"Ahora yo notaba que, a raíz de mi rechazo, entre él y yo se había establecido una relación nueva, mucho más real desde luego, ya que se fundaba en la situación tal cual era y no en como hubiera debido ser; sólo que esta relación ni era clasificable ni definible y autorizaba todas las consecuencias. Comprendía que habiéndome negado a comportarme como otro cualquiera en mi lugar, o sea como superior y como marido, había dado vía libre a todas las posibilidades, porque ahora todo dependía del desarrollo que, al margen de todos los convencionalismos, siguiera la situación real en que nos hallábamos. En resumidas cuentas, comprendía que, si se deseaba que la situación conservara una fisonomía reconocible, la actitud que me había sugerido mi mujer era, aunque convencional, la única a adoptar. Fuera de esta actitud, todo era posible y todo se reducía a polvo y se evaporaba. Aquella actitud nos hubiera permitido a cada uno de nosotros atenernos a un papel de sobra conocido y concreto; fuera de aquella actitud, nuestros personajes se confundían, se velaban, se volvían intercambiables. Estas reflexiones me hacían comprender la utilidad de las normas morales y de las convenciones sociales, superficiales, cierto, pero indispensables a fin de detener y ordenar el desorden natural. Por otra parte, yo pensaba, no obstante, que, una vez rechazadas normas morales y convenciones sociales, aquel desorden tendería por fuerza a depositarse y yacer en el fondo de una necesidad absoluta. En otras palabras, excluida la solución propuesta por mi mujer, quedaba otra que la naturaleza misma de las cosas dictaría. Algo parecido a lo que sucede con un río que, o se encauza entre diques artificiales, o bien se deja ir según la inclinación y los accidentes del terreno; en ambos casos, aunque según modos y efectos diferentes, formará su propio cauce, por el que correrá hacia el mar. Pero esta solución, la más natural y la más azarosa, todavía estaba por llegar, según creía yo, y tal vez no llegaría nunca: Antonio seguiría afeitándome y, un día, mi mujer y yo nos iríamos y yo jamás llegaría a saber lo que de cierto había habido en sus acusaciones. Expongo estas reflexiones con orden y lucidez. Pero en aquellos días, más que reflexiones eran vagas sensaciones, semejantes a un malestar consciente que hubiera intervenido allí donde antes todo era fácil e inconsciente.
Tal vez habrá quien se maraville de que yo pensase o, mejor, sintiera de ese modo en el preciso momento en que el asunto sucedía y se desarrollaba ante mis ojos y mis más caros afectos estuvieran, o pudieran parecérmelo, amenazados. Pero quiero repetir lo que ya he dicho muchas veces: creaba o me parecía crear y todo lo demás me resultaba indiferente. Naturalmente, no había dejado de querer a mi mujer y seguía poseyendo el natural sentido del honor; pero, debido a un extraño milagro, la creación artística había arrebatado a esas cosas el pesado marchamo de la necesidad, transfiriéndolo a las páginas del libro que andaba escribiendo. Si en lugar de acusar a Antonio de haberle faltado al respeto, mi mujer me hubiera revelado que le había visto limpiar la navaja con una página de mi relato, a buen seguro que yo no habría especulado sobre su ignorancia y su irresponsabilidad: lo habría despedido enseguida. Sin embargo, semejante falta hubiera sido desde luego más comprensible, justificable y perdonable que la que le había sido imputada. ¿Qué era lo que me volvía indiferente a lo que él había hecho con mi mujer y, en cambio, violentamente partícipe en el caso de que hubiera maltrecho mi trabajo? Aquí precisamente entraba en juego el misterio que desde un principio había advertido en él, que las revelaciones de Angelo no habían desvelado en absoluto y que, en verdad, se encontraba más en mí que en él. Un misterio que, por no callar nada, se repite y se repetirá cada vez que, abandonando la superficie, se desciende a lo profundo.
En cuanto a mi mujer, ya no venía a reunirse conmigo como antes mientras Antonio me afeitaba, y supongo que, hasta que el barbero había abandonado la villa, permanecía encerrada en su dormitorio. Esta actitud suya, en el fondo me molestaba porque revelaba que ella, en cambio, se atenía a su primera y convencional reacción y que no pretendía cambiarla por una actitud como la mía, razonable y especulativa. No recuerdo cómo ni cuándo le pregunté por qué ya no se dejaba ver por la mañana."

