“Creas en lo que creas, sea en la existencia de un ser supremo, en la providencia, en una conciencia, una voluntad, un destino, una justicia celestial, o nada de todo eso, sino en el total absurdo del mundo y la existencia, en cualquier caso estás pensando en Dios.” 

Arthur Schnitzler 



“Cuesta mucho distinguir a los estúpidos que se hacen pasar por canallas de los canallas que se hacen pasar por estúpidos. Por eso siempre será difícil juzgar bien a los políticos.” 

Arthur Schnitzler 



“Desde el punto de vista de la economía de las relaciones humanas, es preferible unirse a una persona poco de fiar pero tierna que a una persona fría pero digna de confianza. Contra las personas poco fiables hay un remedio: conocer a los seres humanos; en cambio, la frialdad acaba congelando irremediablemente todo vínculo hasta condenarlo a la esterilidad.” 

Arthur Schnitzler 


"Desde luego no sólo estaba interiormente convencido de que Lorenzi había sido el primer amante de
Marcolina sino que sospechaba incluso que aquella había sido la primera noche que ella le había concedido sus favores; sin embargo, eso no le impedía seguir aquel juego de pensamientos malevolentes y lascivos mientras daba la vuelta al jardín bordeando el muro. De forma que se encontró de nuevo ante la puerta de la sala, que había dejado abierta, y comprendió que, de momento, no podía hacer otra cosa que dirigirse de nuevo, sin ser visto ni oído, al aposento de la torre. Con toda precaución se deslizó escaleras arriba y se dejó caer luego en el sillón en el que se había sentado antes; delante de la mesa en la que las hojas sueltas del manuscrito parecían sólo aguardar su regreso. Involuntariamente, sus ojos cayeron sobre la frase que antes había interrumpido a la mitad; y leyó: «Voltaire será inmortal, sin duda; pero habrá comprado esa inmortalidad con su alma inmortal; el ingenio ha consumido su corazón como la duda su alma, y por ello ... », En ese instante, el sol de la mañana penetró, rojizo, a raudales, de forma que la hoja que tenía en la mano pareció arder y, vencido, la dejó sobre la mesa con las otras. Sintió de pronto la sequedad de sus labios y se sirvió un vaso de agua de una botella que había sobre la mesa; estaba tibia y dulzona. Asqueado, apartó la cabeza a un lado; en la pared, desde el espejo que había sobre la cómoda, lo miraba un rostro pálido y viejo, con cabellos en desorden que le caían sobre la frente. Complaciéndose en atormentarse, dejó que las comisuras de su boca cayeran aún más, como si tratara de interpretar en el teatro un papel absurdo, se pasó las manos por el pelo, para que los mechones cayeran más desordenadamente, sacó la lengua a su imagen del espejo, graznó contra sí mismo, con voz intencionadamente ronca, una serie de insultos estúpidos, y finalmente, como un niño mal educado, tiró al suelo de un resoplido las hojas de su manuscrito. Luego comenzó otra vez a insultar a Marcolina y, después de haberla agraciado con las palabras 'más obscenas, siseó entre dientes: ¿crees que la alegría dura mucho? Engordarás y te arrugarás, y envejecerás como las demás mujeres que fueron jóvenes contigo ... una mujer vieja de senos flácidos, de cabello gris y seco, desdentadada y maloliente ... ¡y por fin morirás! ¡También de joven puedes morir! ¡Y te pudrirás! Y serás comida de gusanos.- Para tomar de ella una última venganza, trató de imaginársela muerta. La veía vestida de blanco acostada en un ataúd abierto, pero era incapaz de imaginar en ella ningún signo de descomposición; en cambio, su belleza realmente sobrenatural le produjo "un nuevo frenesí. Ante sus ojos cerrados, el ataúd se convirtió en lecho nupcial; Marcolina estaba echada en él sonriendo, con párpados centelleantes y, con sus manos finas y pálidas, como por desdén, se iba desgarrando la blanca túnica que cubría sus pechos delicados. Pero cuando él extendió los brazos hacia ella y quiso precipitarse encima, abrazarla, la visión se desvaneció en la nada."

Arthur Schnitzler
El regreso de Casanova


“Dos personas que se proponen entenderse la una a la otra hasta lo más hondo son como dos espejos frente a frente que se arrojan sin pausa, cada vez desde más lejos, sus propias imágenes, desesperados por ver más, hasta perderse en el horror de una distancia irremediable.” 

Arthur Schnitzler



“Dos personas se acercan hacia nosotros por la carretera, y. Sus siluetas se recortan fantásticamente contra el horizonte. Pero si aplaudiéramos, no lo entenderían, porque no saben nada de su relación con el horizonte.” 

Arthur Schnitzler 


"El coche iba por el Ring, pasando por delante del Volksgarten, cuyos árboles, de un verde exuberante, sobresalían por encima de la dorada verja. Era una deliciosa mañana de primavera y apenas se veía aún a nadie por la calle; sólo una señora joven y muy elegante, con un abrigo beige cerrado hasta el cuello y un perrito, paseaba deprisa, como cumpliendo una obligación, a lo largo de la verja, y dirigió una mirada indiferente al cónsul, que se volvió hacia ella, a pesar de la esposa de América y de la señorita Rihoscheck de Baden, que evidentemente pertenecía más al actor Elrief. ¡Qué me importa Elrief!, pensó Willi, y ¡qué me importa la señorita Rihoscheck! Por cierto, quién sabe, si hubiera sido más amable con ella, quizás hubiera intercedido por mí... Y por un instante pensó seriamente si no debía volver rápidamente a Baden para pedirle su intercesión. ¿Interceder ante el cónsul? Ella se le reiría a la cara. Conocía al señor cónsul, tenía que conocerlo... Y la única posibilidad de salvación era el tío Robert. Eso era seguro. Si no, no quedaría otra solución que el balazo en la frente. No había que engañarse.
Un ruido regular, como el de una columna militar que se aproximara marcando el paso, llegó hasta sus oídos.
¿No tenían hoy ejercicios los del noventa y ocho? ¿En Bisamberg? Le hubiera resultado penoso encontrarse ahora, yendo en aquel coche, a compañeros a la cabeza de su compañía.
Pero no eran soldados los que se acercaban al paso, sino un grupo de estudiantes, evidentemente una clase, que iba de excursión con su profesor.
El profesor, un hombre joven y pálido, lanzó una mirada de respeto involuntario a los dos caballeros que, a una hora tan temprana, pasaban por su lado en coche. Willi no hubiera sospechado nunca que llegaría el momento en que hasta un pobre maestro de escuela le parecería digno de envidia.
El coche pasó entonces al primer tranvía, en el que iban sentados como pasajeros algunos hombres en traje de faena y una mujer anciana. Venía hacia ellos un vehículo de riego, y un tipo de aspecto rudo, con las mangas de la camisa remangadas, movía con sacudidas regulares, como una comba, la manguera, cuyo líquido iba humedeciendo la calle. Dos monjas, con la vista baja, atravesaron las vías del tranvía en dirección a la Votivkirche, que, de un gris pálido y con sus torres esbeltas, se recortaba contra el cielo. En un banco, bajo un árbol de flores blancas, había una persona joven, con los zapatos polvorientos y el sombrero de paja en el regazo, sonriendo como después de una experiencia agradable. Un coche cerrado, con las cortinillas corridas, pasó velozmente. Una mujer gorda y vieja se ocupaba de los altos cristales de las ventanas de un café, con escoba y bayeta. Todas aquellas personas y cosas, a los que Willi no hubiera prestado atención normalmente, se mostraban a sus ojos vigilantes con contornos casi dolorosamente nítidos.
Pero era como si el hombre a cuyo lado se sentaba en el coche hubiera desaparecido entretanto de su memoria.
Willi le dirigió una mirada tímida.
El cónsul iba recostado, con el sombrero ante sí sobre la manta y los ojos cerrados. ¡Qué apacible y bondadoso parecía! ¿Y era aquél... quien lo empujaba a la muerte? ¿Realmente dormía... o lo fingía sólo? No tema, señor cónsul, no lo molestaré más.
Tendrá su dinero el martes a las doce. O no. Pero en ningún caso... El coche se detuvo ante la puerta del cuartel e inmediatamente se despertó el cónsul... o hizo al menos como si acabara de despertarse, frotándose incluso los ojos con gesto un tanto exagerado después de un sueño de dos minutos y medio. El centinela de la puerta saludó militarmente. Willi saltó del coche con agilidad, sin tocar el estribo, y sonrió al cónsul.
Hizo más: le dio al cochero una propina; ni demasiado ni demasiado poco, como un caballero a quien, en definitiva, no afectaba haber ganado o perdido en el juego."

