"Dos palabras sobre la reeducación: en la China roja, a finales del año 1968, el Gran Timonel de la Revolución, el presidente Mao, lanzó cierto día una campaña que iba a cambiar profundamente el país: las universidades fueron cerradas y los "jóvenes intelectuales", es decir, los que habían terminado sus estudios secundarios, fueron enviados al campo para ser "reeducados por los campesinos pobres. Nos negaron la entrada en el instituto y nos obligaron a cargar con el papel de jóvenes intelectuales a causa de nuestros padres, considerados enemigos del pueblo... Mis padres ejercían la medicina."

Dai Sijie
Balzac y la joven costurera china



Dai Sijie
Una noche sin luna (fragmento)

"El solitario viajero acortó el paso y siguió avanzando, o más bien arrastrándose por el sendero casi a cuatro patas, mientras, consumido por las llamas, el último tallo de bambú, sin el que no podía avanzar, iba disminuyendo centímetro a centímetro, anunciando la inminencia de la oscuridad total. Era un sendero largo, no excavado en la roca, sino formado por un desprendimiento, y presentaba una configuración extremadamente peligrosa, que arrancó al eminente intelectual una interjección en francés: «Merde! Putain de merde!» El sendero medía apenas treinta centímetros de ancho, pero se extendía sobre una longitud considerable, al menos cincuenta metros, en los que cada centímetro estaba repleto de amenazas, porque a ambos lados se hallaba la nada, la escalofriante profundidad de sendos precipicios, el insondable vacío, la oscuridad, la muerte. La llamita de la antorcha, reducida a un palito, tembló, saltaron unas chispas y el resplandor se apagó por completo. Súbitamente ciego, Paul d’Ampère se detuvo en medio del sendero, sin ver nada, sin defensa en medio de la oscuridad, que crecía, se adensaba, se lo tragaba. Ya no podía verlo, pero imaginaba su acto reflejo en la oscuridad: se quitaba las gafas, echaba el aliento sobre los cristales y los limpiaba de forma maquinal, a ciegas, con los trapos sucios que envolvían las patillas. Me recordaba a su hijo Tumchuq, que, en nuestras escasas discusiones, se sienta en un banco de la tienda, se pasa la mano por la cara con un gesto mecánico y se frota con nerviosismo los ojos y la frente, como si de pronto hubiera envejecido diez años. Luego se enfrasca, exactamente igual que su padre, en la minuciosa limpieza de sus gafas con el faldón de la camisa o la camiseta, tan sucias quizá y tan impregnadas de sudor como los trapos paternos, contento, estoy segura, de no verme, de hacer desaparecer el sucio mundo exterior por un instante.
Una enorme nube baja se deslizó sobre la montaña, y una oscura bruma envolvió las rocas a ras del sendero, donde, de pronto, tras varios frotamientos de cerilla, una brillante llamita prendió en la camisa de Paul d’Ampère, que, ahora con el torso desnudo y sosteniendo la improvisada y provisoria antorcha, se encomendó a ella sin saber muy bien adónde lo llevaría. Qué importaba… Ya no avanzaba a cuatro patas, como si hubiera perdido el miedo a precipitarse al vacío, como si le fuera del todo indiferente. Avanzaba a zancadas por aquel sendero de apenas dos palmos de ancho, iluminado por su camisa, que ardía como una hoja de papel. Las cenizas salían volando como mariposas de seda negra y, ligeras, flotaban en el aire alrededor de Paul d’Ampère, que monologaba avivando el paso. De su boca brotaba un torrente de palabras, tan pronto a coléricos borbotones como en fluida melodía, o en arrebatos de caótica elocuencia, que me fascinaban, aunque yo no lograba entender ni una. ¿Sería una epopeya en antiguo persa? ¿Un discurso de Platón en griego clásico? ¿O un texto sagrado en tumchuq? De repente capté tres palabras en chino, Cao ta ma!, cuyos ecos resonaron en la montaña largo rato, se repitieron y mezclaron. No es que me sorprendiera oírselas pronunciar sin el menor acento, pero esos tres vocablos, que gritan miles de chinos a diario, y yo también de vez en cuando, no eran más que el equivalente de la exclamación que había soltado en francés momentos antes: «¡Mierda! ¡Puta mierda!» De pronto lo comprendí: acababa de gritar esa expresión en todas las lenguas asiáticas, indoeuropeas, muertas, vivas y dialectales que conocía, un río de maldiciones que avanzaba impetuosamente, en rugientes oleadas, rompía contra las rocas, cruzaba fronteras, atravesaba continentes, pasaba por Rusia, Alemania, Italia, daba un rodeo por España y Portugal, regresaba a su país natal y envolvía al corso, el bretón, el vasco, el habla de los Pirineos Orientales… mientras, tras la camisa, Paul d’Ampère ya sostenía en alto el pantalón, que ardía con una llama azulada, débil y vacilante, pero suficiente para iluminar, a través de la espesa niebla, el otro extremo del sendero, a veinte metros de donde se encontraba, y donde se alzaban unos árboles oscuros y en el que los graznidos de un pájaro, quizá un águila, le anunciaban el alivio, la liberación. Abrumada por aquel diluvio verbal, me pregunté si durante su interminable condena Paul d’Ampère acariciaría el proyecto de crear un diccionario de exabruptos clasificados por países y regiones, variantes fonéticas, origen histórico, mutaciones lingüísticas y niveles de vehemencia, que constituyera una especie de alegato contra todas las injusticias y torturas que había sufrido durante sus largos años de prisión."

