"A fuerza de velar y de poner la imaginación en tortura para discurrir nuevos desatinos; a fuerza de vida sedentaria y de comidas insulsas, de esas cuyo secreto poseen las pupileras, Argimiro había contraído un padecimiento del estómago que amenazaba arruinar para siempre su salud. El médico, consultado seriamente, opinó que el enfermo necesitaba alimentación escogida y sana, algo muy variado, nutritivo y apetitoso, que a la vez combatiese la atonía y la anemia. De no ser así, auguraba pésimos resultados. Sabía era la prescripción, pero mala de seguir para Argimiro, que pagaba catorce reales de pupilaje y jamás había puesto tacha ni reparo a las negras albóndigas, a la seca lonja de vaca, a las flatulentas judías y a la deslavazada sopa de fideos, si bien le infundían repugnancia indecible.
Quiso la casualidad que el médico, paisano y amigo constante de Argimiro, hablase del asunto con el opulento negociante don Martín Casallena, también paisano y amigo del médico y del escritor. Casallena era un rico de clara inteligencia y sentimientos generosos; adivinó que el enfermo no podía aplicar el método del doctor, y se apresuró a enviar a Argimiro una cartita, convidándole a comer aquella misma noche."

Emilia Pardo Bazán
El milagro del hermanuco



"Amar es un acto. No te fatigues en pensar: ama."

Emilia Pardo Bazán


"Aposté con él a que, a pesar de las apariencias, era usted un hombre de talento. ¡Espere usted, espere usted, voy a explicarme…! Perdóneme la inocente añagaza, la red de seda que le he tendido. Las apariencias le presentan a usted como un teórico que devana marañas de ideas, basándose en el instinto que sienten todos los hombres de exigirle a la vida cuanto pueden y de adquirir lo que otros disfrutan. Pero usted reclama todo eso para el individuo, y el individuo que más le importa a usted, es naturalmente, usted mismo. ¡Cómo no! Si dentro de las circunstancias actuales su individuo de usted puede hallar lo que apetece, ya no necesita usted modificar en lo más mínimo esas circunstancias. Ninguna falta le hace a usted la transformación de la sociedad y del mundo. Para usted el mundo se ha transformado ya en el sentido más favorable y justo… ¿Acierto?
No me respondía. Abierta la boca, fijos los ojos, más pálido que de costumbre, aterrado, me miraba; no se daba cuenta de cómo y por dónde había de tomar mi arenga. ¿Era burla escocedora? ¿Era originalidad de antojadiza dama? ¿Qué significaba todo ello?
[...]
Los soplos primaverales, con su especie de ilusoria renovación (todo continúa lo mismo, pero al cabo, en nosotros, en lo único que acaso sea real, hay fervorines de savia y turgencias de yemas), me sugieren inquietud de traslación. Me gustaría viajar. ¿No fueron los viajes uno de los goces que soñé imposibles en mi destierro?
A la primera indicación que hago a Farnesio, para que me provista de fondos, noto en él satisfacción; mis planes, sin duda, encajan en los suyos. Es quizás el solo momento en que se dilata placenteramente su faz, que ha debido de ser muy atractiva. Habrá tenido la tez aceitunada y pálida, frecuente en los individuos de origen meridional, y sobre la cual resalta con provocativa gracia el bigote negro, hoy de plomo hilado. Sus ojos habrán sido apasionados, intensos; aún conservan terciopelos y sombras de pestañaje. Su cuerpo permanece esbelto, seco, con piernas de alambre electrizado. No ha adquirido la pachorra egoísta de la cincuentena: conserva una ansiedad, un sentido dramático de la vida. Todo esto lo noto mejor ahora, acaso porque conozco antecedentes."