Arthur Schnitzler
Partida al amanecer


"El coche seguía subiendo por la colina, y hacía tiempo que, si las cosas hubieran sido normales, habría tenido que volver a la calle principal. ¿Qué se proponían hacer con él? ¿Adónde lo llevaba el carruaje? ¿Iba a tener aquella comedia aún continuación? ¿Y de qué tipo sería? ¿Una explicación quizá? ¿Un alegre reencuentro en otro lugar? ¿Una recompensa por haber superado brillantemente la prueba, su aceptación en la sociedad secreta? ¿La posesión sin estorbos de la espléndida monja…? Las ventanillas del coche estaban cerradas y Fridolin trató de mirar afuera…; eran opacas. Quiso abrir la ventanilla, a derecha, a izquierda, era imposible; e igualmente opaca, igualmente hermética era la pared de cristal que había entre él y el pescante. Golpeó en el vidrio, llamó, gritó, pero el carruaje siguió adelante. Quiso abrir la puerta del coche, la derecha, la izquierda, no cedían ante ninguna presión, y sus gritos reiterados se perdieron en el traqueteo de las ruedas y el bramar del viento. El carruaje comenzó a dar sacudidas, descendía, cada vez más deprisa, y Fridolin, presa de inquietud, de miedo, estaba a punto de romper una de aquellas ventanillas ciegas cuando el coche se detuvo de pronto. Las dos portezuelas se abrieron simultáneamente, como movidas por un mecanismo y como si dieran a elegir a Fridolin, irónicamente, entre la derecha y la izquierda. Saltó del coche, las puertas se cerraron de golpe… y, sin que el cochero se preocupara lo más mínimo de Fridolin, el coche se alejó por el campo despejado, hacia la noche.
El cielo estaba nublado, las nubes corrían veloces, el viento silbaba, y Fridolin estaba en medio de la nieve, que difundía a su alrededor una claridad pálida. Estaba solo, con el abrigo abierto sobre su cogulla y el sombrero de peregrino en la cabeza, y no se sentía nada bien. A cierta distancia quedaba la ancha calle. Una procesión de farolas que parpadeaban mortecinas indicaba la dirección de la ciudad. Fridolin, sin embargo, anduvo en línea recta, cortando camino, descendiendo por la campiña nevada y en ligero declive, para encontrarse lo antes posible en zona habitada. Con los pies empapados llegó a una callejuela estrecha y apenas iluminada, avanzando al principio entre altas empalizadas que crujían en la tormenta; doblando la primera esquina llegó a una calle algo más ancha, en la que alternaban escasos edificios y solares vacíos. En el reloj de una torre dieron las tres de la madrugada."

Arthur Schnitzler
Relato soñado


“El diccionario de la guerra lo han hecho los diplomáticos, los militares y los gobernantes. Deberían corregirlo los que regresan de las trincheras, las viudas, los huérfanos, los médicos y los poetas.” 

Arthur Schnitzler




“El mareo es al espacio lo que la impaciencia al tiempo.” 