Alberto Moravia
El amor conyugal 


"Al día siguiente, los tres hombres se levantaron cada uno de ellos con humor muy diferente, según sus más íntimas preocupaciones. Perro, lleno de calma y descanso, seguro ya de sus actos, el ánimo despejado y fingiendo más que nunca. Saverio, que no había pegado ojo en toda la noche, más exaltado y excitado que el día anterior. Sebastián, consciente del riesgo que corría entre la Policía y los conjurados, cauto y atento a su papel. Sebastián y Perro se sentían instintivamente superiores a Saverio y, en cierto modo, se vigilaban. Perro, más por costumbre policíaca que por confianza, pues, avezado a dividir los hombres en dos categorías únicas, guardias y criminales, se decía que Sebastián, puesto que no era policía, sólo podía ser un delincuente. Ahora bien, un conjurado más o un conjurado menos, ¿qué le importaba a Perro? Sus redes eran lo bastante capaces para prender, no uno, sino diez peces mayores que aquél. Solamente la manera como Sebastián se presentara, el singular hecho de espiar por la ventana, le hacían desconfiar instintivamente. De no haber estado tan seguro de que jamás lo había visto en los medios de la Policía, casi hubiera pensado que Sebastián era también un agente provocador. Por su parte, Sebastián encontraba a Perro en verdad demasiado calmoso y dueño de sí. Tanta serenidad le parecía excesiva aun en un hombre nacido, como decía Saverio, para mandar. Además, temía que Perro descubriera que él no era ni deseaba ser un conspirador. Que, al contrario, se proponía, para sus fines, hacer fracasar la conjura, y temía algún golpe sucio. Había oído hablar de las ejecuciones sumarias, clandestinas, ferocísimas y despiadadas de conspiradores traidores y de agentes provocadores, por obra de sus compañeros, y le parecía que acabar estrangulado o con una bala en la cabeza por manos de Saverio sería, dentro de la general absurdidad de la vida, un morir excesivamente absurdo. Así, el camino desde la casa de Sebastián hasta la quinta de la Gorina, en aquella mañana, mientras Saverio divagaba y peroraba según solía, fue entre los otros dos un torneo de preguntas y respuestas, de indagaciones cautelosas y de no menos cautos disimulos. Perro quería averiguar por qué un joven señor, casi un adolescente, bello y frívolo, se había metido en la cabeza derribar el Gobierno para instaurar un orden nuevo; y Sebastián, puesto en guardia, trataba de comprender por qué Perro se mantenía tan frío y ceremonioso en un momento semejante. A las preguntas de Perro, Sebastián contestó que hacía poco tiempo había advertido la insuficiencia de su vida egoísta y hedonista; que sentía la necesidad de creer en alguna causa transcendente, de servirla y de luchar por su triunfo; y que estaba dispuesto hasta morir, si fuese necesario, pues se daba cuenta de que no vale la pena vivir si sólo se vive para uno mismo; en total, todas las cosas, apenas modificadas, que oyera decir a Saverio. «¡Diablo! —Pensaba Perro contemplando aquel bello rostro que se inflamaba singularmente declamando aquellas frases—. ¡Diablo…! ¡Pero éstos tienen todos avidez de servicio y de creencia…!» En realidad, no hacía más que pensar en Fausta y conseguía aquel fervor que admiraba a Perro mediante una simple sustitución de palabras: el amor de los hombres era el de Fausta; la causa era Fausta; los obstáculos que se oponían a la revolución eran Tereso y Manuel, que le constreñían a separarse de Fausta; en fin, la vida egoísta y epicúrea que ahora despreciaba era su propia vida antes de haber conocido a Fausta. Después de contestadas las preguntas de Perro, quiso pasar a la contraofensiva y le declaró con simpatía que le admiraba mucho el que supiera guardar tan bien el dominio de sí en circunstancias como aquéllas. Él, por ejemplo, aun cuando trataba de dominarse, no conseguía reprimir del todo cierta turbación. «¡Diablo, diablo! —pensó nuevamente Perro—. El amigo es perspicaz…» Y, adoptando un tono incisivo, machacón, lleno de sugestiva firmeza y fijando la mirada en los ojos de Sebastián, Perro le contestó que estaba ya muy avezado; he ahí su calma. También él, en los comienzos de su vida de revolucionario, muchas veces estuvo a punto de perder el tino. Convenía que todos guardasen la calma. Claro que Saverio no tenía calma ni la tendría nunca; todavía no le conocía en la acción; así que todo dependía de él. Y sonrió con una mirada de cómplice compasión, que Sebastián no pudo menos que cambiar, señalando a Saverio."