Emilia Pardo Bazán
Dulce sueño


"Era aquel un monólogo, traducción en alta voz de los pensamientos negros que don Victoriano ocultaba, merced a esfuerzos de heroísmo. La extraña enfermedad que padecía le causaba horribles pesadillas nocturnas; soñaba que se volvía pilón de azúcar, y que la inteligencia, la sangre y la vida se le escapaban por un canal muy hondo, muy hondo, convertidas en almíbar puro. Despierto, su mente rechazaba, como se rechaza la ignominia, tan peregrino mal. Debía equivocarse Sánchez del Abrojo: aquello era un desorden fisiológico y pasajero, un achaque usual y corriente, consecuencia de la vida sedentaria, y Tropiezo y su rutina vencerían acaso a la ciencia. ¿Y si no vencían?… El hombre político sentía pasar por los bulbos capilares un soplo glacial que le encogía el corazón. ¡Morir a los cuarenta y pico de años, con la inteligencia firme y con tantas cosas emprendidas y logradas! Y síntomas de muerte debían ser sin duda aquella sed abrasadora, aquella bulimia nunca saciada, aquella sensación enervante de derretimiento, de fusión, aquel liquidarse continuo.
De repente recordó don Victoriano la presencia de Segundo, que había olvidado casi. Y apoyándole otra vez ambas manos en los hombros, y fijando en los del poeta sus ojos áridos, que requemaba un llanto contenido, exclamó:
-¿Quiere usted oír la verdad y recibir un buen consejo? ¿Tiene usted ambición, aspiraciones y esperanzas? Pues yo tengo desengaños, y quiero hacerle a usted un favor comunicándoselos ahora. No sea usted tonto; quédese usted aquí toda su vida; ayude a su padre, herédele el bufete, y cásese con esa muchacha tan frescota de Agonde… No abandone nunca este país de fruta, de viñas, de clima tan dulce… ¡Cuánto daría yo ahora por no haberme movido de él! ¡Si se pudiese ver la vida futura en cuadros, como un panorama! Nada, hijo… Quieto aquí; eche usted aquí raíces; viva muchos años con prole numerosa… ¿Ha reparado usted qué sano está su padre? Da gusto verle con aquella dentadura tan fuerte y tan entera… Yo no tengo un diente por dañar: dicen que es uno de los síntomas de mi achaque… ¡Ah, si su madre de usted viviese, ahora le estarían naciendo a usted hermanitos!"

Emilia Pardo Bazán
El cisne de Vilamorta




"Es absurdo que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce."

Emilia Pardo Bazán



"Hará tres o cuatro días asistí a una representación en un café-concierto muy céntrico y muy concurrido. Después de varias canciones lúbricas e idiotas, salió una linda muchacha, que debía de ser mora, a juzgar por el tipo físico y por el traje. Muchacha la llamo, y más bien debiera llamarla chiquilla, pues podría tener de trece a catorce años a lo sumo. Sonreía con gracia púdica, y siguió sonriendo cuando el hombre que la acompañaba, forzudo tagarote vestido de beduino, la arrimó a una gran tabla puesta de pie, la hizo abrir los brazos y le dijo, en no sé qué lengua rara: «Estate quieta». Inmóvil ya la criatura, el morazo sacó del cinto un cuchillo enorme, afilado, agudo, y agarrándolo por el mango y jugando la muñeca con destreza pasmosa, lo disparó, y fue a clavarse debajo del sobaco de la muchacha. Ésta no pestañeó siquiera: la tabla, en cambio, mordida por el cuchillo a gran profundidad, retembló y vibró toda. Mano otra vez al cinto, y segundo cuchillo, que señaló el otro sobaco. La tercera arma se hincó besando la sien, y la criatura reclinó entonces la cabeza sobre el frío hierro. Cuarto cuchillo, al borde de la muñeca. Quinto, entre el dedo pulgar y el índice. Luego les tocó a los demás dedos de la mano, y en seguida, sacando un hacha cortante y reluciente, el hábil moro la envió con vigor de jayán a incrustarse entre el cuello y el hombro de la niña. Un leve temblor del pulso, un movimiento insignificante de la garganta, y la inocente cabeza hubiese rodado a tierra ensangrentada. Pero allí no estaba ningún periodista humanitario; allí no había enviado comisión alguna la Sociedad Protectora de Animales; allí no se podía hablar del salvajismo español... y los que no logran arreglar con su sensibilidad exquisita ver banderillear a un toro, contemplaron sin la más mínima emoción, con regocijo, el acuchillamiento simulado y posible de una virgencita de trece años. Hace años asistí a un baile de la Ópera en París. Era una saturnal romana con todos sus antecedentes y consiguientes. Mi familia, que me acompañaba, se acordaba de los bailes del Teatro Real, donde el pueblo español celebra el Carnaval, se solaza, galantea, embroma y ríe, pero sin convertir en bacanal el espectáculo entretenido. Cruzó ante nosotros una mujer vestida de diablesa del Fausto, escotada hasta la cintura, con el pelo teñido de color zanahoria. Un hombre, joven, gallardo, fuerte, se acercó a la ramera, aplicó los labios al carrillo embadurnado de cosmético y bermellón, y en seguida, echando mano al bolsillo del chaleco, sacó un franco y lo deslizó en una especie de cepillo o escarcela que la mujer llevaba a la espalda. El franco, al caer, hizo un sonido argentino que probó que no estaba solo. Preguntamos la significación del hecho a los amigos que nos acompañaban, y supimos que cada caricia se salda así, con un franco al cepillo. Este sistema, comparable al de las básculas automáticas, no se nos ocurriría a los españoles. Aun en medio de la crápula y del vicio, el español conserva un poquitín de idealidad, unas miajas de honrada vergüenza. Han reconstruido, en la avenida Suffren, la torre de Nesle, novelesca madriguera de la reina Margarita de Borgoña. Dentro de su recinto se celebran procesos y diversiones populares como los de la Edad Media, de los cuales hablaré más adelante. Entre estas diversiones se cuenta la picota. Una picota construida en el siglo XIX, recibe a dos o tres hombres que se prestan a darse en espectáculo echados sobre el vientre, con el pescuezo metido en un cepo, las manos en dos argollas, mientras la picota gira y los entrega a las risas del pueblo. Los infelices sienten las ansias del mareo, ven con doloroso vértigo que da vueltas la torre, el recinto, el cielo, y, sin embargo, alquilados para sufrir, se aguantan hasta que cesa su martirio. Este solaz, depresivo para la dignidad humana, cruel e inicua, no le arranca a ningún Bauer ninguna protesta. Si el que da vueltas en la picota fuese un toro."