Arthur Schnitzler



"EL POETA.—Bueno, tesoro, ya estamos (la besa).
LA MUCHACHITA INGENUA (con sombrero y mantilla).—¡Ay, qué bonito! Aunque ver... no se ve mucho.
EL POETA.—Tienes que acostumbrar esos ojazos a la oscuridad... esos lindos ojos (la besa en los ojos).
LA MUCHACHITA INGENUA.—Para eso estos lindos ojos no tendrán tiempo.
EL POETA.—¿Por qué?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Porque sólo me voy a quedar un minuto.
EL POETA.—Por lo menos te quitarás el sombrero... ¿no?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Por un minuto...
EL POETA (coge el alfiler de su sombrero y le quita el sombrero).—Y la mantilla...
LA MUCHACHITA INGENUA.—Pero, ¿qué quieres? Me tengo que marchar enseguida.
EL POETA.—Pero descansarás un poco... Nos hemos dado un paseo de tres horas.
LA MUCHACHITA INGENUA.—Sí, en coche.
EL POETA.—Para volver a casa, pero junto al arroyo, en Weid.-ling18, nos hemos dado un paseo de tres horas. Venga siéntate tranquila, cariño... donde quieras. Aquí junto al escritorio... mejor no, ahí no estás muy cómoda. Siéntate junto al diván. Así (la aprieta contra el diván). Ahí, y la cabe-cita en el cojín.
LA MUCHACHITA INGENUA (riéndose).—¡Pero si no estoy cansada...!
EL POETA.—Eso te lo crees tú. Así... Además, aunque no tengas sueño, puedes dormir. Voy a quedarme quieto. Si quieres, te puedo cantar una nana para que duermas... mía, naturalmente (se acerca al pianino).
LA MUCHACHITA INGENUA.—¿Tuya?
EL POETA.—Sí.
LA MUCHACHITA INGENUA.—Creía que eras doctor.
EL POETA.—¿Y eso? Te he dicho que soy escritor.
LA MUCHACHITA INGENUA.—Todos los escritores son doctores.
EL POETA.—No, no todos. Yo por ejemplo no soy doctor. Pero, ¿cómo piensas eso?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Porque acabas de decirme que lo que tocas es tuyo.
EL POETA.—Bueno... puede ser que no sea mío. Es lo mismo. ¿Sí? Por lo demás, da igual quién lo haya escrito. Eso sí, debe ser bonito, ¿no?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Por supuesto... tiene que ser bonito... Eso es lo que importa.
EL POETA.—¿Sabes qué he querido decir?
LA MUCHACHITA INGENUA.—¿Con qué?
EL POETA.—Con lo que acabo de decirte.
LA MUCHACHITA INGENUA (somnolienta).—Por supuesto.
EL POETA (se incorpora, se acerca a ella y h acaricia los cabellos).—No has entendido ni palabra.
LA MUCHACHITA INGENUA.—¡Bueno, que no soy tan tonta!
EL POETA.—Por supuesto que eres tontita. Pero precisamente por eso te quiero. ¡Ah, es tan bonito cuando sois un poco tontitas! Quiero decir en la manera como lo eres tú.
18 Localidad en el Wienenvald.
LA MUCHACHITA INGENUA.—Pero bueno: ¡me estás insultando!
EL POETA.—¡Ángel, pequeñina! A que sí, a que se está bien acostada en la alfombra persa?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Sí. Venga ¿no querías tocarme algo al piano?
EL POETA.—No, prefiero estar junto a ti (la acaricia).
LA MUCHACHITA INGENUA.—Venga, ¿no podrías dar un poco de luz?
EL POETA.—En absoluto... esta penumbra es muy beneficiosa. Hoy hemos estado todo el santo día bañados por los rayos del sol. Ahora, por así decirlo, hemos salido del baño y nos ponemos... la penumbra como si fuera un albornoz (se ríe). ¡Ah, no! Hay que decirlo de otra manera... ¿No crees?
LA MUCHACHITA INGENUA.—No sé.
EL POETA (separándose un poco de ella).—¡Divina, esta estupidez! (Toma un cuaderno y escribe un par de palabras.)
LA MUCHACHITA INGENUA.—¿Qué haces? (volviéndose hacia él). ¿Qué estás apuntando?
EL POETA (quedamente).—Baño, penumbra, albornoz... así (guarda el cuaderno. Más alto). Nada... ahora dime, tesoro, ¿no quieres comer o beber algo?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Sed no tengo, pero sí hambre.
EL POETA.—Hum... habría sido mejor que tuvieras sed. En casa tengo coñac, pero comida tendría que ir a comprarla.
LA MUCHACHITA INGENUA.—¿No puedes encargarla?
EL POETA.—Es un poco difícil, mi sirvienta ya se ha ido... Bueno, espera... voy yo mismo... ¿qué quieres?
LA MUCHACHITA INGENUA.—No merece la pena, dentro de un rato me voy a ir a casa.
EL POETA.—Eso ni hablar, tesoro. Pero te voy a decir algo: cuando marchemos nos vamos a cenar juntos.
LA MUCHACHITA INGENUA.—No, para eso no tengo tiempo. Y además, ¿adonde íbamos a ir? Podría vernos algún conocido.
EL POETA.—¿Tienes tantos conocidos?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Con que nos vea uno sólo, ya tenemos el lío.
EL POETA.—¿A qué lío te refieres?
LA MUCHACHITA INGENUA.—¿Tú qué te piensas si mi madre se entera?
EL POETA.—Podemos ir a algún sitio donde nadie nos vea. Hay restaurantes con habitaciones privadas.
LA MUCHACHITA INGENUA (cantando).—Sí, «cena en la chambre separée».
EL POETA.—¿Has estado ya alguna vez en una chambre separée?
LA MUCHACHITA INGENUA.—Si quieres que te diga la verdad, sí.
EL POETA.-—¿Quién fue el dichoso mortal?
LA MUCHACHITA INGENUA.—¡Oh, no es como te lo piensas! Estuve con una amiga mía y su novio. Me llevaron con ellos.
EL POETA.—Bueno, no esperarás que me crea eso.
LA MUCHACHITA INGENUA.—No tienes por qué creértelo.
EL POETA (acercándose).—¿Te has puesto colorada? Ya no se ve nada. Apenas vislumbro tus rasgos (le pasa la mano por la mejilla). Pero incluso así te reconozco."

Arthur Schnitzler
La Ronda


“El público es más inteligente de lo que él mismo cree, pero no hay que decírselo, porque si no se vuelve aún más impertinente de lo que es de por sí.” 

Arthur Schnitzler




“En la vida de toda persona aparecen una y otra vez, bajo las figuras más diversas, los tipos que le corresponden: el padre, la madre, el amigo, el traidor, la amiga, la amante.” 

Arthur Schnitzler




“En las relaciones amorosas hay dos fases que se suceden casi sin solución de continuidad: una, en la que después de las discusiones es mejor reconciliarse de inmediato, ya que al fin y al cabo el reencuentro no puede aplazarse demasiado; y otra en la que conviene aprovechar la primera discusión que se tercie como pretexto para la ruptura, ya que esta es inevitable.” 

Arthur Schnitzler



“En toda relación erótica, los amantes intuyen siempre la verdad, y sin embargo se empecinan en creerse todas las mentiras.” 

Arthur Schnitzler



“En un mundo de injusticia, la justicia ha de parecer injusta por necesidad casi matemática.” 

Arthur Schnitzler




“Estamos hechos para concebir lo inconcebible y soportar lo insoportable. Eso es lo que hace nuestra vida tan dolorosa y al tiempo tan inagotablemente rica.” 

Arthur Schnitzler




"Estar preparado es importante, saber esperar lo es aún más, pero aprovechar el momento adecuado es la clave de la vida."

Arthur Schnitzler


"¡Fue un juego! ¿Qué otra cosa debía ser? No es más que un juego nuestro quehacer terreno, ¡aunque les pareciera grandioso y profundo! Con escuadras de feroces mercenarios juega el uno, el otro con supersticiones falsas. Alguno juega con los soles, con las estrellas. Yo juego con las almas. Un sentido lo encontrará solamente quien lo busca. El uno dentro del otro recorren sueño y vigilia, realidad y ficción. En ningún lugar hay certeza. Nada sabemos de los demás, nada de nosotros; jugamos siempre, quien lo entiende es sabio."

Arthur Schnitzler
Paracelso 



“¿Has comprendido? ¿Has perdonado? ¿Has olvidado? ¡No te confundas! Lo que pasa es que has dejado de amar.” 

Arthur Schnitzler 



“La conspiración de los pueblos contra los poderosos es un hecho ocasional; lo normal en el mundo es la conspiración de los poderosos contra los pueblos. Aun durante la guerra más sangrienta, el rey de un país se siente más cercano al rey del país enemigo que a su caballerizo mayor, su primer ministro o su ayuda de cámara, aunque sea inconscientemente.” 

