“Cuando la brecha entre el ideal y lo real es demasiado amplia, el sistema se viene abajo.”

Barbara Tuchman

"Dado que nadie podía suponer que los alemanes fueran tan estúpidos, la respuesta que se daban los franceses era que el ultimátum alemán a Bélgica era sólo un truco. No sería seguido por una invasión de facto, sino que lo había hecho, única y exclusivamente, «para que seamos nosotros los primeros en penetrar en territorio belga», dijo Messimy cuando prohibió a los soldados franceses que «ni una sola patrulla, ni un solo jinete, cruce la frontera».349 Fuese por esta razón o por otra, Grey no había mandado aún el ultimátum alemán. El rey Alberto todavía no había apelado a las potencias garantizadoras de la neutralidad solicitando ayuda militar.350 También él temía que dicho documento pudiera ser una «finta colosal». Si llamaba demasiado pronto a los ingleses y franceses, su presencia arrastraría a Bélgica a la guerra, aun en contra de su voluntad, y temía, en lo más interior de su ser, que una vez en territorio belga, sus vecinos no tuvieran muchas prisas por abandonarlo. Sólo cuando el avance de las columnas alemanas en dirección a Lieja puso punto final a todas las dudas y ya no le dejaron otra alternativa al rey, al mediodía del día 4, hizo su llamamiento a favor de una acción militar «concertada y en común» con los valedores del tratado. En Berlín, Moltke confiaba aún en que, después de los primeros disparos hechos para salvar el honor, los belgas serían persuadidos a llegar a un «entendimiento».351 Por esta razón, la nota alemana decía sencillamente «por la fuerza de las armas», y por una vez no hablaba de una declaración de guerra. Cuando el barón Beyens, el embajador belga, se presentó para recoger sus pasaportes la mañana de la invasión, Jagow se adelantó precipitadamente a su encuentro y le preguntó, como si confiara en una proposición: «Bien, ¿qué tiene usted que decirme?». Reiteró el ofrecimiento alemán de respetar la independencia belga y pagar todos los daños causados en Bélgica si ésta se abstenía de destruir los ferrocarriles y volar los puentes y túneles y dejaba pasar las tropas alemanas sin defender Lieja. Cuando Beyens se volvió para marcharse, Jagow le siguió esperanzado, diciendo: «Tal vez nosotros dos tengamos que discutir todavía ciertos puntos».352 En Bruselas, unas horas después de haber comenzado la invasión, el rey Alberto, con su sencillo uniforme de campaña, fue a reunirse con el Parlamento. A marcha ligera iba la pequeña procesión por la Rué Royale, encabezada por un carruaje descubierto en el que iban la reina y sus tres hijos, seguidos de dos automóviles y, detrás, el rey a caballo. Las casas, a lo largo del recorrido, habían sido adornadas con banderas y flores, y por las calles se veía una excitada muchedumbre. Los desconocidos se estrechaban las manos, reían y lloraban, todos ellos se sentían entrañablemente unidos a aquel hombre «por un lazo común de amor y odio».353 Los aplausos se repetían como si el pueblo, en una manifestación de emoción universal, tratara de decirle al rey que él era el símbolo de su país y de su voluntad de defender su independencia. Incluso el embajador austriaco, que se había olvidado de mantenerse alejado de aquella ocasión y que, junto con otros diplomáticos, contemplaba la procesión desde las ventanas del Parlamento, se secaba las lágrimas de los ojos.354 En la gran sala, después de haber tomado asiento los diputados, así como la reina y la corte, entró el rey, solo, arrojó su gorra y sus guantes sobre la mesa y empezó a hablar en un tono de voz que se hacía muy difícil de entender.355 Después de recordar que el Congreso del año 1830 había creado una Bélgica independiente, preguntó: «Caballeros, ¿están ustedes inalterablemente decididos a mantener intacto el sagrado legado de nuestros antepasados?». Los diputados, incapaces de dominarse por más tiempo, se pusieron en pie y gritaron: «Oui! Oui! Oui!».356 El embajador norteamericano, al describir esta escena en su diario, dice que no apartó la vista del heredero del trono, que contaba doce años y que, embutido en su uniforme de marinero, escuchaba muy atentamente y tenía la mirada fija en su padre, no dejando de preguntarse: «¿Qué pensamientos vibrarán en la mente de este muchacho?». Como si tuviera ya una visión del futuro, el señor Whitlock se preguntó: «¿Será testigo en años futuros de una escena parecida a ésta? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué circunstancias?». Aquel muchacho en uniforme de marinero había de sucumbir, como Leopoldo III, a otra invasión alemana en el año 1940. En las calles, después del discurso, el entusiasmo se desbordó. El Ejército, que hasta aquel momento había sido despreciado, era ahora una institución heroica. El pueblo gritaba: «¡Abajo los alemanes! ¡Muerte a los asesinos! Vive la Belgique indépendant!». Después de haberse marchado el rey, el pueblo requirió la presencia del ministro de la Guerra, el hombre más impopular en el gobierno debido al cargo que ostentaba."