Emilia Pardo Bazán
Al pie de la Torre Eiffel



"La educación de la mujer no puede llamarse tal educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión."

Emilia Pardo Bazán



“La educación física hace que la mujer aumente su estatura y vigor y enriquezca su sangre.”

Emilia Pardo Bazán


"La persona que dialogaba con Rosario desde el sitial había intentado escabullirse cuando entró Felipe, y no lo consiguió, porque Viodal iluminó de repente el taller. Hubo de resignarse a que Felipe le viese, le reconociese, y le dirigiese un ligero saludo, que revelaba alguna extrañeza. ¿Desde cuándo se encontraba en París; y qué hacía en el estudio aquel conde de Nordis, encargado en otro tiempo por el Gobierno de Dacia de ofrecer una pensión a la Flaviani para que renunciase voluntariamente sus derechos de esposa? Y que era él, no podía dudarlo Felipe. Aunque diez años labran huella en un rostro, no bastan a cambiarlo, sobre todo, si son la década de treinta y cinco a cuarenta y cinco. En la edad viril, declinando a la madurez, Nordis conservaba su pelo ensortijado, su bigote retorcido de finas guías, su color mate, sus facciones correctas, su tipo de tenor italiano, guapo, insinuante, y que sería atractivo sin lo receloso del mirar, que ocultaban los lentes de concha, y sin cierta dulzura pegajosa y frisa de la voz y del gesto, Ubaldo Nordis era, ¿pero qué viento le traía? Y con la ceguedad del instinto celoso, al pronto Felipe pensó en Rosario, con quien departía Nordis momentos antes."

Emilia Pardo Bazán
El saludo de las brujas



“No hay palanca más poderosa que una creencia para mover las multitudes humanas; no en vano se dice que la religión liga y aprieta a los hombres.”