Arthur Schnitzler 



“La fe y la duda no tienen mucho que ver con el intelecto ni con el carácter. Son estados de espíritu. Por eso no son constantes, y siempre existe una predisposición hacia uno u otro de ellos. La experiencia personal ha convertido a más de un creyente en escéptico y a más de un escéptico en creyente.” 

Arthur Schnitzler 



"La fuerza del carácter con frecuencia no es más que debilidad de sentimientos." 

Arthur Schnitzler



“La idea es algo tan divino, que tiene derecho a recibir, incluso a exigir sacrificios voluntarios. Pero cuántas veces en el curso de la historia ha sido rebajada a la categoría de ídolo ante cuyo altar se sacrificaban niños inocentes.” 

Arthur Schnitzler



“La política exterior tiene sus dogmas, como la religión; se llaman poder, expansión territorial y prestigio. Pero igual que los devotos de verdad no son los que siguen al pie de la letra las escrituras, no se encontrará a los mejores patriotas entre los políticos.” 

Arthur Schnitzler



“La sensualidad nos quería persuadir de que estábamos enamorados, pero la razón se resistía al engaño. Entonces la fantasía brindo su oportuna ayuda.” 

Arthur Schnitzler


"Las cosas de las que más se habla son las que menos existen. La ebriedad, el goce, existen."

Arthur Schnitzler


“Las riñas amorosas raramente acaban en una paz verdadera; normalmente se trata de un simple armisticio que se conceden mutuamente las paces para enterrar a sus muertos. Luego, cuando se reanuda la batalla, vuelven a sacar a la luz hasta a los muertos, y continúan luchando envueltos en vapores de descomposición.” 

Arthur Schnitzler



“La tolerancia frente a la intolerancia es el peor de todos los crímenes. Ni siquiera la intolerancia es tan grave.” 

Arthur Schnitzler



“Las despedidas siempre duelen, aun cuando haga tiempo que se ansíen.” 

Arthur Schnitzler




“Las disputas en las relaciones amorosas siempre surgen, en el fondo, de los fundamentos en que estas se basan.” 

Arthur Schnitzler




“Lo mejor que dos amantes pueden llegar a ser el uno para el otro con el paso del tiempo: sucedáneos de sus sueños o símbolos de sus anhelos.” 

Arthur Schnitzler




“Lo que determina el ambiente de un país siempre es por fuerza la política, no la ciencia ni las artes. La política es un proceso continuo, que pende constantemente sobre nuestra cabeza como el horizonte; está ahí, queramos verlo o no, igual que está ahí el clima, aunque no haga frío ni amenace tormenta.” 

Arthur Schnitzler


"Mientras exista alguien que por medio de la guerra pueda aumentar su riqueza o adquirirla y que al mismo tiempo tenga poder e influencia para causar una deflagración, las guerras subsistirán. Y en ello hay que basarse para plantear la cuestión de la «paz mundial». No en los motivos religiosos, filosóficos o éticos; estos no tienen importancia. Con melancolías y sentimentalismos jamás se podrá conmover el corazón de los diplomáticos, ni el de los generales y proveedores del ejército. La solidaridad de los poderosos es más fuerte que la de los pueblos."

Arthur Schnitzler
Tomada del libro Los amos del mundo están al acecho de Cristina Martín Jiménez



“Ni te imaginas cuanta gente te rodea cuando crees estar solo con la mujer a la que amas. Les acompañan muchos hombres de los que no sabes nada, sus amantes pasados, y muchos de los que ni siquiera ella sabe nada, sus amantes futuros.” 

Arthur Schnitzler


"No lejos de Bolzano, a una altura moderada, como perdida en el bosque y apenas visible desde la carretera, se encuentra la pequeña propiedad del barón Von Schottenegg. Un amigo que desde hace diez años vive en Merano, donde trabaja como médico, y al que volví a encontrar allí en otoño, fue quien me presentó al barón, quien por entonces tenía cincuenta años y era un diletante en varias artes. Componía algunas piezas, era hábil tocando el violín y el piano, y tampoco se le daba mal dibujar. Pero a lo que más seriamente se había dedicado desde época temprana era al teatro. Decían que de joven y bajo un nombre supuesto anduvo un par de años vagabundeando por pequeños escenarios del imperio. Bien por la constante oposición del padre, bien porque su talento fuera insuficiente o bien por falta de oportunidades, el caso es que el barón había renunciado a aquella carrera lo suficientemente pronto como para poder entrar aún y sin demasiado retraso en la administración pública y seguir la profesión de sus antecesores, que durante dos décadas desempeñó fielmente, aunque sin entusiasmo. Pero cuando con más de cuarenta años, justo después de la muerte de su padre, abandonó el cargo, se demostró con qué pasión seguía apegado al objeto de sus sueños juveniles. Mandó acondicionar la villa situada en la ladera del Guntschnaberg y allí reunió, en especial durante las temporadas de verano y otoño, a un círculo cada vez mayor de damas y caballeros que se prestaban fácilmente como actores o para escenificar cuadros vivientes. Su mujer, que procedía de una vieja familia burguesa del Tirol y no mostraba verdadera simpatía por las cuestiones artísticas, aunque era inteligente y trataba a su marido con una cariñosa camaradería, contemplaba su afición con cierto desdén, si bien le trataba de manera tanto más complaciente cuanto que el interés del barón favorecía sus propias inclinaciones sociales. El grupo que uno podía encontrarse en el castillo no resultaría lo suficientemente escogido a los ojos de los críticos más severos. Sin embargo, los invitados que por nacimiento y educación eran proclives a mostrar prejuicios de clase no se escandalizaban frente a la desenvoltura que reinaba en aquel círculo, que a través del arte que allí se practicaba parecía suficientemente justificada. Por lo demás, el buen nombre y la reputación de la pareja anfitriona alejaban cualquier posible sospecha de que allí las costumbres pudieran ser licenciosas. Entre otros muchos, de los cuales ya no me acuerdo, encontré en el castillo a un joven conde que era jefe del distrito de Innsbruck; a un oficial de cazadores de Riva; a un capitán del Estado Mayor con su mujer y su hija; a una cantante de ópera de Berlín; a un fabricante de licores de Bolzano con sus dos hijos; al barón Meudolt, que acababa de llegar de un viaje alrededor del mundo; a un actor del Teatro Imperial jubilado, originario de Bückeburg; a una condesa viuda llamada Saima, que de muy joven había sido actriz, y a su hija, así como al pintor danés Petersen.
En el castillo propiamente dicho vivían sólo unos pocos invitados. Algunos se hospedaban en Bolzano. Otros, en una modesta pensión que se encontraba abajo, en el cruce de caminos, de donde partía una senda más estrecha que conducía hasta la propiedad. Pero la mayor parte de las veces todo el grupo se reunía allá arriba en las primeras horas de la tarde, haciendo ensayos hasta bien entrada la noche, en ocasiones bajo la dirección del que en otro tiempo fuera actor del Teatro Imperial y de cuando en cuando bajo la del barón, que nunca actuaba. Al principio entre bromas y risas, y poco a poco cada vez con mayor seriedad, hasta que se acercaba el día de la representación. Y dependiendo del clima, del humor, de los preparativos, teniendo en cuenta en la medida de lo posible el escenario en el que se desarrollaba la acción, el estreno tenía lugar bien en la explanada que lindaba con el bosque y se encontraba detrás del jardín del castillo o bien en la sala de la planta baja, en la que se abrían tres grandes ventanales en arco."

