"El hombre sencillo no se toma en serio ni trágicamente. Sigue su camino con el corazón ligero y el alma en paz, sin meta, sin nostalgia, sin impaciencia. Su reino es el mundo y le basta. Su eternidad es el presente y lo colma. No tiene nada que demostrar, puesto que no quiere aparentar nada. Ni nada que buscar puesto que todo está ahí."

André Comte-Sponville

"El problema va más allá del psicoanálisis. Vivimos en una sociedad cada vez más medicalizada, donde la medicina, si no atiende a ello, o mejor la ideología panmédica, propende a reemplazar la relación con el mundo, con los otros, con uno mismo; en otras palabras, a hacer las veces de cultura, por no decir de moral o de religión. Esta ilusión, que proviene del siglo XIX, es también un peligro. Someter el pensamiento a la salud; como quiso hacer Nietzsche (lo que François George llama graciosamente «pensamiento sanitario»), es traicionar el pensamiento o engañarse acerca de él. La salud no prueba nada: una ilusión que permite vivir no es menos ilusoria por ello; en cambio, una verdad que nos enfermara no dejaría por ello de ser verdadera. La verdad no está ni para la felicidad (Renán: «Podría ser que la verdad fuera triste») ni para la salud: no está allí para-, está simplemente, y hay que encararla. Si nos hace sufrir, más vale aceptar ese sufrimiento, si se puede (y aquí Freud y los filósofos están de acuerdo), que transigir con ella. Por lo menos, desde un punto de vista ético, hacia eso hay que tender; cada uno probará según sus fuerzas y coraje.
Voltaire, en el fondo, en una boutade que no se puede aceptar, y más curiosa por eso mismo, quizá sugiera lo esencial: «He decidido ser feliz» —decía— «porque es bueno para la salud». La fórmula resulta agradable, pero por la misma razón que la torna falsa: confunde los órdenes e invierte las prioridades. La salud está al servicio de la felicidad, por lo menos puede estarlo, y no la felicidad al servicio de la salud. Ni razón sanitaria, entonces, ni ética higiénica: la salud no es la finalidad y de ningún modo es el camino. ¿El camino? La vida, ella sola y completa. Forma un bloque: no hay vida sin enfermedades, no hay vida sin muerte. La salud no es la felicidad, la medicina no es una filosofía y ningún medicamento puede hacer las veces de sabiduría.
«El gran elemento ético en el trabajo psicoanalítico», decía Freud, «es la verdad y siempre la verdad». Esto también vale, y más generalmente, para el trabajo de vivir si se quiere hacer de ello algo distinto a una prolongada y vana profilaxis. No hay vacuna contra el peligro de vivir, no puede haberla, y, sería peor que el mal. La vida es el camino, decía; pero hay que recorrerlo de verdad. ¿En nombre de qué? En nombre de una determinada idea del hombre (en cuanto es capaz de verdad: en cuanto es espíritu) y en nombre, también, de una determinada idea de felicidad.
No sólo se trata de no sufrir; entonces el suicidio sería siempre la mejor solución. Se trata de vivir, lo más posible, lo mejor posible: se trata de ser feliz, cuanto se pueda, y por cierto que siempre sólo un poco. Este poco, sin embargo, no es todo ni es nada. ¿Quién llamaría «felicidad» a un bienestar sólo alimentado de drogas o de ilusiones? Que esto sea necesario a veces, tristemente necesario, está suficientemente claro. Que pueda bastar no es aceptable. No hay verdadera felicidad si no es en una relación feliz con la verdad. ¿Feliz? Es decir, amante, si se entiende por amor, como hace Spinoza, la alegría que nace de lo que conocemos. Es el amor verdadero de lo verdadero y el único contenido de la sabiduría. La verdadera vida no está en otra parte, la verdadera vida no está ausente: la verdadera vida es la vida verdadera."

André Comte-Sponville
Impromptus



"La lucidez nos enseña que todo lo que no es trágico es irrisorio. Y el humor añade, con una sonrisa, que no es ninguna tragedia... La verdad del humor es esta: la situación es desesperada, pero no grave."