Emilia Pardo Bazán


"No le vale al médico enarbolar su redoma de jarope y hacerse el distraído, mirándola al trasluz; no le vale al astrólogo embebecerse observando el firmamento; no le vale al canónigo resguardarse con su libro de horas; no le sirve al escudero acariciar al gerifalte que lleva gallardamente enhiesto en el puño. A decir verdad, todos procuran no enterarse de que les llaman a la danza obligatoria: el mercader contempla su bolsón, el cartujo finge absorberse en la lectura ascética, el sargento titubea y describe eses de puro borracho, el músico acaricia su tiorba, el abogado se enfrasca en un legajo, el mancebo galán sonríe a una rosa, respirando su perfume lánguidamente; el labriego muestra su azadón, como diciendo: «No puedo menos de ir a cavar la tierra»; el carcelero repica sus llaves, el ermitaño pasa las cuentas de su rosario reverendo… ¡Bah! El esqueleto no se preocupa de tales nimiedades. Su astucia adivina el objeto de las aparentes distracciones. Quizás, viéndoles tan embelesados, pase de largo el terrible bastonero de la Danza general… Sí, ¡pasar él! Les llama, les da escueta orden, les agarra de un brazo con rápido arranque. Hasta le veo acercarse a una cuna y coger de la manita a un pequeñín que, soltando cristalino hilo de baba, y repicando por última vez el sonajero, se aduerme en los brazos secos, sin carne, contra la caja torácica que no encierra corazón…
No dejará el esqueleto sin pareja a sus danzarines. Antes de dar la señal del baile, llegan las damas invitadas (invitadas sin excusa). Para traerlas al sarao, el esqueleto redobla las cortesías irónicas, las sardescas galanterías, las actitudes bufonescas, las postraciones a lo Mefisto.
Ante la reina, que va a entrar en danza con su diadema de florones y su veste orlada del armiño inmaculado, se rinde cortesano, mientras toma su brazo como el que, respetando, apremia. A la duquesa pálida, que se recoge elegantemente el sobrefaldellín de velludo, la rodea el cuello con enamoramiento, casi la abraza, con fúnebre y hediondo abrazo de sepulturero melifluo. Ante la orgullosa fidalga se arrodilla, tratando de estrechar su mano pulida, aristocrática. A la abadesa la descarga del peso del báculo, estorbo para danzar… A la repolluda priora la empuja por los hombros, suavemente. Ante la gentil damisela hace un contrapás, llevando el compás de los brincos con la pala de enterrador. A la daifa galante la echa al cuello el sudario como si fuese un chal. A la nodriza la ordena con risueña mueca de mandíbulas cubrirse el seno y soltar al crío; ¡lo primero, el baile! A la moza de cántaro la estruja la cintura, la da un pellizco con dedos óseos, ¡y a remangar las haldas y a danzar! Y cuando la gentil recién casada, o la casta virgen, se estremecen notando que el aire se vuelve oscuro y que un soplo glacial ha rozado sus mejillas en flor, el esqueleto, aplicando la mano sobre la caja del esternón, en el sitio donde el corazón pudo latir un día, les hace tiernas declaraciones, susurrando en el tono del viento cuando solloza y estridula en las ramas de los sauces elegías amorosas, layes de pasión ultraterrestre."

Emilia Pardo Bazán
La sirena negra



"No sé si he dicho en la primera parte de estos verídicos apuntes que Luis Portal, mi sensato, cuco y oportunista condiscípulo, era bastante feo y desgarbado, lo cual probablemente influía mucho en su manera de entender la vida y en su intransigencia para con los sueños, las ilusiones, la poesía, la pasión y demás cosas bonitas que dan interés a nuestro existir. Tenía Portal el cuerpo cuadradote y macizo; las manos anchas y mal puestas; la pierna corta; la cabeza bien desarrollada, pero redonda cual perilla de balcón; el cuello sin gallardía, y los hombros altos; las facciones demasiadamente grandes para su estatura, de lo cual resultaba una facies nada vulgar, pero de mascarón de proa; una carofla, como le decían para hacerle rabiar, cuando era chico, sus compañeros en el Instituto de Orense. El claro entendimiento de Portal le inducía a sufrir con risueña cachaza las bromas relativas a su físico; pero el amor propio inherente a la naturaleza humana debía de hacerle sentir a veces su aguijón, y lo revelaba, sin querer, en cierto afectado desprecio hacia la belleza masculina, y en las pullas que nos soltaba a los compañeros a quienes creía mejor tratados por la naturaleza.
Nunca advirtiera yo la mala gracia y prosaico exterior de Luis como un día que vino a verme, hallándome ya convaleciente de la enfermedad que atrapé a la salida del teatro Real - y que no sé si debo llamar bronco-neumonía, bronquitis capilar, laringitis aguda, pulmonía doble, o con otro de los infinitos nombres que entretejen la complicada red de las afecciones de los órganos respiratorios -. Después de haber estado en verdadero peligro, alcanzando esas temperaturas altísimas más allá de las cuales el organismo se abrasa y aniquila, y sobreviene la muerte, de pronto se me inició franca mejoría, y ya me permitían levantarme un poco a las horas favorables, y permanecer al lado de mi mesita, reclinado en una butaca. El día en que Portal vino a acompañarme - domingo por señas - estaba el cielo encapotado, cosa rara en Madrid, y el camarada entró hasta mi cuartito metido en luengo impermeable barato, de esos que apestan a azufre desde una legua. Oculto en aquella garita de tela rígida, con su esclavina, su capucha caída a la espalda y su hongo, Portal parecía cada vez más rechoncho y desairado, y el color bazo de la prenda se confundía con el moreno de su gran cara. Esta, no obstante, irradiaba júbilo, que yo atribuí a la compra y estreno del impermeable, y así se lo dije al comprador.
-¡Qué tono nos damos! ¿Cuánto vales hoy con funda?
Portal sonrió, giró sobre sus tacones, se puso de perfil, se volvió de espaldas."