Arthur Schnitzler
El destino Del Barón Von Leisenbohg




“No me importa lo que digas, pero me gusta que me hables sin cesar, aunque sólo sea para evitar que entre nosotros se extienda el silencio.”

Arthur Schnitzler




“¿No se adhiere usted a ningún partido? No, quiero seguir pudiendo despreciar a todos los sinvergüenzas, y especialmente a los de ideas parecidas a las mías.”

Arthur Schnitzler




“Nuestra intuición de Dios es una prueba insuficiente de su existencia. Hay otra más sólida: nuestra capacidad de dudar de él.” 

Arthur Schnitzler




“¿Os habéis dado cuenta de que las nubes humanizan el cielo? Las nubes forman parte de nuestro mundo y gracias a ellas desaparece del cielo la extraña sensación de misteriosa inmensidad.” 

Arthur Schnitzler




“Pese a la relativa apacibilidad de los austríacos, no me parece en absoluto inconcebible que, llegado el caso, se los pueda azuzar a cometer actos brutales y sangrientos.”

Arthur Schnitzler


"Pon atención, Gustl: has venido para ello al Prater en medio de la noche, donde no puede molestarte ningún alma… ahora puedes reflexionar con calma… Lo de América y lo de renunciar al servicio es absurdo; eres demasiado limitado para empezar algo distinto… Si llegaras a cumplir cien años y recordaras que alguien quiso partir tu sable, que te llamó «imbécil» y te quedaste ahí, sin poder hacer nada… No, no hay nada que reflexionar… a lo hecho, pecho… también lo de mamá y Klara es una tontería… Ya lo superarán, todo se supera… ¡Cómo lloró mamá cuando murió su hermano, y a las cuatro semanas no pensaba en eso!… Solía ir al cementerio… primero cada semana, luego cada mes… y ahora sólo va en el aniversario de su muerte… Mañana es el día de mi muerte… Cinco de abril… ¿Me transportarán a Graz? ¡Ja, ja! Los gusanos tendrán ahí su festín… Pero no me importa, que se preocupen los otros de eso… ¿Qué más me da todo eso?… Sí, los cuatrocientos sesenta florines para Ballert… eso es todo… no tengo que tomar ninguna otra resolución… ¿Escribir cartas? ¿Para qué? ¿Y a quién?… ¿Despedirme?… Al diablo con todo eso: matarse es un mensaje suficientemente claro… Eso basta para que los demás sepan que uno se despidió… Si los demás supieran que todo el asunto me da lo mismo, no me tendrían lástima… ¿Y qué fue lo que saqué de la vida? Aún me hubiera gustado participar en una cosa: la guerra… pero para ello tendría que haber esperado mucho… Todo lo demás lo conozco… Me da lo mismo que una persona se llame Steffi o Kunigunde… Ya vi las mejores operetas… y fui doce veces a Lohengrin… incluso esta noche estuve en un oratorio… y un panadero me llamó «imbécil»… ¡Basta de una vez, por todos los cielos!… Ya no puedo sentir curiosidad alguna… Así es que volvamos a casa, despacio, muy despacio… En realidad no tengo ninguna prisa… Un par de minutos más descansando en el Prater, en la banca… ¡sin techo!… No volveré a tenderme en la cama… Me sobrará tiempo para dormir… ¡Ah, el aire!… Lo extrañaré."

Arthur Schnitzler
El Teniente Gust






“Quien cree en Dios, le reza. Quien lo sabe, trabaja.” 

Arthur Schnitzler




“Quién sabe si no será misión de toda comunidad viviente, microbiana o humana, acabar destruyendo el mundo en el que habita, sea un ser humano, sea el universo.” 

Arthur Schnitzler



“Si cultivas con excesivo mimo el jardín secreto de tu alma, puede llegar a hacerse demasiado exuberante, a desbordar el espacio que le corresponde y, poco a poco, a invadir otras regiones de tu alma que no estaban llamadas a vivir en secreto. Y así puede ser que tu alma entera acabe convirtiéndose en un jardín cerrado y, pese a su esplendor y su perfume, sucumba a su propia soledad.” 

Arthur Schnitzler



“Si se te ocurre alguna vez criticar a un colectivo, siempre serán sus peores representantes los que se den por aludidos, y, para disimular, te acusarán de calumniar precisamente a aquellos en los que no pensabas al formular tu juicio.” 

Arthur Schnitzler



“Si te sientes propenso a la reconciliación, pregúntate, ante todo, qué es lo que te ha hecho tan manso: la mala memoria, la comodidad o la cobardía.” 

Arthur Schnitzler




“Siempre ha habido santos, pero ¿quién está realmente cualificado para canonizarlos?” 

Arthur Schnitzler



“Siempre me ha parecido sospechoso que los creyentes contemplen la duda como un defecto del carácter, y que los escépticos vean la fe siempre como un síntoma de pobreza intelectual.”

Arthur Schnitzler



“Toda guerra se inicia con los pretextos más nimios, se continúa por motivos de peso y se concluye con las excusas más falaces.” 

Arthur Schnitzler



“Toda superioridad física es perecedera, porque está fisiológicamente condenada a agotarse, mientras que la inteligencia se renueva una y otra vez por sí misma. Y por eso al fin ha de imponerse a la violencia, aunque sólo sea por medio de la palabra, nacida inmortal de su seno.” 

Arthur Schnitzler



“Tolerancia significa disculpar los defectos de los demás; tacto, no reparar en ellos.” 

