“Aunque el mundo no pare de dar vueltas, esto no es razón para marearse.”

Italo Svevo
Pseudónimo de Aron Hector Schmitz


"Durante mucho tiempo el recuerdo de su aventura le dejó descontento y desequilibrado. El amor y el dolor habían pasado por su vida y, privado ahora de aquellos elementos, se encontraba con la sensación de uno a quien le han amputado una parte importante de su cuerpo. Aquel vacío, sin embargo, acabó por colmarse. Renació en él el gusto por la seguridad, por la vida tranquila, y la preocupación por sí mismo sustituyó a otro deseo cualquiera.
Años después, le encantaba admirar aquel periodo de su vida, el más importante, el más luminoso de todos los vividos. Y de él vivió, como vive un viejo del recuerdo de su juventud. En su mente de literato ocioso, Angiolina sufrió una metamorfosis extraña. Conservó sin alterar toda su belleza, pero adquirió todas las cualidades de Amalia, que murió en ella una segunda vez. Se volvió triste, desconsoladamente apática, y se le fue poniendo una mirada límpida e intelectual. Él la tuvo delante como en un altar, personificando el pensamiento y el dolor, y la amó siempre —si amor es admiración y deseo—. Ella representaba el lado más noble que él hubiese podido pensar o que hubiera observado en aquel periodo.
Aquella imagen acabó convirtiéndose en un símbolo. Ella miraba siempre hacia el mismo lado, al horizonte, al porvenir, desde donde nacían los destellos rojos que reverberaban sobre su rostro rosado, dorado y blanco. ¡Ella esperaba! La imagen concretaba el sueño que él había soñado una vez al lado de Angiolina y que la hija del pueblo no había llegado a comprender.
Aquel símbolo, elevado, magnífico, se reanimaba a veces para convertirse nuevamente en mujer amante, aunque triste y siempre pensativa. ¡Sí! ¡Angiolina piensa y llora! Piensa como si le hubieran explicado el secreto del universo y de su existencia, y llora como si en todo el ancho mundo no hubiese podido encontrar uno de sus Deo gratias habituales."

Italo Svevo
Senectud




"La nota con la que el viejo citó a la joven para encontrase de nuevo fue escrita pocos días después, mucho antes de lo que él había previsto aquella noche al acostarse. La escribió sonriendo, contento de sí. Se ilusionó al imaginar que esta segunda visita le traería más alegrías. Por el contrario, fue idéntica a la primera. Cuando despidió a la muchacha fue tan prudente como la primera vez, advirtiéndole que regresaría a su lado solamente cuando él volviera a llamarla. Para la tercera cita la reclamó aun con más prisa, pero la despedida fue igual que las otras veces. Nunca llegó a fijar de inmediato la próxima reunión. De esta manera, el buen viejo siempre estaba feliz cuando llamaba a la muchacha y cuando la despedía, es decir, cuando se proponía regresar a la virtud. Si al despedir a la joven hubiera establecido enseguida la próxima cita, habría vuelto a la virtud de manera incompleta. Así, en ausencia de compromiso, su vida permanecía ordenada y virtuosa, a excepción de brevísimos intervalos.
De los encuentros no habría más que decir si el viejo, un tiempo después, no hubiera sido dominado por unos celos locos. Locos no por su violencia sino por su extrañeza. Esto es, que no se manifestaban cuando le escribía a la jovencita puesto que era el momento en que se la quitaba a los otros; ni tampoco al despedirla pues en ese instante, por su propia voluntad, la entregaba por completo a los demás. Sus celos acompañaban al amor en un espacio de tiempo. Así, el amor se realzaba y la aventura se tornaba más verdadera que nunca. Una delicia y un dolor indescriptible. En determinados momentos se apoderaba de su mente la idea de que la jovencita, sin duda, tenía otros amantes, todos jóvenes, mientras que él era un viejo. No sólo se compadecía de sí mismo –¡ay cuánto!– sino también de ella, que podía perder así toda posibilidad de una vida decorosa. ¡Pobre si confiaba en los otros como había confiado en él! En los celos asomaba su propia culpa. Por eso, para compensar su mal ejemplo, el viejo se acostumbró a dar un sermón justo mientras hacían el amor. Le explicaba cuántos peligros podían traerle los amores desordenados.
La jovencita manifestaba no tener más que un amor, aquel que sentía por él. «¡Pues bien!», exclamaba el viejo, ennoblecido al mismo tiempo por el amor y la moral, «si tú, para volver a la virtud tuvieras que decidir no verme más, yo me sentiría satisfecho». A esto la jovencita no respondía, y por buenas razones. Para ella la aventura era tan clara, que no le era posible mentir como él lo hacía. No era conveniente dejar aquella relación, por el momento. Además le resultaba fácil callar cuando él la cubría de besos. Cuando él se permitía un desahogo más sincero y hablaba, atribuyéndole otros amantes, entonces ella
tomaba la palabra: ¿Cómo podía creer algo semejante? Para empezar, ella no recorría las calles de la ciudad más que en tranvía; en segundo lugar, su madre la vigilaba y, finalmente, nadie quería saber nada acerca de ella, ¡pobrecita! Enseguida dejaba caer un par de lágrimas. Dudosa palabrería aquella que se sirve de tantos argumentos. Entre tanto, del viejo desaparecían el amor y los celos y, entonces, podían regresar a la cena."