Emilia Pardo Bazán
Una cristiana


"Realmente, fuese debido a sus antecedentes históricos o a la extraña enfermedad nostálgica que padecía desde su llegada a Madrid, la chica aparecía desmejorada y en un estado de decaimiento que, si no le impedía trabajar con asiduidad y hasta con ardor, le quitaba esa valentía que hace insensible el trabajo. Su demacración era evidente, y aunque por las esbeltas proporciones del talle y por ciertos rasgos de su cara se revelaba muy joven, por el carácter, el estado de ánimo, la severidad de su continente, cualquiera podía calcular la edad en veintiocho o treinta.
Es de advertir que esta especie de murria y desaliento no le impedía cumplir estrictamente su obligación. Al contrario: Esclavitud realizaba el tipo de la criada modelo. Se levantaba muy temprano, casi con estrellas, y antes de que la cocinera hubiese soñado en encender la lumbre, ya estaba ella arreglando todas las menudencias concernientes al desayuno de los amos. Desde el primer día se reservó la preparación de chocolates, y los hacía con esmero clerical. El secreto, que ya va perdiéndose, del tiempo, hervores y batiduras indispensables para que una solución de cacao salga aromática, ligada y sustanciosa, lo poseía tan a fondo Esclavitud, que doña Aurora juraba no haber probado en su vida chocolate por el estilo. En barrer tampoco se quedaba atrás. Con el pañuelo atado a la curra y las sayas recogidas, pero sin gran alboroto ni mucho trasteo de muebles, barriendo manso, por decirlo así, nadie sería capaz de descubrir un átomo de polvo en los lugares por donde había pasado aquella inteligente escoba. El no sacudir con exceso, ni aporrear demasiado con los zorros, molestando a todo bicho viviente, so pretexto de limpiar, era un mérito más a los ojos de doña Aurora, enemiga de la gente arrebatada y brusca. Pero donde la fámula nueva descollaba era en el repaso. Se veía que estaba menos acostumbrada a trabajos de fogón y a trajines caseros que a la labor sedentaria, en silla baja, junto a una ventanita. En dos horas despabilaba el canasto de ropa, y eran de admirar sus invisibles zurcidos, sus mañosas piezas, sus indestructibles presillas y sus firmes botones. Doña Aurora decía a las amigas:
—Hoy no recelo yo echar a diario la ropa buena. Con esta Esclavitud, ni una puntilla descosida, ni un bordado roto. Es una delicia verla con la aguja en la mano.
Pero, al mismo tiempo, el carácter expansivo de doña Aurora no podía sufrir aquella reservada melancolía de la muchacha. Mientras más contenta estaba de su servicio, más desearía verla andar con ese aire ligero que revela conformidad con la suerte que nos toca y la ocupación que desempeñamos. ¡Tantas consideraciones con la dichosa chica, y ella siempre enfurruñada y cavilosa! La señora de Pardiñas tenía en su bondad un elemento de egoísmo, retoño natural de aquella bondad propia: al hacer un beneficio, deseaba cobrarse en el espectáculo de la felicidad ajena; y este gusto la dominaba tanto, que para vivir tranquila y satisfecha necesitaba persuadirse de que lo estaban todos a su alrededor. En su determinación de admitir a Esclavitud habían influido dos móviles: primero, llevar la contraria a aquella antipática de Rita Pardo; segundo, contentar a una chica de tan agradable aspecto como Esclavitud, desempeñando en cierto modo papel de Providencia, y reconciliándola con el destino, para ella funesto e implacable desde la hora de nacer. Y este segundo generoso propósito se le malograba, porque la chica no quería levantar cabeza ni abrir el alma a la buena suerte.
Un día hasta notó doña Aurora que su doncella apenas probaba alimento, obstinándose al mismo tiempo en continuar el trabajo y en responder que «no tenía nada». La señora poseía un carácter franco, impetuoso y directo, de los que no abundan en el país galaico: daba salida inmediata a sus impresiones, y si no pudiese hacerlo, creería tener una pera de ahogo encajada en el gaznate. Sin detenerse más, acorraló a la muchacha junto a un ventana, sitio claro donde la sombra del pañuelo de seda negra no podía encubrir el estado de los ojos y el movimiento de la fisonomía."

