"Algo en todo lo que le dije y no le dije y algo también en la manera en que lo dije y no lo dije debió avivar la curiosidad de Analisa o despertarle alguna simpatía por mi persona. Me dijo, en efecto, con voz tan sincera como severa, que deseaba conocerme esa misma tarde y hablar conmigo de muchas cosas, porque ella pensaba, sí, ella pensaba que muy probablemente valdría la pena que nos conociéramos. El Gordo Massa se ofreció a acompañarme, por lo del desmayo, pero yo le dije que ya había caminado al lado de esa chica sin irme de cara al suelo y que, de veras, prefería y necesitaba enfrentarme solo a la situación. Y aún recuerdo la sosegada caminata hasta casa de Analisa. No había que pasar delante de la casa de Teresa, gracias a Dios.
Analisa me estaba esperando, porque yo aún no había apoyado mi mano en el timbre y ella ya había abierto la puerta. Definitivamente el marqués y su hija no habitaban un palacio. Era una casa cualquiera de ese barrio, que más tiraba para Magdalena que para San Isidro, o sea que debía tratarse de nobles arruinados o algo así. Pero no sentí pena. Ni tampoco sentí mareo alguno, de esos más o menos preventivos, ni mucho menos me fui de bruces al suelo. No sé, pero la propia Analisa parecía impedírmelo con la seriedad de su discurso. Sus labios carnosos eran de una dolorosa belleza y, objetivamente, había alevosía y gran maldad en la forma en que su nariz respingada era mucho más bonita que la de Teresa. Pero la propia Analisa parecía impedirme desmayo alguno porque no arrugaba de pronto todita la nariz para burlarse de mis celos locos o reírse de alguna tontería que nos haría felices hasta la muerte. Porque a Teresa y a mí, por ejemplo, en nuestros días más felices, sólo nos habían interesado las cosas felices o infelices que desembocaban inexorablemente en la muerte.
Los ojos de Analisa y su pelo corto podían ser el clavo que saca otro clavo si yo ponía algo de mi parte. Si yo, por ejemplo, me concentraba mucho en una luz de neón, en una noche en el centro de Lima y en una tez muy blanca que era la de ella, aunque ella más bien tuviera la tez bastante doradita y el pelo ligeramente rubio. En fin, yo hubiera podido hacer un esfuerzo y amar nuevamente hasta la muerte a una marquesita italiana, pero ella andaba en plena época de exámenes y, aunque su uniforme escolar también era azul como el de Teresa, el asunto aquel de los exámenes como que se le había contagiado un poco, porque lo único que hacía era explicarme cosas de una insultante cotidianidad. Una tras otra le iban saliendo las más elementales verdades como en un sencillísimo examen de matemáticas que me iba recitando en un castellano bastante bien hablado. En resumidas cuentas, le encantaba la idea de tener un amigo en Lima y de que ese amigo fuera yo. Pero ni una pizca más. En Italia la esperaba su novio o ella esperaba a su novio de Italia, en Lima. «Eso, por favor, Alfredo, que quede muy claro desde el comienzo.»
Le di la mano, fingiendo el mareo de mi vida, tras haberle explicado que para mí «Era todo o nada». Yo no podía ser su amigo y nada más. Ella podía pensar y decir lo que quisiera, pero esa era la verdad: «O todo o nada, Analisa, porque yo soy así y así te miré de perfil la primera vez. Es probable que no entiendas, pero tengo que irme porque ya sé que es nada. ¿Sabes? —añadí, citando el título de un cuento que había leído en aquellos días—: Winner takes nothing. A veces el ganador nada se lleva, nada gana, Analisa.» Le tendí una mano realmente experimentada en estos duros avatares de los diecisiete años y ella me sonrió y me dijo que me deseaba muy buena suerte y que, en el fondo, admiraba mi coraje y mi sinceridad. Y entonces fue cuando sonrió como Teresa, como en una inmensa travesura."

Alfredo Bryce Echenique
Permiso para vivir

"Así como antes abandonaba un país y un trabajo muy bueno para marchar a otro, y entre la bolsa y la vida siempre he escogido la vida, ahora que estoy bastante establecido, nuevamente escojo la vida: es una experiencia rejuvenecedora, peligrosa, difícil, un desafío volver a un país que ha cambiado tanto respeto a lo que yo conocí."

Alfredo Marcelo Bryce Echenique



"Creo que soy una persona de una sola obsesión, que apuesta por la amistad, por la lealtad, por la fidelidad: tengo todas las cartas a un solo número."

Alfredo Bryce Echenique




“El escritor es un hombre sorprendido. El amor es motivo de sorpresa y el humor, un pararrayos vital.”

Alfredo Bryce Echenique




"En la relación de la pareja siempre hay uno más entero que el otro, y esto suele atribuírsele a los hombres, que son más fuertes psíquica y físicamente. Yo he observado que muchas veces la mujer es la persona fuerte en la pareja."

Alfredo Bryce Echenique




"En Perú mueres en casa, mientras que aquí lo haces en el asilo. Es la tragedia de Europa."

Alfredo Bryce Echenique


“Mi patria son los amigos.”

Alfredo Bryce Echenique

"Un hombre salió de un edificio en el jirón Pachitea, y caminó hasta llegar a la esquina. Dobló hacia la derecha, con sección al Paseo de la República. Eran las seis de la tarde, y podía ser un empleado que salía de su trabajo. En el cine República, la función de matiné acababa de terminar, y la gente que abandonaba la sala, se dirigía lentamente hacia cualquier parte. Un hombre de unos treinta años, y un muchacho de unos diecisiete o dieciocho, parados en la puerta del cine, comentaban la película que acababan de ver. El hombre que podía ser un empleado se había detenido al llegar a la puerta del cine, y miraba los afiches, como si de ellos dependiera su decisión de ver o no esa película. Se escuchaba ya el ruido de un tranvía que avanzaba con dirección al Paseo de la República. Estaría a unas dos cuadras de distancia. Los afiches colocados al lado izquierdo del hall de entrada no parecieron impresionar mucho al hombre que podía ser un empleado. Cruzó hacia los del lado izquierdo. El tranvía se acercaba, y los afiches vibraban ligeramente. No lograron convencerlo, o tal vez pensaba venir otro día, con un amigo, con su esposa, o con sus hijos. El ruido del tranvía era cada vez mayor, y los dos amigos que comentaban la película tuvieron que alzar el tono de voz. El hombre que podía ser un empleado continuó su camino, mientras el tranvía, como un temblor, pasaba delante del cine sacudiendo puertas. Una hermosa mujer que venía en sentido contrario atrajo su atención. La miró al pasar. Volteó para mirarle el culo, pero alguien se le interpuso. Se empinó. Alargó el pescuezo. Dio un paso atrás, y perdió el equilibrio al pisar sobre el sardinel.
Voló tres metros, y allí lo cogió nuevamente el tranvía. Lo arrastraba. Se le veía aparecer y desaparecer. Aparecía y desaparecía entre las ruedas de hierro, y los frenos chirriaban. Un alarido de espanto. El hombre continuaba apareciendo y desapareciendo. Cada vez era menos un hombre. Un pedazo de saco. Ahora una pierna. El zapato. Uno de los rieles se cubría de sangre. El tranvía logró detenerse, y el conductor saltó a la vereda. Los pasajeros descendían apresuradamente, y la gente que empezaba a aglomerarse retrocedía según iba creciendo el charco de sangre. Ventanas y balcones se abrían en los edificios."

Alfredo Bryce Echenique
El hombre, el cine y el tranvía