Italo Svevo
La historia del buen viejo y la bella señorita




"¿Me pregunto si la quiero? Es una pregunta que me acompañó toda mi vida, hoy en día creo, que el amor va acompañado por el amor de tanta duda cierta."

Italo Svevo


"Sin embargo, fue difícil encontrar la mujer que buscaba. En casa no había ninguna que se adaptase a este papel, por cuanto que yo no quería en absoluto «manchar» mi entorno. Lo habría hecho dada la necesidad que tenía de engañar a la madre naturaleza para que no creyese que ya había llegado el momento de enviarme la enfermedad final y dada también la grandísima, la enorme dificultad de encontrar fuera de ella lo que mi caso necesitaba, un viejo que se distraía con la economía política, pero no había otra manera. La mujer más guapa de mi casa era precisamente Augusta. Ella empleaba a una chiquilla de catorce años para determinados servicios. Comprendí que, de haberme acercado a aquella, la madre naturaleza no se habría fiado de mí y me habría eliminado rápidamente con el rayo que tiene siempre a su disposición.
Es inútil que explique cómo encontré a Felicità. Por amor a la vida sana, yo iba cada día a abastecerme de cigarrillos bastante más allá de la plaza de la Unidad, lo que me obligaba a dar un paseo de más de media hora.
La vendedora era una anciana, pero la que tenía el establecimiento en alquiler y pasaba varias horas al día en él para vigilarlo era precisamente Felicità, una muchacha de unos veinticuatro años. Al principio pensaba que debía haber heredado el comercio; mucho más tarde supe que en realidad lo había comprado con su propio dinero. Fue allí donde la conocí, y en seguida estuvimos de acuerdo. Me gustaba. Era una rubia que vestía con muchos colores; con telas que no me parecían muy caras, pero siempre nuevas y muy llamativas. Se sentía orgullosa de su belleza, constituida por una cabecita pequeña e hinchada por sus cabellos muy cortos y sumamente rizados y su graciosa carita siempre erguida como si un bastoncillo la mantuviera inclinada hacia atrás. Enseguida percibí su afición por los colores variados. Era en casa donde esta inclinación se manifestaba plenamente. Quizá la casa no era del todo cálida y entonces me di cuenta de sus colores: un pañuelo rojo en la cabeza, atado como lo llevan nuestras campesinas; un pañuelo bordado en amarillo por la espalda; un delantal con pespunte rojo, amarillo y verde sobre falda azul y un par de zapatillas acabadas en lana de varios colores.
Una auténtica figurita oriental, mientras que su carita pálida era típica de nuestros países, con unos ojos que miraban las cosas y a las personas muy atentamente a fin de poder extraer todas las cosas buenas.
Enseguida pactamos la cantidad y, a decir verdad, tan atractiva que yo tristemente lo comparé con las tan escasas del período que precedió a la guerra. Y el día 20 del mes, mi querida Felicità empezaba a hablar del sueldo que iba a caer, lo que alteraba gran parte del período. Fue sincera, transparente. Yo no lo fui tanto, de modo que ella nunca supo que había llegado a ella después de haber estudiado documentos médicos. Lo olvidé pronto yo mismo. Debo decir que en este momento echo de menos aquella casa completamente tosca, excepto una habitación amueblada con buen gusto, incluso con el lujo correspondiente a lo que pagaba, con colores muy serios y falta de luz en la que Felicità parecía una flor variopinta.