Alberto Moravia
La mascarada



"Bajo las dos turgencias desiguales y desequilibradas de las nalgas, una más alta y como contraída y la otra más baja, las elegantes piernas se adelgazaban en una actitud perezosa, desde los muslos largos y fuertes hasta las pantorrillas y la exigüedad del tobillo. No se daba cuenta, pero lo que le atraía hacia los baños Vespucci, además de la compañía tan nueva de los muchachos, era precisamente aquel escarnio brutal de su madre y de sus supuestos amores."

Alberto Moravia
Agostino


"Cuanto más dichoso se es, menos atención se presta a la propia dicha".

Alberto Moravia 


"Cuanto más se está invadido por la duda más se adhiere uno a una falsa lucidez de espíritu, con la esperanza de aclarar mediante el razonamiento lo que el sentimiento ha revuelto y oscuro."

Alberto Moravia 


"Curiosamente, los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado."

Alberto Moravia



"De Federico Fellini prefiero al narrador. A pesar de que en realidad Fellini puede reprocharme que no tenga en cuenta sus esfuerzos ideológicos; y tendría razón, porque toda ideología, incluso errónea, resulta algo indispensable para un artista. La mayoría de los artistas atienden más a su ideología, que a veces no es muy original, que a su representación, que lo es, porque realmente sin ideología no habrían hecho las representaciones. Entonces hay que confesar que la ideología de Fellini, aunque no se destaca por ser exclusivamente original, está en la base de sus representaciones que son muy originales. Es decir: comprendo la ideología, pero aprecio, me gusta el narrador. En mi opinión, evidentemente Fellini es un decadente. Encontró una construcción que se adapta muy bien a la decadencia, al espíritu decadente. El estilo clásico quiere una construcción cerrada, una arquitectura. El decadentismo quiere una construcción abierta donde la construcción se ve reemplazada por la aliteración, por la reiteración. Por ejemplo, tomen el Bolero de Ravel; se trata de la repetición de un motivo que podría durar un día. En Fellini tienen la misma cosa: la reiteración de un mismo tema casi obsesivo u obsesionante hasta el final del espectáculo, pero que no es el final del film en sí. Me parece que allí es donde se produce un encuentro feliz entre el espíritu decadente de Fellini y un sentido de la arquitectura que se halla muy bien adaptado a ese decadentismo. Siempre resulta muy difícil dar una definición acerca de una personalidad, tanto más cuando se trata de una personalidad tan compleja como la de Fellini. Para mí, era el realizador más representativo del período de los años 1950-1960, marcado por el poder de la iglesia católica a través del partido demócrata cristiano. ¿Quisieran saber si considero católico a Fellini? En alguna medida lo es. Precisamente en la medida en que es decadente, es decir en cuanto posee un catolicismo muy moderno, que no es un catolicismo clásico ni barroco. Se trata del catolicismo de nuestra época, mezclado de decadentismo. Aparte de esto, Fellini es un gran exponente de lo que yo llamaría el realismo crítico que sucedió al neorrealismo."

Alberto Moravia



“De todo esto no sale otra explicación, salvo que la contradicción es el móvil e imprevisible fondo del alma humana.”

Alberto Moravia


"El amor es un juego; el casamiento un negocio."

Alberto Moravia



"El amor puede hacerlo todo, y también lo contrario de todo."