André Comte-Sponville


"¡Naturalmente que un libro puede cambiar una vida! Incluso yo diría que sólo con esta condición vale la pena leerlo o escribirlo... Pero eso no es sino una confirmación de que los libros no valen por ellos mismos ni para ellos mismos: ¡no valen más que para quienes viven, no valen más que por la vida que contienen, que suscitan o que pueden transformar! Yo he hecho la misma experiencia que tú, con otros autores, con otros encuentros... Sí, hay libros que me han marcado para siempre, que me han transformado: Baudelaire, Rilke, Pascal, Spinoza, Hume, Montaigne, Aristóteles... También Proust y Céline... Pero, antes que todos esos, Los Thibault, de Martin du Gard, y Los alimentos terrenales, de Gide. Como ves, es un todo bastante heteróclito, tremendamente dispar, y de un valor más bien desigual. Martin du Gard... en fin, a veces es mejor no decirlo, pero no es Proust... ¿Qué importa? El efecto de un libro depende tanto de quien lo lee y del momento en que lo lee, como de su contenido o de su valor propio. Yo he leído a Gide y a Martin du Gard muy pronto, entre catorce y dieciséis años, es decir, en el mejor momento, el del entusiasmo ("Nathanael, yo te enseñaré el fervor..."), el de la mayor disponibilidad... A otros, en cambio, los he leído demasiado tarde como para que pudieran marcarme o conmoverme realmente. Me da la impresión de que eso es lo que pasó con Kafka: cuando lo leí, todas esas historias ya no me interesaban, excepto su diario, y no es una casualidad... En cuanto a Lautréamont, quizás ocurra todo lo contrario: he debido de leerle demasiado pronto, por lo que no conservo de él más que un pálido recuerdo de adolescencia, pero tú haces que, de repente, me entren ganas de volver a él... ¡Cuánto azar en todo esto! Una vida de lectura, una vida de encuentros... Pero tienes razón: esos encuentros nos forman y nos deforman, a veces, tanto o más que los otros... ¿Puedo hacerte una revelación ridícula? El libro que más me ha marcado, es decir, más profunda y más definitivamente, creo que es Veinte años después, de Dumas. Cuando se ha admirado a Athos como yo lo he admirado, a los diez u once años y después durante la adolescencia (creo que es el primer libro que he releído una y otra vez), no hay ningún género de cosas que no pueda quedar definitivamente excluido: el optimismo, por supuesto, el humanismo necio, y también el nihilismo, la frivolidad, la sofística, la mentira, la pusilanimidad, la vulgaridad, la bajeza, la entrega a las modas o a los conformismos del momento... En cambio hay otras cosas que caen por su peso: la gravedad, la soledad, el sentido de la amistad, una cierta idea de la nobleza y de la valentía, una cierta desesperanza."

André Comte-Sponville
El amor la soledad


"Pensar en la verdad, no en lo que nos gusta."

André Comte-Sponville



"Pero el on ["se"], en francés, puede designar asimismo a una colectividad, una sociedad, e incluso a la humanidad en su conjunto. Nuestra pregunta adquiere entonces un sentido muy diferente, menos individual que sociológico. Equivale a preguntar: "¿Puede una sociedad prescindir de la religión?".
Aquí, todo depende no ya de quién, sino de qué se habla: todo depende de qué se entiende por "religión". Si entendemos la palabra en su sentido occidental y restringido, como la creencia en un Dios personal y creador, entonces la pregunta se resuelve históricamente: una sociedad puede prescindir de la religión. El confucianismo, el taoísmo y el budismo desde hace mucho tiempo lo han probado, inspirando a sociedades enormes y admirables civilizaciones, entre las más antiguas de las que siguen vivas en la actualidad, entre las más refinadas, incluso desde un punto de vista espiritual, y que no reconocen a ningún Dios de este tipo.
En cambio, si tomamos la palabra "religión" en su sentido amplio o etimológico, la pregunta sigue abierta. La historia, por mucho que nos remontemos en el pasado, no registra ninguna sociedad completamente desprovista de ella. El siglo XX no es una excepción. El nazismo apelaba a Dios ("Gott mit uns"). Por lo que respecta a los ejemplos de la URSS, de Albania o la China comunista, lo menos que se puede decir es que son poco concluyentes, y no estuvieron desprovistos de cualquier componente mesiánico o idólatra (respecto a ellos se ha hablado, y no sin razón, de una "religión de la Historia"). Y dado que, en estos casos, duraron demasiado poco tiempo como para constituir verdaderamente una civilización, e incluso-¡felizmente!- para destruir completamente las civilizaciones que les habían visto nacer, nos vemos obligados a admitir que no conocemos ninguna gran civilización sin mitos, sin ritos, sin sacralidad, sin creencias en fuerzas invisibles o sobrenaturales y, en suma, sin religión, en el sentido amplio o etimológico del término. ¿Debemos concluir que siempre será así? Esto sería ir demasiado lejos, o demasiado aprisa. Con la espiritualidad sucede lo mismo que con la Bolsa: los resultados pasados no prejuzgan los resultados futuros. Sin embargo, tiendo a pensar que, en varios siglos, pongamos en el año 3.000, todavía habrá religiones, y también habrá ateos. ¿En qué proporciones? ¡Quien lo sabe! No es lo más importante, por lo demás. De lo que se trata es menos de prever que de comprender."

André Comte-Sponville
El alma del ateísmo


"Se dirá que no habría devenir si no hubiera tiempo... Sin duda, pero no porque el tiempo sea condición del devenir: porque es, más bien, el devenir mismo. Si uno quiere, puede distinguir, junto con Spinoza, el tiempo como abstracción o utensilio (el tiempo matemático que se mide, divide o suma) de la duración concreta (el presente indivisible, que sólo se suma a sí mismo). Pero entonces hay que decir, desde un punto de vista ontológico, que el tiempo no tiene existencia independientemente de la duración, no más que la duración aparte de lo que dura. Nada existe fuera del ser, que dura y cambia: nada existe fuera del devenir."

André Comte-Sponville
¿Qué es el tiempo?


“Se puede bromear acerca de todo, pero no de cualquier manera. Lo importante es que la risa agregue alegría, dulzura o ligereza a la miseria del mundo, y no más sufrimiento o desprecio.” 

André Comte-Sponville