Dai Sijie
Una noche sin luna


“Hay gente que, por mucho que se le aleccione durante toda la vida, siempre parecerá una piedra cuando se arroje al aire, nunca podrá hacer una caída como la de un fruto que emprende el vuelo.”

Dai Sijie


"Tenía la osamenta muy endeble. Medía un metro setenta y pesaba apenas cincuenta kilos. Cuando jugaba a ponerse a cuatro patas, torciendo la boca, resoplando, escupiendo, para admirar la forma de sus manos y sus pies impresa sobre la arena, parecía fascinado por la ligereza de su propio cuerpo, que apenas rozaba el suelo. En cambio, cuando se quedaba parado ante el umbral de su casa para sentarse acurrucado, con la barbilla sobre las rodillas, parecía un viejo mono agonizante.
Casa no es la palabra exacta para designar el lugar don­de vivía: un cajón de hierro, más exactamente un contenedor abandonado en el suelo, al final de una larga cuesta, al otro lado del puente de piedra que cruza el río Min.
La isla de la Nobleza era el punto en que se hallaba la mayor parte de los módulos, la isla que generaba el flujo más importante de desechos electrónicos, que en su mayoría, por no decir todos, llegaban en contenedores; y de todos, aquel contenedor era sin duda uno de los más antiguos. Su pintura de origen, verde oscuro, se había vuelto tan pálida que resultaba irreconocible; poco a poco se había ido agrietando, se había puesto amarilla, llena de escamas, y ahora el hierro, comido por el orín, se filtraba por todas partes. A pesar de su deplorable estado, todavía se podía leer en él la inscripción de una fecha y un lugar de fabricación: 1983, Tianjing, así como los nombres de sus sucesivos inquilinos, que daban testimonio de momentos de gloria y de decadencia, de risas y de llantos: restaurante de fideos, perrera para perros policía, puesto de seguridad regional, centro de detención para delincuentes (cámara de asfixia, a juzgar por las palabras grabadas en la pared por las uñas de los presos), depósito de mercancías… En su interior, había trazas negras de fuego, abollamientos, gotas de estaño fundido incrustadas en el suelo, brillantes, y sobre todo un olor particular, vago como un espectro, pero fácil de identificar, el olor del plástico quemado, que daba fe de su larga carrera en el reciclaje de desechos electrónicos.
Aquel módulo, alquilado por cien yuanes al mes a un vendedor de apuestas deportivas, tenía dos ventanas en una de las fachadas. A la derecha había una puerta y encima un cartel que decía: «Tofu de la muda», colgado de una varita de hierro que el viento balanceaba en las noches de invierno, y que, vencido por el orín, había terminado por enmudecer, como su propietaria, nadie sabía en qué momento."

Dai Sijie
Tres vidas chinas