Barbara Tuchman
Los cañones de agosto


"El implacable Ludendorff, resuelto a dar rienda suelta a los submarinos, no estaba dispuesto a esperar la intervención de Dios, sino a procurar ganar un mayor número de partidarios entre los miembros civiles del gobierno. Si bien el momento no había llegado todavía para deshacerse de Bethmann, lograría, por lo menos, eliminar al ministro de Asuntos Exteriores, Von Jagow, que también se oponía al uso de los submarinos. La consecución de este segundo objetivo no sería ninguna proeza formidable. Von Jagow era un tipo insignificante, cuyo bigote al estilo del de Charlot unido a su aspecto, que no tenía nada de teutónico, sino más bien de conejo asustado, hacían que todo el mundo —e incluso él mismo— considerase que no merecía el puesto que ocupaba. Sin embargo, había tomado buena nota de los consejos de Von Bernstorff que, desde Norteamérica, le proporcionaba los argumentos más contundentes contra el uso de los submarinos y le rogaba que le diese tiempo a Wilson, en el caso de que fuese reelegido, para que negociase las condiciones de paz con los aliados. Los militares, resueltos a arriesgarlo todo a cambio de la victoria que podían aportar los submarinos, no querían saber nada de Wilson. Von Jagow, portavoz de Von Bernstorff, debía desaparecer. Su capacitado viceministro, Zimmermann, que era honesto, laborioso y un tipo excelente, debía reemplazarlo. Bethmann, que intentaba mantener en todo momento cierto equilibrio y evitar discusiones, estaba dispuesto a sacrificar a Von Jagow, en la creencia de que Zimmermann se entendería mejor con Ludendorff. «Con Zimmermann —escribió Von Jagow con cierta amargura después de la guerra— los fanáticos defensores de los submarinos creyeron que tenían el campo libre. En el fondo de su corazón, Zimmermann siempre había sido partidario de los submarinos, es decir, se dejó arrastrar en todo momento por la corriente y por los que más vociferaban; ésta es la razón por la que se le consideraba fuerte».
Amén de sus demás virtudes, se suponía que Zimmermann tenía un conocimiento profundo de Norteamérica. Hacía casi veinte años que, de regreso de un puesto consular en China, había atravesado Estados Unidos, de San Francisco a Nueva York, en ferrocarril y gracias al profundo conocimiento que adquirió durante dicho viaje del carácter norteamericano, se había convertido, en su opinión, en un experto en asuntos norteamericanos. Durante la época de Von Jagow, estuvo a su cargo la sección de relaciones públicas del Ministerio de Asuntos Exteriores, lo que le permitió mantener contactos personales con el coronel House, el embajador Gerard, Von Papen y Boy-Ed. También recibía informes directos (sin pasar por las manos de Von Bernstorff) del cónsul general en Nueva York, en los que se ridiculizaba la creencia de Von Bernstorff en los esfuerzos de Wilson para conseguir la paz, ya que, según el cónsul, lo que pretendía Wilson era obtener las condiciones más ventajosas para los aliados. Los informes del diplomático alemán hablaban asimismo en términos altamente exagerados de los efectos de la propaganda germánica y le aseguraban a Zimmermann que el gobierno de Estados Unidos no se arriesgaría a entrar en guerra por temor a que los norteamericanos de origen alemán se insubordinasen. Estas comunicaciones se convirtieron en el pasatiempo predilecto de Zimmermann.
En una ocasión, Zimmermann, que discutía con Gerard con relación al suministro norteamericano de armas a los aliados, le aseguró que, en el caso de que el conflicto se extendiese a Estados Unidos, Alemania disponía de medio millón de individuos adiestrados, residentes en Norteamérica, que se unirían a los irlandeses con el fin de desencadenar una revolución. El embajador, que también tenía un buen sentido del humor, creyó que Zimmermann bromeaba, pero cuando se dio cuenta de que no era así le respondió que Estados Unidos disponía de medio millón de faroles de donde se les colgaría.
Gerard apreciaba a Zimmermann, a quien encontraba simpático y admiraba sus gustos gastronómicos; sin embargo, en una carta al presidente, le decía que la conversación del estadista alemán era, en general, ridícula. No obstante, Zimmermann, con el censo de población de Estados Unidos de 1910 sobre su escritorio, en el que constaba que 1 337 000 norteamericanos eran de origen alemán y unos 10 millones de descendencia germánica, se tranquilizaba pensando que Norteamérica no cometería ninguna locura. En 1916, cuando el embajador norteamericano en Turquía, Henry Morgenthau, pasó por Berlín durante su viaje de regreso a Estados Unidos, Zimmermann le dispensó su discurso predilecto, referente a los norteamericanos de origen alemán que se sublevarían en caso de guerra.
Hasta la primavera de 1916, Zimmermann compartió la opinión de su ministerio, según la cual, en el caso de que se autorizase la campaña submarina, Norteamérica se uniría a los aliados e Inglaterra; con la ayuda de Estados Unidos, sería invencible. A excepción del belicoso cónsul en Nueva York, todo el mundo que tenía algún conocimiento sobre Estados Unidos compartía la misma opinión. Von Stumm, jefe del departamento norteamericano del Ministerio de Asuntos Exteriores, el departamento de análisis de información extranjera y, naturalmente, Von Bernstorff, no se cansaban de repetirlo día y noche. Sin embargo, después de las exacerbantes discusiones que tuvieron lugar a raíz de los incidentes del Lusitania y del Sussex, la paciencia de Zimmermann para con Estados Unidos decreció gradualmente, hasta que llegó el momento en que casi deseaba que entrasen en guerra."