Emilia Pardo Bazán
Morriña



"Solo aspiro a gozar de la libertad... no para abusar de ella en cuestiones de amorucos... (...), sino para interpretarme, para ver de lo que soy capaz, para completar, en lo posible, mi educación, para atesorar experiencia, para..., en fin, para ser algún tiempo y ¡quién sabe hasta cuándo!... alguien, una persona, un ser humano en el pleno goce de sí mismo."

Emilia Pardo Bazán
Tomada de la exposición Invitadas del Museo del Prado 2020




"Y el grupo de jóvenes aguadoras, antes de cargar en las fundas de red de cuerda, al costado de sus asnillos, los colmados odres, bebió largos tragos de agua del pozo. Lo hicieron riendo sin causa, disputándose los cuencos de donde el agua se derramaba mojando las túnicas listadas de rojo y blanco, las gargantas aceitunadas y tersas como dátiles verdes, los senos chicos y los brazos bruñidos y mórbidos. Los negros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus dientes de granizo eran más blancos al través de los labios pálidos avivados por el agua. Cabalgaron después en los jumentos, acomodándose para caber entre los odres, y con carcajadas locas tomaron la vuelta de su aduar.
El camellero se quedó solo otra vez. Como había mirado desvanecerse la nubecilla de la caravana, vio perderse, en la ilimitada extensión, no del camino (el desierto es camino todo él), sino de la planicie, la polvareda que levantaba el trote de los asnos aguadores, azuzados por las muchachas. La fiebre le consumía. Desesperado, bebió. El agua amargaba más aún.
Los días desfilaron. El enfermo los contaba por los granos del rosario de gordas cuentas que, a fuer de devoto creyente musulmán, llevaba colgado de la cintura. Porque eran iguales todos los días. Los mismos amaneceres deslumbrantes de sol en un cielo acerado; los mismos mediodías cegadores, crudamente magníficos, con lampos de brasa y rayos de sol sin velo, refractados por la amarillenta llanura; las mismas encendidas tardes, caliginosas, espirando abrasadores soplos de terral, entrecortadas por rugidos y aullidos lejanos de fieras; las mismas noches de esplendidez implacable, en que el firmamento sombrío y puro se adornaba con sus astros y constelaciones más refulgentes, sin que ni una ráfaga de aire descendiese de la bóveda de bronce, empavonada de azul, ocelada de estrellas vivísimas, lucientes y duras como la mirada altiva del poderoso.
Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebía, bebía… Y el agua era a cada trago más repugnante. Dijérase que las manos de los genios enemigos del hombre desleían en el pozo bolsas de hiel, puñados de sal, esencia de dolor. Llegó un momento en que las fuerzas del camellero se agotaron; en que la sola vista del agua le produjo escalofríos, y al pie del pozo se tendió en el agostado suelo resuelto a dejarse perecer, resignado y ansioso del fin.
Una voz que le llamó —una voz imperiosa y grave— le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un santón, un viejo morabito de larga barba argentina, de remendado traje, apoyado en una cayada, con su zurrón de mendicante al hombro. La faz, requemada por el sol, presentaba nobles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el enfermo, no revelaban piedad, sino meditación serena; el estado de un alma que conoce los Libros sacros y sondea el existir. En la mano derecha, el santón sostenía el cuenco lleno de agua; tal vez se disponía a apurarlo."

Emilia Pardo Bazán
El pozo de la vida