Alberto Moravia



"El cine es un ejercicio rico en metáforas, dice una cosa y significa muchas otras, tiene relaciones con la cultura muy extrañas y profundas, mucho más profundas que el teatro, por ejemplo. En la práctica, ‘ver’ una película significa atravesar la selva de las analogías y de las metáforas que la componen."

Alberto Moravia



“El hombre desea esperar siempre. También cuando se convence de ser privado de la esperanza.”

Alberto Moravia 


"El ignorante tiene valor; el sabio miedo."

Alberto Moravia 


“La amistad es más difícil y más rara que el amor. Por eso, hay que salvarla como sea.”

Alberto Moravia



"La felicidad es tanto mayor cuanto menos la advertimos."

Alberto Moravia



“La única vacuna contra el aburrimiento es el amor.”

Alberto Moravia


"La vejez es una enfermedad como cualquier otra en la cual al final uno se muere irremisiblemente."

Alberto Moravia


“Las experiencias que contamos son a menudo las que no teníamos intenciones a hacer, no las que decidimos hacer.”

Alberto Moravia


"Las ideas deben recibirse como huéspedes: es decir, cordialmente, pero a condición de que no tiranicen al anfitrión."

Alberto Moravia


"Leo alzó los brazos y sonrió de mala gana. Le embargaba un deseo casi incontenible de dar dos sonoras bofetadas a María Engracia. Por un instante, Carlota contempló a la pareja. “¿Y esta noche tengo que ir a su casa?”, repetíase. Le parecía extraña. Ahora estaba sentada ante el piano de su casa, y dos horas después se hallaría en la cama de Leo. Pero como adivinaba la amorosa impaciencia del hombre, un poco para alejar el momento de la decisión y otro poco por coquetería, quiso seguir tocando.
—Está bien —dijo con firmeza—. Leo no se marchará. Seguirá aburriéndose durante diez minutos más... ¿No es cierto, Leo? —Abrió un voluminoso libro y con rostro atento y preocupado empezó a tocar de nuevo.
«¡Ah, pequeña bruja! —pensó Leo—. Quieres verme morir de impaciencia... Quieres verme agonizar.” Ahora, música, conversación, silencio, todo se le hacía intolerable. La lujuria le devoraba. No tenía más que un solo deseo: llevarse a Carlota a su casa y poseerla. “¡Quién sabe lo que durará esto! —pensó, escuchando con rabia los primeros acordes—. ¿Diez minutos? ¿Un cuarto de hora? ¿Qué diablos me habrá inspirado la peregrina idea de hacerla tocar?” Pero María Engracia no se daba por vencida. Tocó la espalda del hombre.
—Y mañana por la mañana —dijo con melindrosa sonrisa, como si continuara una conversación interrumpida —iré a casa de mi abogado para que disponga todo lo necesario para la subasta de la villa.
Si una teja le hubiera caído sobre la mesa, Leo no se habría sorprendido tan desagradablemente como al oír estas palabras. Su rostro se tornó carmesí y luego violáceo. Apretó con rabia los dientes. Breves frases relampagueaban por su mente. “Sólo me faltaba esto, y precisamente esta noche. ¡Que Dios la maldiga! Estas cosas sólo me pasan a mí.” Después se volvió hacia la madre.
—Tú no harás tal cosa —la intimó, tuteándola, dominado por el furor y cerrando instintivamente los puños.
“Ahora se tirarán de los pelos”, pensó Miguel observándolos con fastidio.
—Claro que lo haré —respondió María Engracia con jactanciosa tranquilidad—. Y mañana mismo...
—Es una locura... —comenzó Leo. Cogió una mano de la mujer y la apretó contra el diván—: Tú... usted quiere subastar su casa para perder el cincuenta por ciento... Y me lo viene a decir esta noche. —”Precisamente esta noche”, se repitió interiormente, mirando con furia a Carlota—. Ahora que el contrato está hecho y no falta más que firmarlo, esto..., esto es una verdadera locura...
—Llámelo como quiera —respondió la madre, adoptando una calma digna de un santo—, pero lo primero que haré mañana por la mañana será ir a casa de mi abogado.
Leo la miró. A la irritación que su insatisfecha lujuria le producía se añadía ahora aquel nuevo contratiempo. Su instinto natural hubiera sido abalanzarse sobre la mujer, abofetearla, destrozarla; pero supo contenerse."