Arthur Schnitzler


"Y sigo andando: ¿a dónde voy ahora? ¿Qué pasa conmigo? Ya la oscuridad es casi completa. Qué belleza y qué tranquilidad. Ni un sólo ser humano hasta donde alcanza la vista. Ahora ya todo el mundo está sentado a la mesa: el diner. ¿Telepatía? No, esto no es ninguna telepatía, falta mucho para que lo sea... Pues, hace un momento, escuché el gong. ¿Dónde está Elsa?, se preguntará Paul. Si no llego cuando sirvan los fiambres, les llamara la atención a todos. Mandarán arriba, a mi habitación, a ver qué sucede. ¿Qué le sucede a Elsa? Ella siempre es tan puntual, ¿verdad? También los dos señores junto a la ventana pensarán: ¿dónde está hoy esa hermosa muchacha de pelo rojizo? Y el señor von Dorsday se asustará. Es cobarde, sin duda. Tranquilícese usted, señor von Dorsday, que a usted no le pasará nada: porque lo desprecio demasiado. Si yo quisiera, sería usted hombre muerto mañana a la noche. Estoy convencida de que Paul lo retaría a duelo si le contará el asunto. Le perdono la vida, señor von Dorsday.
Qué inmensos los prados, y qué negrura tremenda la de las montañas Casi ninguna estrella. Sí, algunas, sin embargo... tres, cuatro... ya se multiplican. Y el bosque a mis espaldas, tan silencioso. ¡Qué agradable quedarse aquí sentada, en este banco, junto al margen del bosque! El hotel... tan lejos, tan lejos, y tan feéricas sus luces, desde aquí. Y qué canallas hay en él. Oh, no: hombres, pobres seres humanos; me dan lástima todos ellos. También la marchesa me da lástima, no sé por qué; y la señora Winawer; y la institutriz de la niñita de Cissy. Ella no se sienta a la table d'hôtes: ya ha cenado antes, con Fritzi. ¿Qué le pasará a Elsa?, pregunta Cissy. ¿Cómo, no está tampoco en su cuarto? Ahora con seguridad ya todos temen por mí. Cínicamente yo no temo nada. Sí, aquí estoy, pues, en Martino di Castrozza, sentada sobre un banco en el linde del bosque, y el aire es como champaña, y casi me parece que estoy llorando. Pues, ¿por qué estoy llorando? No hay razón alguna para llorar. Son los nervios. Tengo que dominarme. No debo abandonarme así. Pero el llanto no es desagradable. El llanto siempre me hace bien. Cuando visité a nuestra vieja institutriz francesa, en el hospital, la que después murió, también lloré. Y durante el sepelio de abuelito, y cuando Berta partió para Nuremberg, y cuando murió el bebé de Agathe, y en el teatro, cuando dieron La dama de las camelias, lloré también. ¿Quién llorará cuanto esté muerta? Oh ¡qué bello sería estar muerta! Estar de cuerpo presente en el salón, con los cirios de la capilla ardiente encendidos. Altos cirios. Doce altos cirios. Y abajo ya aguarda el fúnebre. Delante de la puerta de casa se aglomera la gente. ¿Cuántos años tenía? Diecinueve nada más. ¿De veras que sólo diecinueve...? Imagínese usted su papá está en la cárcel. ¿Y por qué se suicidó? Por un amor desdichado; se enamoró de un filou. Pero no, ¿cómo se le ocurre? La verdad es que estaba por tener un bebé. No, señor, se despeñó desde lo alto del Cimone. Es un accidente... Buenos días, señor Dorsday: ¿también usted viene a acompañar a la pequeña Elsa a su última morada? Pequeña Elsa, dice esa vieja... ¿Cómo? Pues, claro que tengo que acompañarla. Tengo que rendirle este último honor. Puesto que también le he rendido el primer ultraje. Oh, valía la pena, señora Winawer: jamás había visto un cuerpo tan hermoso. Y sólo me costó treinta millones. Un Rubens cuesta tres veces más. Se envenenó con haschisch. Sólo ansiaba bellas visiones; pero tomó demasiado, y luego ya no despertó. ¿Y por qué lleva, el señor Dorsday, un monóculo rojo? ¿Y a quién le está haciendo señas con el pañuelo? Mamá baja por la escalera; y ahora le besa la mano. ¡Qué asco, qué asco! Están cuchicheando. Yo no puedo comprender nada, porque estoy amortajada, en el catafalco. La corona de violetas que ciñe mi frente es de Paul. Las cintas descienden hasta el suelo. Nadie se atreve a entrar. Será mejor que me levante y me ponga a mirar por la ventana. ¡Qué lago tan grande y azul! Cien barcas con velas amarillas... ¡Cómo resplandecen las olas! Tanto sol. Una regata. Todos los señores tienen camiseta de remo; las damas están en traje de baño. Esto es indecente. Se imaginan que estoy desnuda. Qué tontos son. Yo no tengo puesta mi ropa de luto, porque estoy muerta. Se lo demostraré a ustedes. Volveré a acostarme inmediatamente sobre el catafalco. ¿Dónde está el catafalco? Se fue. Se lo llevaron. Lo desfalcaron. Por ese desfalco papá está en la cárcel. Y sin embargo, lo absolvieron por tres años. Los jurados han sido todos sobornados por Fiala. Pues ahora iré al cementerio a pie; así mamá se ahorrará los gastos del entierro. Tenemos que reducir gastos. Estoy caminando tan de prisa que nadie puede seguirme. Oh, ¡qué de prisa puedo caminar! Y todo el mundo se para en las calles y queda admirado. ¡Cómo se puede mirar así a una persona que está muerta! Es una impertinencia. Será mejor que tome a campo traviesa; el campo está todo azul, de tantas nomeolvides y violetas. Los oficiales de la marina están formando una calle de dos filas. Buenos días, señores. ¡Franquead la entrada, señor espada! ¿No me reconocéis? Pues yo soy la muerta... No por eso tiene que besarme usted la mano... ¿En dónde está mi tumba? ¿También la desfalcaron? Esto, gracias a Dios, no es en verdad el cementerio. ¡Esto es el parque de Menton! Papá se pondrá contento al saber que no estoy enterrada. Yo no les tengo miedo a las víboras. Con tal que ninguna me muerda, en el pie."

Arthur Schnitzler
La señorita Else



Yo

Hasta aquel día él había sido una persona completamente normal. Se levantaba temprano, a las siete, de ser posible sin hacer ruido para no molestar a su esposa, a quien le gustaba dormir un poco más, bebía una taza de café, besaba en la frente a su hijo de ocho años que tenía que ir a la escuela, dando un suspiro le decía en broma a la pequeña Marie de seis años: “Sí, el próximo año te tocará a ti también”. Mientras aún bromeaba con los pequeños, solía entrar su esposa e intercambiaban noticias intrascendentes, incluso a veces alegres y tranquilas siempre, pues era un buen matrimonio, sin malentendidos ni descontentos; no tenían nada que reprocharse el uno al otro. A la una regresaba del negocio a su casa, ni siquiera un poco cansado pues lo que tenía que hacer no era muy agotador ni de mucha responsabilidad; era gerente departamental, jefe de distrito en un almacén de clase media en la calle Währinger. A ello seguía un almuerzo sencillo y bien preparado, los hijos estaban con él y permanecían bien portados, el niño hablaba sobre la escuela, la mamá sobre un paseo que tuvo con la pequeña antes de recoger al hijo mayor de la escuela y el papá contaba todo tipo de sucesos irrelevantes que acontecían en el almacén, de nuevas creaciones de moda, envíos procedentes de Brünn, mencionaba la pereza del jefe que, por lo general, aparecía apenas a las doce en el negocio, [hablaba] de alguna extraña aparición entre los clientes, como la de un hombre elegante que sabrá Dios por qué azar perdió la orientación y dio con la tienda de las afueras de la ciudad, y aunque primero se comportó algo arrogante, luego se mostró sinceramente entusiasmado con algún estampado de corbata, relató que la señorita Elly una vez más tenía un nuevo admirador y que eso a él en realidad no le importaba. Ella era vendedora en el departamento de calzado para damas.