Barbara Tuchman
El telegrama Zimmermann



"El objetivo del escritor es -o debería ser- mantener la atención del lector."

Barbara Tuchman


"El propio Townshend era un ambicioso sin escrúpulos; la verdadera responsabilidad fue del gobierno y del Parlamento. Resulta endeble la excusa que el duque de Grafton presenta en sus memorias, cuando dice que sólo Chatham tenía autoridad para despedir a Townshend y que “nada más que ello habría podido impedir la medida”. Un gabinete unido con sentido de responsabilidad del gobierno simplemente habría aceptado la renuncia con que Townshend amenazaba y buscado otro medio de supervivencia. El Parlamento de Inglaterra, la asamblea representativa más antigua de Europa en cuestión de experiencia nacional, habría podido pensar en las consecuencias antes de apresurarse a aprobar. Ni siquiera los Rockingham elevaron la voz para contener la medida. “Los amigos de América son muy pocos”, escribió Charles Garth, agente de Carolina del Sur, “para tener una parte en una lucha con el canciller de la Tesorería”. Artículos airados en la prensa y escritos de indignación exigían que se obligara a las colonias ingratas a reconocer la soberanía británica. Antes que conciliarse con los norteamericanos, el gobierno y el Parlamento estaban dispuestos a darles una buena paliza. Las Tarifas de Townshend llegaban en momento oportuno.
Su autor no vivió para presenciar el destino de sus medidas. Contrajo lo que se llamaba una “fiebre” en aquel verano y, tras varias aparentes recuperaciones, su inconstante carrera, breve pero de tal importancia para Norteamérica, terminó con su muerte, en septiembre de 1767, a la edad de 42 años.
“El pobre Charles Townshend al fin se encuentra asentado”, comentó un miembro del Parlamento.
Durante todos estos acontecimientos, nadie pudo comunicarse con el gran Chatham. El aturdido duque de Grafton no dejó de preocuparse por verlo, por consultarlo, aunque fuese por media hora, por diez minutos, y el rey añadió sus súplicas en carta tras carta, hasta proponiendo visitar en persona al enfermo. Las respuestas llegaron de lady Chatham, amante esposa del enfermo, y bendición de su torturada existencia, quien se negó, en su nombre, por causa de su “absoluta incapacidad... agravamiento de enfermedad... indecible aflicción”. Algunos colegas pensaron que tal vez estuviese ganando tiempo, pero cuando por fin Grafton, tras repetidas presiones, fue admitido para una visita de pocos momentos, encontró a un hombre acabado “con los nervios y el ánimo afectados en grado terrible... el gran espíritu estaba quebrantado, y debilitado por el desorden”.
Aislado en Pynsent, Chatham en un violento giro, ordenó al jardinero que cubriera de plantas verdes la desnuda colina que limitaba su vista. Cuando se le dijo que “todos los invernaderos de este condado no cubrirían una centésima parte” de lo que se necesitaría, ordenó al hombre, no obstante, traer árboles de Londres, de donde fueron conducidos en carreta. Pynsent, era una propiedad legada a Pitt por su irascible propietario, un pariente de lord North, quien se enfureció tanto por el voto de North en favor del impuesto a la sidra que lo mandó quemar en efigie y lo quitó de su testamento, dejando su finca al héroe nacional. Para ocuparla Pitt había vendido su propia posesión de Hayes, donde había gastado grandes sumas comprando casas cercanas para “librarse del vecindario”. Ahora lo poseyó un insistente deseo de recuperar Hayes y no descansó hasta que su esposa, obligada a valerse de la influencia de sus hermanos, con quienes Chatham había reñido, logró persuadir al nuevo propietario de volver a venderla.
Sin sentirse más feliz en Hayes, víctima de la gota y de la desesperación, Chatham no podía soportar ningún contacto. Se negó a ver a nadie, a comunicarse con nadie, no podía tolerar a sus propios hijos en la casa, no hablaba a los sirvientes y a veces ni siquiera á su mujer. Había que mantener calientes en todo momento sus alimentos para llevarlos a horas irregulares, cuando él sonaba su campanilla. Su violento carácter estallaba ante la menor falta. Durante varios días seguidos permanecía viendo por la ventana. No admitía a ningún visitante, pero lord Camden, informado de su estado, dijo: “Entonces, está loco”. Otros dijeron que “tenía gota en la cabeza”.
La gota en los días de grandes comilonas y mucha bebida de vinos fortificados desempeñó un papel en el destino de las naciones. Fue una de las causas de la abdicación del emperador Carlos V en la época de los papas renacentistas. Un importante médico de los tiempos de Chatham, el doctor William Cadogan, sostuvo que esta enfermedad tenía tres causas: “indolencia, intemperancia y enfado” (en los tiempos modernos se ha comprobado que se trata de una producción excesiva de ácido úrico en la sangre que, al no ser absorbido, causa inflamación y dolor), y que una vida frugal y activa era el mejor preventivo y la posible cura. El que el ejercicio físico y una dieta vegetariana sirviera de remedio era sabido, pero la teoría de los opuestos, uno de los preceptos menos útiles de la medicina del siglo XVIII, fue preferida por el médico de Chatham, un tal doctor Addington. Especialista en locura, o “loquero”, tenía la esperanza de provocar un violento ataque de gota, basándose en la teoría de que esto expulsaría el desorden mental; por tanto, prescribió dos vasos de vino blanco y dos de oporto diarios, el doble de lo que solía tomar su paciente, con vino de madera y oporto a intervalos. El paciente también debía seguir comiendo carne y evitar todo ejercicio a la intemperie, con el resultado natural de que la gota empeoró. Chatham no participó en el gobierno durante 1767 y 1768. El que sobreviviera con el régimen del doctor Addington y llegara a recuperar su cordura, representa uno de los ocasionales triunfos del hombre sobre la medicina."