Alberto Moravia
Los indiferentes


“Me pregunto qué es peor si tener ideas viejas o ser viejo con ideas.”

Alberto Moravia


“No creo en la lógica negativa de la historia. No creo en el Apocalipsis. Creo que la humanidad tiene todavía ante sí un hermoso camino… tengo miedo, pero soy optimista. Si en los veinte próximos años la bomba no es utilizada, ya no se la lanzará nunca más…”

Alberto Moravia 



"No me gusta hacer cine, en absoluto, sus compensaciones no valen la pena. Es un trabajo amargo, además de un arte impuro que depende sólo de trucos."

Alberto Moravia




"Sentido común: algo así como salud contagiosa."

Alberto Moravia


"Solamente es juego cuando se juega al dinero. Si se juega por dinero lo que se quiere es ganar. Y ganar no es jugar sino trabajar."

Alberto Moravia



“Sólo hay conciencia e inconsciencia... La conciencia es el miedo, el coraje es inconsciente.”

Alberto Moravia

"Tan pronto como el tren se puso en movimiento Marcello abandonó la ventanilla a la que se había asomado para hablar con la suegra o, mejor dicho, para oír las palabras de la misma, y se metió en el compartimiento. Giulia siguió pegada a la ventanilla. Desde el compartimiento, Marcello podía verla en el pasillo, inclinada hacia delante y agitando el pañuelo con un ímpetu tan ansioso, que hacía patético aquel ademán, tan corriente por lo demás. Pensó que, sin duda, seguiría agitando el pañuelo mientras le pareciese entrever, de pie en el andén, la figura de su madre, allá a lo lejos. Y, para ella, el dejar de entreverla sería la señal más clara de la separación definitiva de su vida de muchacha. Separación temida y deseada a la vez y que, con la partida del tren, mientras la madre se quedaba en tierra, adquiría un carácter dolorosamente concreto. Marcello miró una vez más a su esposa inclinada sobre la ventanilla, envuelta en un vestido claro, que el gesto del brazo fruncía sobre sus formas salientes, y luego se dejó caer hacia atrás sobre los almohadones y cerró los ojos. Cuando los abrió, al cabo de unos minutos, su mujer no estaba ya en el pasillo, y el tren corría por el campo abierto: una llanura árida, sin árboles, envuelta ya en las penumbras del crepúsculo, bajo un cielo verde. De cuando en cuando, el terreno se levantaba en peladas colinas, y entre éstas aparecían pequeños valles, que se extrañaba de ver desiertos de casas y de figuras humanas. Algunos montones de ladrillos, en la cima de las colinas, confirmaban esta sensación de soledad. Era un paisaje lleno de paz –pensó Marcello–, que invitaba a la reflexión y a dejar volar la fantasía. Mientras tanto, al fondo de la llanura, sobre el horizonte, se había levantado la Luna, redonda, de un rojo sanguinolento, con una brillante estrella blanca a su derecha.
Su mujer había desaparecido, y Marcello deseó que tardase en volver por lo menos algunos minutos: quería reflexionar y, por última vez, sentirse solo. Ahora volvía con la memoria a las cosas que había hecho los últimos días y se daba cuenta de que, al recordarlas, experimentaba una convencida y profunda complacencia. Pensaba que aquélla era la única forma de cambiar su propia vida y cambiarse a sí mismo: actuar, moverse en el tiempo y en el espacio. Como de costumbre, le gustaban, sobre todo, las cosas que reforzaban sus lazos con un mundo normal, común, previsto. La mañana de su boda: Giulia, vestida ya de novia, que corría alegremente de una estancia a otra, entre un rumor de seda; él, que se metía en el ascensor con un ramillete de convalaria en la enguantada mano; su suegra, que, tan pronto como él entró, se arrojó en sus brazos sollozando; Giulia, que tiró de él hasta llevarlo tras la puerta de un armario para besarlo a su talante; dos amigos de Giulia, un médico y un abogado, y dos amigos suyos, del Ministerio; la salida para la iglesia, desde la casa, con la gente que miraba desde las ventanas, balcones y aceras, en tres coches: en el primero, él y Giulia; en el segundo, los testigos, y en el tercero, su suegra y dos amigas. Durante el trayecto había ocurrido un incidente singular. El automóvil se había detenido en un semáforo y, de pronto, alguien, desde fuera, se asomó a la ventanilla: una cara rojiza, barbuda, de frente calva y nariz saliente. Un mendigo. Pero en vez de pedir una limosna dijo, con voz ronca: «¿Me dan un caramelo, novios?», y, al mismo tiempo, metió la mano por la ventanilla. La súbita aparición de aquel rostro en la ventanilla y aquella mano indiscreta extendida hacia Giulia habían irritado a Marcello, que, tal vez con severidad excesiva, había contestado: «¡Fuera, fuera, nada de caramelos!» A lo cual el hombre, probablemente borracho, dijo a voz en grito: «¡Maldito seas!», y desapareció. Giulia, asustada, se había apretado a él, murmurando: «Nos traerá mala suerte»; y él, dándole golpecitos en la espalda, había contestado: «¡Tonterías..., era sólo un borracho!» Luego el coche volvió a ponerse en marcha, y la escena se borró en seguida de su memoria."

Alberto Moravia
El conformista

"Traté de abordarlo de nuevo con el pretexto de la materia a que se había referido en clase. Pero ahora, pasada la sorpresa inicial ante mis excepcionales conocimientos, Gualtieri, como lo advertí bien pronto, en vez de interesarse más aun por mí, tendía a esquivarme. Me pregunté varias veces por el motivo de esa actitud. ¿Lo turbaba el sentimiento que yo dejaba traducirse claramente en mis miradas? ¿O lo molestaban más bien mis conocimientos científicos? Al cabo de largas meditaciones, me dije que sin duda Gualtieri debía estar habituado al hecho, por lo demás halagador para su vanidad, de que las alumnas se enamoraran de él. Había en cambio, en la forma en que intentaba escapar de mis doctas observaciones, algo que no lograba comprender. Si yo era, desde luego, su alumna mejor informada y más brillante, ¿por qué trataba de mantenerme a distancia? Finalmente, fue el propio Gualtieri quien me proporcionó una explicación.
Esto ocurrió a mitad del seminario. Las lecciones de Gualtieri habían empezado a tomarse cada vez más difíciles y oscuras; al mismo tiempo, se traslucía en él, visiblemente, un humor extraño, entre la violencia y la melancolía. Se mostraba brusco y al mismo tiempo triste, impaciente y a la vez sombrío. Se hubiera dicho que un pensamiento dominante e inconfesable lo atormentaba más y más a medida que pasaba el tiempo. Naturalmente, yo sabía muy bien cuál era ese pensamiento: dentro de poco, apenas unas semanas, vencería el término del pacto y yo me presentaría a él, con mi verdadero rostro, para retirar el precio de mis nada desinteresados favores. Sin embargo, extrañamente, tenía la impresión de que no sólo el pacto lo angustiaba; había algo más. Pero ¿qué era?
Repentinamente, las lecciones sobre el futuro desarrollo científico asumieron un carácter a la vez fantástico y catastrófico, al menos para mí, que entre todos los alumnos era la única capaz de comprender adónde iba a parar Gualtieri. Fuese porque Gualtieri ya no se expresaba sino con enigmas, fuese porque se negaba, a cada pedido de aclaraciones, a dar explicación alguna, muchos alumnos desertaron del curso; las maneras bruscas, el discurso oscuro y, en general, la atmósfera trastornada del seminario desconcertaban a la mayoría. Al fin quedamos poquísimos, en un aula más bien grande. En la primera fila sólo estaba yo. Después, dos o tres filas de bancos atrás, se dispersaban no más que una docena de alumnos.
De pronto, durante una lección particularmente espinosa, tuve una iluminación. Gualtieri hablaba en esa forma porque, según todas las evidencias, aludía a un particular descubrimiento suyo que aún no había alcanzado notoriedad. Nadie, en consecuencia, sabía algo de ese descubrimiento, excepto él; nadie, por lo tanto, podía comprender su alcance, excepto yo. Aquel día tomé una buena cantidad de anotaciones; después, de vuelta en casa, procuré enlazar unos con otros esos fragmentos dispersos. Lo que finalmente comprendí me hizo palidecer. Recuerdo que levanté la cabeza de la mesa y por un momento miré, a través del vidrio de la ventana, el desierto gris sobre el cual moría un sol rojo como el fuego. Incliné de nuevo la cabeza sobre mis papeles, reanudé el estudio de las anotaciones, y por fin debí convencerme de que mi primera impresión era exacta: Gualtieri hablaba, en realidad, del fin del mundo. En efecto, a esto y a ninguna otra cosa conducía el futuro desarrollo de la ciencia, tema al que había dedicado el seminario.
