semejantes a los gestos de los nadadores, de la gente que camina por las calles incendiadas por el pálido fuego de la nieve o que pasea durante las noches estivas por las avenidas de los parques, levantando la vista hacia ese brillo acuático, verde y celeste, suspendido sobre los tejados en el interminable día sin alba y sin ocaso del blanco verano boreal), el recuerdo inesperado de la tierra nos hizo sentir de pronto terrenales hasta la médula y nos miramos sonriendo como si nos hubiéramos salvado de un naufragio."

Curzio Malaparte
Kaputt


"El miedo hace a los hombres creer lo peor."

Curzio Malaparte


"Hay mucha diferencia entre luchar por no morir y luchar por vivir; entre luchar por salvar la vida y luchar por conservarla."

Curzio Malaparte


"Jamás, en tantos siglos de miseria y de esclavitud, se habían visto en Nápoles cosas semejantes. Siempre, en Nápoles, se había vendido de todo, pero nunca chiquillos. En Nápoles se había hecho comercio de todo, pero jamás de los chiquillos. En Nápoles no se habían vendido nunca chiquillos por las calles. En Nápoles los chiquillos eran sagrados. Son la única cosa sagrada que puede haber en Nápoles. El pueblo napolitano es un pueblo generoso, el más humano de todos los pueblos de la tierra, el único pueblo de la tierra que aun la familia más pobre, entre sus chiquillos, sus diez, sus doce chiquillos, cría un huérfano recogido en el Ospedale deglo Innocenti; y era entre todos el más sagrado, el mejor vestido, el mejor alimentado, porque era «il figlio della Madonna» y trae fortuna a los demás chiquillos. Se podía decir todo de los napolitanos, todo, pero no que vendiesen a sus chiquillos por las calles.
Y ahora, en la plazuela de la Cappella Vecchia, en el corazón de Nápoles, al pie de los nobles palacios de Monte di Dio, del Chiatamone, de la Piazza dei Martiri, al lado de la Sinagoga, los soldados marroquíes iban a comprar por muy poco dinero los chiquillos napolitanos.
Los sobaban, les alzaban la ropa, metían sus largos y expertos dedos negros por entre los botones de los pantaloncitos y contrataban el precio mostrando los dedos de la mano.
Los chiquillos estaban sentados a lo largo del muro contemplando los compradores; se reían masticando caramelos, pero no tenían esa habitual tranquilidad alegre de los chiquillos napolitanos, no se hablaban entre sí, no gritaban, no cantaban, no gastaban bromas ni burlas. Era evidente que tenían miedo. Las madres, o aquellas mujeres huesudas y pintadas que se decían madres, los tenían agarrados por un brazo, casi temerosas de que los marroquíes se los llevasen sin pagarlos; después tomaban el dinero, lo contaban, se alejaban con el chiquillo agarrado del brazo y un goumier los seguía con el rostro agujereado por las viruelas, los ojos centelleantes de lujuria bajo la punta de su capote pardo puesto sobre la cabeza.
Yo miraba hacia arriba, a las ventanas de Lady Hamilton, y no quería bajar la vista. Miraba el borde del cielo azul que adornaba la alta terraza de la casa de Lady Hamilton, y Jeanlouis, a mi lado, se callaba. Pero yo me daba cuenta de que callaba, no por sugestión mía, sino porque una oscura fuerza le trabajaba, porque la sangre le subía a las sienes, le agarraba de la garganta."

Curzio Malaparte
La piel



"Los hombres tienen miedo de reír. No quieren comprometerse. La risa es una opinión, el llanto no. El llanto no es más que un sentimiento y la risa una condena."

Curzio Malaparte


"Nadie perdona a un hombre que sea distinto a los demás."

Curzio Malaparte



“Uno nunca sabe qué contestar a los que dicen que mueren por la libertad.”

Curzio Malaparte