"Abrió la carta del olor adivinado y, en la misma letra de la del inopinado papel del aperitivo, leyó de corrido «Rodolfito Creucer, conocido como Leoncio Rubio, conocido también como Rabirio el del Pico de Oro, era gente muy bien vista por los alrededores de la Limia, de la Alta y de la Baja, e incluso en la inundada ciudad de Antioquía, la de las campanadas dulces como azotes de rama de abedul o de la tibia brisa del otoño, que lo mismo da, Leoncio Rubio, por mal nombre Rabirio el del Pico de Oro y por bueno Rodolfito Creucer, tenía una pena: sabía que nunca sería capaz de subir a los árboles que amaba; pero, por lo demás, ya no era un escéptico de los de carné.» El corazón le golpeaba en el pecho, cosa mala, y dejó, entonces, que el olor entero lo embriagase. Lo encontraron no exactamente en la laguna de Antela, sino más bien en un charco pequeño que formaba parte de ella, pero que estaba perfectamente diferenciado. Alguno pensó que había resbalado y caído al agua cortándosele la digestión; pura y simple interrupción de un proceso de reacción química, una hidrocución o cosa así. Pero no se sabe con certeza qué fue lo que lo llevó a aquel charco apartado en el que, desde niño, había sospechado siempre, según dicen sus amigos, que comenzaba el camino que lleva a la ciudad de Antioquía, la de las campanadas dulces como besos, que suenan en su fondo gris de agua gris, ciudad encantada, en la que, desde hacía muy poco, desde que ya mediada la noche, cuando había dejado de ser, definitivamente escéptico, creía. También se dijo que allí había ido para ver si el sueño volaba por encima o por debajo del milagro, solo o acompañado, en vuelo rasante por encima de la superficie del agua, ese espejo, y de esta o de aquella parte de la química. Cómo tal cosa se llegó a sospechar, nunca se supo."

Alfredo Conde
A modo de sonata


"Me puse excesivamente nervioso al llegar al primer semáforo. Lo que yo pretendía era acercarme hasta la estación de ferrocarril y, desde allí, subir por el Hórreo a la Plaza de Galicia; pero no pude hacerlo. Cuando creí que me había detenido en el lugar correcto después de haberme entretenido en la observación de un muro de piedra de más que dudoso gusto, erigido en loor de no se sabe qué y desconozco con qué objeto (el muro se halla a la izquierda del semáforo y en la entrada al campus universitario) me aturullaron los claxonazos de unos cuantos acémilas que mostraban así su disconformidad con mi escasa capacidad de reacción a la hora de echar a andar de nuevo el automóvil. ¡La que hubiera armado de no tener cambio automático!
Con todo y con eso pretendí seguir de frente, pero otro claxonazo, esta vez de un camión de no sé cuántos ejes, me decidió a girar impulsiva e instintivamente a la izquierda; así, en vez de continuar por la carretera de circunvalación como había pensado, me vi impelido, a fuerza de claxonazos y también de carencia de espacio, a enderezar mi camino hacia el Camino Novo. Lo hice con todo el nerviosismo del mundo, intuyendo los gestos agrios de los otros conductores, la displicencia de algunos, la curiosidad de los peatones y mi rostro aterrorizado y, sin saber cómo, me vi girando a la derecha, en la primera ocasión que tuve, para entrar en una plaza que desconocía. La rodeé y la existencia de un aparcamiento subterráneo en el centro, me decidió a dejar abandonado allí el coche para continuar a pie un camino que, el temor metido dentro del cuerpo a base de claxonazos y otros adelantos modernos, me impedía afrontar conduciendo.
Caminé por la plaza, sin dejar de hacerme preguntas, sorprendido, como si me encontrase en una ciudad extraña, hasta que la inscripción que ocupa un monolito y el reconocimiento de la casa de comidas de Vilas, me devolvieron la noción de la realidad y del territorio que pisaba."

Alfredo Conde
Los otros días


“Ser escritor es robarle vida a la muerte.”

Alfredo Conde

No hay comentarios: