El vengador

…–¡Sí, señores jurados, aquella mujer, aquella anciana, era mi madre! –Me acerqué a su lecho silenciosamente, en la sombra, y escuché.., escuché… ¡Dormía!

Su respiración tranquila, igual, semejaba las oscilaciones de un péndulo. Puse mi mano sobre su corazón; se estremeció ligeramente y un calosfrío corrió g lo largo de su cuerpo… Afuera, el viento gemía en ráfagas siniestras y la lluvia golpeaba a intervalos los cristales de la ventana.

Transcurrió un minuto… un siglo…

De pronto, el recuerdo de la ofensa, de la horrible ofensa, se agolpó a mi cerebro, inundándolo con resplandores rojizos como las olas de un mar de fuego…

Mis manos se crisparon, las llevé a su garganta y apreté… apreté sin compasión. Un salto brusco, una convulsión, un sollozo ahogado en el terrible lazo… Después… ¡nada! Músculos que se alacian, nervios que se aflojan, una blandura de seda, una laxitud extrema, un desvanecimiento de la vida… Aparté mis manos, caí de rodillas y me puse a llorar…

¿Cuánto tiempo pasó así? No lo sé. Ya el viento no hacía oír su grito agudo y la luna se deslizaba en el manto transparente de la noche. Un rayo jugueteaba tristemente con la blanca sábana de la muerta.

Me acerqué con curiosidad.

La lucha había dejado leves rastros: la boca contraída dejaba asomar un- puntito sanguinolento, los párpados cerrados parecían arrullar un sueño místico, un brazo pendía de la cama… ¿Estaba realmente muerta? Me aproximé a ella y puse de nuevo mi mano sobre su cuello: ya la arteria no latía. ¡Sí, aquello era la muerte!

Y una rabia loca, una rabia de muchos años, una fiebre de vida despedazada, hundida, un rencor de largas noches de vela, me invadió con el deseo de apoderarme de aquel cadáver y pisotearlo y despedazado… Ah! aquella impura carne fue la que nos manchó a los dos, a él, dormido ya para siempre en su rinconcito de tierra blanda, y a mí, el de triste juventud marchita, que iba arrastrando mi dolor y mi deshonra. ¡Y traje a mi memoria la lenta agonía del esposo abandonado, el hogar desierto, las eternas noches, los sollozos punzantes y las blasfemias impías!

Una noche, mi padre, mi pobre padre enfermó, yo, muy niño, la miseria… el delirio… Y al amanecer, él, moribundo… yo, pidiendo pan… mientras ella tal vez dormía su sueño orgiástico en algún salón dorado y el sol se reía insolentemente de estas infamias.

Otra vez –¡siempre la noche!– la escena cambia: una taberna, cantos obscenos, hambre lúbrica, harapos canallescos... Entré allí para embrutecerme y pedí alcohol… ¡Alcohol!… Ah! ¡Esto era muy hermoso, muy hermoso! La vida se tornaba diáfana, flotaba en una corriente vaporosa, un goce inefable cantaba dentro de mí, la sangre bullía en mis venas, corría, saltaba…

Visiones acariciadoras venían a posar sus labios ardientes en los míos, me quemaban con su aliento, trazaban círculos a mi alrededor, danza enloquecedora, incitante, vertiginosa, que atraía y deslumbraba… Y yo reía, reía brutalmente, estúpidamente, mientras mis brazos se tendían y anhelaban estrechar aquellos cuerpos de llamas y fundirme en aquella hoguera… ¡De pronto, una mujer pasó!… ¡era ella! ¡mi madre! La boca animada por una sonrisa de deseos, los ojos inflamados, desceñida la ropa… Y me levanté de mi asiento… y no sé cómo vi brillar algo en mi mano… ¡y perdí toda conciencia!

Al día siguiente, en mi cuarto de estudiante pobre, agraciado con una beca por el poder público, – caridad oficial destinada a hacer pensar y conocer la propia miseria, – supe que la noche anterior, en alas de la embriaguez, había tratado de herir a una miserable criatura que se acercó a mi mesa con el ansia de un puñado de monedas.

Juventud… Primavera… ¡Oh fúnebres compañeras de mi triste vida! ¿Por qué arrancarme del cieno en que me revolcaba y aumentar mi dolor? Encanallarme, no pensar, volver al primitivo origen, ¡tornar al lodo! ¡Mi deprimente, mi buena ignorancia! Y a cada nuevo amanecer, la herida sangraba más, era más honda, ¡más profunda! ¡Sensibilidad depurada con la educación, refinamiento moral, que corre al par que el desarrollo de la inteligencia! ¡Cuántas veces me complacía en vestirme de mendigo y deslizarme entre esa turba de desheredados de la conciencia que pasea indiferente sus abyecciones! El lodo que me salpicaba el rostro, el latigazo del cochero para apartarme del arroyo, me volvían a la realidad. ¡Apretaba los puños y lloraba como un niño!

Venía el sueño a atraerme, en la alta noche, vencido por la crisis; pero el recuerdo no moría. Bajaba de lo alto la amada cabeza grave, la del moribundo, y vertía sus lágrimas sobre mi pecho. Veíalo sobre su lecho de martirio, delirante y trémulo. Y sus labios, como rosas blancas, se entreabrían para pronunciar un nombre: ¡el de ella, el de ella que me lo mataba! Y yo me acercaba en silencio, como me acerqué al lecho de aquella mujer, y ponía mi cabeza al lado de la suya, como queriendo fundir en una nuestras desdichas y en uno nuestros rencores, como creía hacer una de nuestras dos vidas. ¡Y la suya me había abandonado! Como nos abandonó ella a nosotros, aquella mañana de primavera en que la onda pérfida de la savia nueva incendió las venas de su organismo.

Y el querido fantasma, de pie, pálido, triste y silencioso, me aguardaba todas las noches, vigilante y pertinaz, al borde de mi cama, y cuando el plateado amanecer trazaba hilos de luz, me enviaba un último beso, y se iba, envuelto en su amargura eterna y en su tragedia palpitante. Y así muchas noches, y muchos días, y muchos años… ¡un siglo! hasta que Dios, Satanás, el cielo o el invierno –no importa qué– me hicieron descubrir la guarida de aquella mujer… y… una noche..: Ya saben los jurados lo demás.

Y desde entonces, ya la venerada sombra no aparece, no viene de la región del misterio a recordarme su prolongada tragedia.

El que del sueño brotó, volvió al ensueño; la que materia fue, tornó a la materia. ¡Oh mis noches, mis tristes noches!… ¡Ya no volveréis enloquecerme!…

Carlos Díaz Dufoo



“Quisiera morir silenciosamente, sin dejar una huella, como muere una música lejana en un oído inatento.” 

Carlos Díaz Dufoo

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