Luego se recostaba por media horita y hojeaba rápidamente un periódico; a las dos y media estaba de nuevo en el negocio y había mucho que hacer, especialmente de las cuatro a las seis había que dedicarse completamente a los clientes. Mientras tanto, en casa todo marchaba como de costumbre, la señora iba a pasear con los niños y a veces la cuñada casada llegaba de visita, o también su suegra; algunas veces aún se las encontraba en casa.

Alrededor de las ocho cenaba y para entonces los niños ya habían sido llevados a la cama. Cada dos sábados iban al teatro, al tercer palco, tercera o cuarta fila; él prefería las operetas pero en ocasiones veían también una obra clásica seria o una comedia de ocasión y la culminación de esas tardes llegaba en un restaurante sencillo. Los niños estaban entretanto bien cuidados; para la Sra. Wilhelm, la esposa del doctor del primer piso, que no tenía hijos, era una verdadera alegría cuidar a los niños, en su departamento, hasta que los padres volviesen a casa.

También esa tarde, el sábado antes de Pentecostés, habían estado en el teatro. Los Huber habían cenado en un mesón y, cuando se fueron a la cama, el esposo estaba tan de buen humor que Anna le preguntó si no la había confundido con la señora Constantin, que ese día había interpretado el papel protagónico y que tanto le había gustado a él.

A la mañana siguiente se dirigió, como de costumbre, a su excursión de los domingos, tomó el tranvía hacia Sievering, caminó sobre Dreimarkstein, donde se encontró con un conocido suyo, se quedó con él y charlaron sobre el buen clima, después se dirigió solo, montaña abajo, hacia Neuwaldegg. Cruzó un pequeño puente, como lo había hecho mil veces antes; ante él yacía la gran pradera amplia con magníficos grupos de árboles, que sabrá Dios qué tan seguido había visto, y su mirada cayó por casualidad en una tabla de madera sin labrar que estaba clavada en un árbol y sobre la que estaba escrita la palabra “Parque”, con grandes letras negras como escritas por un niño. No se acordaba de haber visto jamás esa tabla. Le llamó la atención pero inmediatamente pensó que siempre había estado ahí, se podía ver que era una tabla muy vieja. Naturalmente esto es un parque, nadie podía dudarlo, era el Parque Schwarzenberg, propiedad privada de la dinastía de príncipes bohemios, pero liberado al público desde décadas atrás. Sin embargo, ahí no decía Parque Schwarzenberg o propiedad privada, sino curiosamente sólo “Parque”. Eso era, nadie podía dudarlo. No se distinguía mucho de sus alrededores, no estaba cerrado, no había una entrada, ni estaba bajo leyes singulares, era bosque y pradera, caminos y bancas; en todo caso, resultaba bastante innecesario el anuncio de “Parque”.

Sea como sea debía tener una razón. Quizás había gente que no estaba tan segura como él de que eso fuera un parque. Tal vez se daba por hecho que era un bosque común y corriente [en la] pradera, como el bosque y las praderas de las que descendía. A ellas más bien había que recordarles que, de hecho, ése era un parque. A propósito, un bonito parque, espléndido –quizás habría gente que lo tendría por un paraíso si no estuviera colgada ahí esa tabla. Jaja, un paraíso. ¡Y tal vez alguno se habría comportado así! –arrojó sus ropas con evidente fastidio. ¿Cómo debería yo haber sabido [entonces], dijo en la estación de policía, que sólo era un parque y no el paraíso? Pues bien, no sucedería nunca más. Había sido de lo más razonable colgar ahí el letrero. Se encontró a una pareja, una ya no muy joven y corpulenta pareja y se rio tan fuerte que ellos se asustaron y se le quedaron viendo.

Todavía no era tarde; se sentó en una banca. Sí, estaba bastante seguro, a pesar de que no estaba escrito en ella que eso era una banca, y que el tanque de enfrente, ya bien conocido, era con toda seguridad un tanque o un estanque o un pequeño lago o un mar, sí, eso dependía de cómo se le viera, para una efímera probablemente eso era un mar. Para tales insectos también se debía colgar un letrero: estanque. Pero para las efímeras eso no era un estanque y además no saben leer. Pues bien, ¡quién sabe!, siguió pensando, sabemos muy poco de las efímeras, mientras una le zumbaba alrededor. Era medio día –y la efímera sólo tenía ese medio día de edad, más bien cincuenta años… en proporción, pues en la tarde la efímera estaría ya muerta. Quizá celebraba ahora mismo su cumpleaños número cincuenta. Y las otras pequeñas que zumban a su alrededor le estén festejando. Estaba en presencia de un cumpleaños. Le parecía como si llevara sentado ahí mucho tiempo y miró el reloj. Únicamente tres minutos, sí, eso era con toda seguridad un reloj, aun cuando en la tapa no estuviera grabado que era uno. Pero también era posible que estuviese durmiendo. Y entonces eso no era un reloj, y él estaba acostado en la cama y dormía y también la efímera era sólo un sueño.

Dos muchachos jóvenes pasaron por allí. ¿Se reían de él o de sus propias ocurrencias? Pero ellos no sabían nada al respecto. Aunque, por supuesto, no estaba tan seguro. Hay quienes saben leer la mente. Era muy posible que aquel joven con lentes de concha de tortuga supiera exactamente qué le sucedía y se riese de ello. La pregunta era solamente si aquel muchacho de lentes de concha de tortuga tenía una razón para hacer eso, pues era posible que todo fuera en realidad un sueño, así que también estaba soñando su risa.

Con una repentina resolución se pisó a sí mismo con un pie sobre el otro y se tocó la nariz en exceso. Sentía todo perfectamente. Esto lo quería hacer valer como una prueba de su estar despierto. Sin embargo, no fue nada concluyente porque al final también podría estar soñando que se pisaba y tocaba la nariz, pero decidió darse por satisfecho.

Se puso en marcha camino a casa, a la una le esperaba el almuerzo. Se sentía extrañamente ligero y casi corría, flotaba, no sólo en sentido figurado, durante una fracción de segundo ninguno de sus pies tocaba el piso.

Tomó el tranvía, éste volaba aún más rápido; misteriosa aquella fuerza eléctrica. Era la una y media, en estos momentos celebraba la efímera su quincuagésimo quinto cumpleaños. Las casas pasaban junto a él a toda velocidad. Tenía que transbordar. Sabía exactamente que tenía que hacerlo allí, es extraño saber todo eso. ¿Cómo olvidarse de que vivía en el callejón Andreas? Callejón Andreas número catorce, segundo piso, puerta doce, seguro. Increíble todo lo que se tiene en la mente. Sabía también que tenía que estar al día siguiente temprano, a las ocho, en el negocio. Ya veía todo frente a sí, las corbatas, cada modelo, aquí la azul-roja rayada, acá la moteada, acullá la otra con tono amarillo; las veía todas y también veía la etiqueta sobre el anaquel: Corbatas, a pesar de que todo mundo sabía que eran corbatas. Bastante sensato que la tabla “Parque” colgara de un árbol. No todas las personas eran tan atentas y perspicaces como él para darse cuenta de que aquello era un parque y de que aquello otro corbatas.