Barbara Tuchman
La marcha de la locura



“El ser humano es voluble, poco fiable como factor científico.”

Barbara Tuchman


“El pasado no registrado no es más que nuestro viejo amigo, ese árbol del bosque primitivo que cayó sin ser oído.”

Barbara Tuchman


"La guerra es el despliegue de los errores de juicio."

Barbara Tuchman


"La injerencia de los dioses no absuelve al hombre de la insensatez, sino que es el recurso humano para derivar a otro la responsabilidad del desatino."

Barbara W. Tuchman


“La insensatez es hija del poder.”

Barbara Tuchman



“La vanagloria..., por mucho que el cristianismo medieval insistía en que era un pecado, es un motor de la humanidad, no más erradicable que el sexo.”

Barbara Tuchman


“Lo que la imaginación es para el poeta, son los hechos para el historiador.”

Barbara Tuchman


"Los libros son compañeros, maestros, magos, los banqueros de los tesoros de la mente. Los libros son la humanidad en la impresión." 

Barbara Tuchman



“Para un historiador las bibliotecas son el alimento, el refugio, e incluso la inspiración. Las hay de dos tipos: las bibliotecas de materiales publicados, libros, folletos, publicaciones periódicas; y los archivos de documentos inéditos.”

Barbara Tuchman


“Parece que estamos afectados por una renuencia y deterioro generalizados para no tomar ninguna postura sobre los valores morales, de comportamiento o estéticos.”

Barbara Tuchman



“Si perseguir la desventaja después de que ésta se ha hecho obvia resulta irracional, entonces el rechazo de la razón es la primera característica de la locura.”

Barbara Tuchman


"Una amistad sólida debe fundarse en intereses comunes y en convicciones compartidas."


Barbara Wertheim Tuchman