Había un hermano suyo que vivía allí: un hombre muy serio, buen obrero electrotécnico, que ganaba un buen sueldo. Tenía un aspecto macilento, pero no era debido a él que no se había casado, sino por ahorrar, como me fue fácil entender. Hablaba con él cada vez que Felicità lo llamaba para que comprobara la seguridad de la luz de nuestra habitación. Descubrí que ambos hermanos se habían confabulado para procurarse lo más pronto posible una cierta posición. Felicità llevaba una vida muy seria entre su establecimiento y la casa y Gastón entre su oficina y la casa. Ella debía ganar mucho más que él, pero esto no importaba ya que ella —como supe más tarde— consideraba necesaria la ayuda del hermano.
Fue precisamente él quien organizó todo el asunto de la tienda que parecía una buena manera de utilizar el dinero. Estaba tan convencido de llevar una vida de hombre justo que mostraba signos de desprecio frente a todos los trabajadores que gastaban cuanto ganaban sin pensar en el día de mañana.
En resumen, estábamos bastante bien juntos. Aquella habitación, tan seria y tan cuidada, recordaba un poco la ambulancia de un médico. Únicamente que Felicità era un medicamento algo áspero que había que tragar sin dar tiempo a los órganos del paladar a que lo degustaran demasiado rato. Desde el primer momento, incluso antes de firmar aquel contrato y claramente para animarme a hacerlo, cogiéndose a mí, me dijo: «Te aseguro que no me das asco». Sonaba bastante dulce, porque lo había dicho dulcemente, pero me sorprendió. Yo nunca había pensado en no dar asco; es más, había creído volver al amor, del que me había abstenido durante demasiado tiempo por una falsa interpretación de las leyes de la buena salud y para darme a quien me deseara. Ésta era la verdadera práctica de salud que yo quería y que, de otro modo, se habría revelado incompleta y poco eficaz. Pero, a pesar del dinero que pagaba por los cuidados, no me atreví a explicar a Felicità cuánto la quería."

Italo Svevo
Del placer y del vicio de fumar


"Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras. Quien conozca el psicoanálisis sabrá juzgar la antipatía que el paciente siente por mí.
No voy a hablar del psicoanálisis, porque en este libro ya se habla bastante de él. Debo excusarme por haber inducido a mi paciente a escribir su autobiografía; los estudiosos del psicoanálisis fruncirían el ceño ante tamaña novedad. Pero él era viejo, y yo confiaba en que con esa evocación se refrescaran sus recuerdos del pasado y la autobiografía fuese un buen preludio para el psicoanálisis. Aun hoy mi vida me parece buena, porque me ha dado resultados inesperados, que habrían sido mayores, si el enfermo, en el momento culminante, no se hubiera sustraído a la cura, con lo que me privó del fruto de mi largo y paciente análisis de estas memorias.
Las publico para vengarme y espero que le disguste. Sepa, sin embargo, que estoy dispuesto a repartir con él los elevados ingresos que obtendré con esta publicación, con tal de que reanude su cura. ¡Parecía sentir tanta curiosidad por sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas le reservaría el comentario sobre las numerosas verdades y mentiras que ha acumulado aquí!"