Ahora comprendía, o al menos intuía oscuramente, el drama de Gualtieri. Había llegado a una conclusión catastrófica; al mismo tiempo, era amenazado por una catástrofe personal. Una catástrofe tenía conexión con la otra. En efecto, si Gualtieri no hubiera vendido su alma, no habría efectuado el descubrimiento; y precisamente este descubrimiento, alcanzado al precio de la catástrofe personal, amenazaba ahora con provocar la catástrofe universal.
Esta intuición, muy humana, me hizo comprender de pronto algo que mi naturaleza de diablo hasta ahora me había ocultado: yo no estaba más allí para tentar a Gualtieri y humillarlo con su vicio; estaba allí porque lo amaba. Lo comprendí por el sentimiento de compasión afectuosa y por completo femenina que experimenté al mirarlo disertar en la cátedra, viéndolo tan desesperado y sombrío. Hubiese querido acercarme, acariciarle la frente, estrecharme a él, decirle palabras afectuosas. Pero a este sentimiento amoroso se oponía mi conciencia de los límites que imponía al amor el hecho de ser yo el diablo. Como lo dije, sabía muy bien que en el instante mismo en que Gualtieri me abrazara, me penetrara, me desvanecería como la neblina al sol. Antes, cuando pensaba en castigar a Gualtieri por su soberbia, sirviéndome para ello de su inclinación por las niñas, me había imaginado que el hecho mismo de desvanecerme entre sus brazos hubiera otorgado al castigo un carácter de befa muy a tono con mi índole diabólica. Pero ahora, al descubrir que lo amaba, me di cuenta de que la burlada hubiese sido precisamente yo. Me hubiera desvanecido precisamente en el momento supremo, inefable; y después sólo hubiese podido reaparecer ante él bajo mi horrible aspecto de diablo, para exigir su alma con el habitual y despiadado ritual; magro consuelo éste, del que me hubiese desprendido de buena gana: no quería su alma en otra vida, la quería en esta vida que vivíamos juntos. Empero, lo característico de la naturaleza humana a la cual me había convertido es seguir esperando con el cuerpo incluso cuando la mente desespera. En consecuencia, la certeza de que me disolvería en humo no bien llegáramos al abrazo no influía en modo alguno sobre mi sentimiento por Gualtieri. Aun sabiendo que jamás podría unirme a él, me sentía empujada hacia él por un poderoso impulso de entrega física; y casi esperaba, sí, oscuramente esperaba que fuera posible transgredir, al menos en este caso, la norma infernal. Pero ¿qué era, sino amor, esta esperanza de algún modo desesperada y de cualquier manera infundada por completo? ¿No era acaso ese mismo amor que al principio debía servirme para hacer caer a Gualtieri en la trampa y en cuyo lazo, en cambio, ahora sentía haber caído yo? Así fue como decidí sacar provecho de lo que había intuido para obligar a Gualtieri a fijarme una cita fuera de la universidad, posiblemente en su casa."

Alberto Moravia
El diablo no puede salvar al mundo


"Una dictadura es un estado en el que todos temen a uno y uno a todos."

Alberto Moravia