De pronto se halló parado frente a la puerta de su vivienda. No se había dado cuenta de cuándo bajó del tranvía, ni de que había caminado por su callejón, ni de que había entrado por la puerta de su edificio o siquiera de que había subido las escaleras. Era posible que hubiese volado hasta arriba. Se sentó a la mesa. Ésta es la olla de la sopa, éstos son los platos para la sopa, cuchara, tenedor, cuchillo. Él sabía todo eso a la perfección; no hacía falta escribirle ningún nombre. Contemplaba todos los objetos cuidadosamente. Eran de verdad. Y entonces habló sobre la efímera que ahora mismo celebraba su cumpleaños con mucha concurrencia. La palabra revoloteó por el aire, él nunca había enunciado esa palabra. ¿De dónde había venido? ¿Hacia dónde iba de regreso?

En la tarde no podía dormir. Yacía sobre el diván del comedor, nadie estaba con él. Tomó entonces su libreta. Ciertamente era su libreta y no su cartera ni su cigarrera, escribió en una hoja “aparador”, en otra hoja “armario”, en otra “cama” y en otra “sillón”. Tuvo que escribir eso un par de veces. Luego fijó las hojas en el aparador y en el armario, entró a hurtadillas al dormitorio donde su esposa tomaba su siesta de la tarde y con un alfiler clavó la hojita “cama”. Se marchó antes de que ella despertara. Se dirigió a la cafetería y leyó el periódico, o más bien eso intentaba. Todo lo impreso que veía frente a él le parecía confuso y relajante a la vez. Ahí estaban escritos nombres, denominaciones sobre las cuales no podía existir duda alguna. Pero las cosas con las que estos nombres se relacionan estaban lejos. Era bastante extraño pensar que existía una relación con alguna palabra que estuviese impresa ahí, como, por ejemplo, entre el teatro en Josefstadt y un edificio en algún otro lugar en otra calle. Leyó los nombres de los artistas. Dubonet, abogado-Sr. Mayer. Este señor Dubonet era el más extraño de todos, no existía en absoluto. A éste lo había inventado alguien, pero aquí estaba impreso su nombre. El Sr. Mayer, en cambio, que tenía el papel de Dubonet, existía en verdad. Cabía la posibilidad de que él ya se hubiese encontrado seguido en la calle con el Sr. Mayer, sólo que sin vislumbrar que era precisamente el Sr. Mayer, y éste no habría llevado ninguna etiqueta al salir a pasear. Y así diario se encontraría con cientos de personas de quienes no entrevería en absoluto de dónde vienen, a dónde van, cómo se llaman; podría ser que uno de ellos, apenas al doblar la esquina, de golpe se desplomara muerto. Al día siguiente saldría de seguro en el periódico que el Sr. Müller, o como se llame, se desplomó muerto; él, sin embargo, el Sr. Huber, no tendría idea de que se lo había topado cinco minutos antes de morir. Terremoto en San Francisco, decía en el periódico, pero, aparte de ese terremoto que salía en aquel periódico, algo seguía siendo muy diferente, lo real. Luego dirigió su mirada sobre algunos anuncios, carteles. Había negocios que le eran conocidos. Entre éste y otro anuncio se alzaba frente a él un edificio en el que sabía o suponía conocer aquel negocio. Otros, en cambio, no le decían nada. Él no veía más que letras impresas.

Levantó la mirada, en la caja vio a la señorita Magdalene; sí, así se llamaba. Era un nombre algo inusual para una cajera de cafetería. Siempre lo escuchaba dicho tan solo por los meseros, pero él mismo nunca le había dirigido la palabra. Ahí estaba ella sentada, algo gorda, ya no muy joven, continuamente ocupada. Jamás se había interesado en lo más mínimo por ella. Ahora, de repente, sólo porque la vio de pura casualidad, ella destacaba de entre todos los demás. La cafetería estaba bastante llena, al menos sesenta, ochenta, tal vez cien personas estaban ahí. A lo mucho, él conocía el nombre de dos o tres. Inexplicable cómo esta indiferente cajera era de pronto la persona más importante. Simplemente por el hecho de verla. De todos los otros no sabía nada, todos ellos eran sombras. También su mujer, sus hijos. Nadie guardaba relación con la señorita Magdalene. Ahora bien, ¿qué tipo de hoja se le debería colocar a ella? ¿Magdalene? ¿Señorita Magdalene? ¿Cajera? En todo caso era imposible abandonar la cafetería sin antes designarle un nombre. Qué tranquilizador saber que afuera, sobre una tabla, estuviese escrita la palabra “Parque”. Todo el paraje por el que había caminado desapareció como detrás de un telón, ya no existía. Él respiraba profundamente, pensando en la tabla de madera. “Parque”.

Mientras tanto se había terminado su café negro, el mesero retiró la taza con el platillo y el vaso, la losa de mármol quedó desnuda frente a él. Instintivamente tomó su lápiz y escribió con letras grandes sobre la losa: “mesa”. También eso lo alivió un poco. ¿Pero cuánto más había por hacer?

Cuando regresó a casa ya habían sido retiradas todas las notas que colocó en los distintos utensilios. Su mujer le preguntó que qué le sucedía en verdad. Sintió que no debía ponerla al corriente por el momento y dijo que había sido una broma. Al fin y al cabo es una broma útil, ¿no es cierto? Los pequeños se deberían acostumbrar a saber cómo se llaman todas las cosas y las personas. Qué enorme confusión hay en el mundo, nadie se conoce bien.

En la tarde vino de visita la suegra y la cuñada casada; mientras ellas tomaban su café con Marie (su esposa), aprovechó la oportunidad y escribió en dos papeles “suegra” y “cuñada”, y los engrapó en sus abrigos. Ellas no lo notaron cuando se marcharon.

La mañana siguiente proveyó de notas a las prendas de vestir de su hijo e hija antes de que se fueran a la escuela.

En el negocio se presentó con el jefe para hacerle unas propuestas. En todas partes debían colgar notas, también para las corbatas, incluso se tenían que indicar los colores: corbatas grises, rojas, pues hay clientes daltónicos. Además insistía en que cada vendedora tuviese su nombre visible.

Al llegar a casa le enfureció que quitaran todas las notas. Los niños regresaron de la escuela y se tranquilizó, les encontró las notas que por alguna razón no habían sido retiradas.

Entretanto su mujer informó al doctor. Cuando el médico llegó, el enfermo se encaminó hacia él con un papel en el pecho que decía, escrito con letras grandes, “YO”.

Arthur Schnitzler