Italo Svevo
La conciencia de Zeno


"Volvió a su casa mucho más tranquilo. Había surgido en él aquella obstinación de la que estaba dispuesto a jactarse como de una fuerza. No se acercaría a Angelina sino en el caso en que ella misma se lo pidiera, Podía esperar, y aquella relación no debía ser restablecida con un acto de sumisión de su parte.
Pero no pudo dormir, y en el esfuerzo vano para conseguido, su excitación aumento como en la noche anterior. Su agitada fantasía construyó completamente el sueño de una traición de Balli. Sí, Balli lo traicionaba. Esteban le había confesado poco antes que había deseado hacer posar a Angelina para un boceto. Ahora, sorprendido por Emilio en su estudio junto, a ella, mientras la retrataba casi desnuda, se disculpaba recordándole aquella confesión. Emilio, para castigarlo, pronunciaba frases candentes de odio y de desprecio. Eran muy distintas de las que había dirigido a Angelina, pues ahora tenía todo derecho. Ante todo la larga amistad, luego, la promesa formal. ¡Y cómo eran de complejas aquellas frases! Eran dirigidas, por fin, a alguien que podía comprenderlas como quien las decía.
Lo arrancó de estos sueños la voz de Amalia, que resonaba clara y tranquila en el cuarto cercano. Sintió un alivio al ser arrancado de su pesadilla, y saltó de la cama. Se puso a escuchar. Durante un rato largo sólo oyó palabras en las que no se descubría ninguna relación, sino una gran dulzura: ¡nada más! La soñadora quería otra vez algo que también otro quería; a Emilio le pareció como prender que ella quería más de lo que se le pedía: quería que otro exigiera. Era verdaderamente un sueño de sumisión. ¿Acaso el mismo de la noche anterior? Aquella desdichada se había construido una segunda vida: la noche le otorgaba aquel poco de felicidad que el día le rehusaba.
¡Esteban! Ella había pronunciado el nombre de pila de Balli. —¡Esta también! —pensó Emilio con amargura. ¿Cómo no se había percatado antes? Amalia se reanimaba sólo cuando llegaba Balli. Más aún, ahora se daba cuenta que ella tenía siempre para el escultor aquella misma sumisión que le tributaba en el sueño. En sus ojos grises brillaba una luz nueva no bien miraba al escultor. No cabía duda. Amalia también amaba a Balli.
Desdichadamente, al volverse a acostar, no pudo dormir. Recordaba con amargura que Balli se vanagloriaba de los amores que despertaba y cómo, con una sonrisa de persona satisfecha, había afirmado que el único éxito que le faltaba en la vida era el éxito artístico. Luego, en el estado de duermevela en que cayó, tuvo pesadillas absurdas. Balli se aprovechaba de la sumisión de Amalia, y rehusaba, riendo, cualquier reparación. Despabilado, no encontró que sus sueños fueran ridículos. Entre un hombre tan corrompido, como era Balli, y una mujer tan ingenua como Amalia, todo era posible. Decidió emprender la curación de la hermana. Empezaría por alejar de su casa a Balli, quien, desde algún tiempo, aunque sin culpa, se había vuelto portador de desgracias. Sin él, la relación con Angelina hubiera sido más dulce, y no hubiera sido complicada por tantos celos amargos. También la separación sería ahora más fácil.
En la oficina, la vida de Emilio era muy penosa. Le costaba un esfuerzo enorme dedicarse al trabajo. Todo pretexto era bueno para dejar su mesa y dedicarse, aunque fuera sólo por algunos instantes, a acariciar, mecer su dolor. Parecía que su mente estuviese destinada exclusivamente a eso, y en cuanto podía dejar de atender a otras cosas, volvía espontáneamente a las ideas de su predilección. De esas ideas se llenaba como un vaso vacío, y él se sentía aliviado como si quitara de sus hombros una carga insoportable. Sus músculos se reponían, se extendían, volvían a su natural posición. Cuando, por fin, llegaba la hora en que podía dejar la oficina se sentía verdaderamente feliz, pero por poco. Al comienzo se ahondaba con voluptuosidad en sus añoranzas y en sus deseos, que se hacían cada vez más evidentes, más razonables, y de ellos gozaba hasta que topaba con algún pensamiento de celos que lo hacía estremecer de dolor."

Italo Svevo
La última llama