"Antígona: Delante de Creonte, tuve miedo. Pero él no lo supo. Señor, mi rey, ¡tengo miedo! Me doblo con esta carga innoble que se llama miedo. No me castigués con la muerte. Déjame casar con Hemón, tu hijo, conocer los placeres de la boda y la maternidad. Quiero ver crecer a mis hijos, envejecer lentamente. ¡Tengo miedo! (Se llama con un grito, trayéndose al orgullo) ¡Antígona! (Se incorpora, erguida y desafiante) ¡Yo lo hice! ¡Yo lo hice!
Corifeo: ¡Loca!
Antígona: Me llamó Creonte, ese loco de atar que cree que la muerte tiene odios pequeños. Cree que la ley es ley porque sale de su boca.
Corifeo: Quien es más fuerte, manda. ¡Ésa es la ley!
Antinoo: ¡Las mujeres no luchan contra los hombres!
Antígona: Porque soy mujer, nací, para compartir el amor y no el odio.
Antinoo: A veces te olvidás.
Corifeo: ¡Lo escuchamos! ¡Y qué bien sonaba! Nací, para compartir el amor, ¡y no el odio!
Antígona: Se lo dije a Creonte, que lleva siempre su odio acompañado porque nunca viene solo. El odio.
Corifeo: La cólera. La injusticia.
Antígona: Yo mando.
Corifeo: no habrá de mandarme una mujer.
Antígona: Y ya estaba mandado, humillado. Rebajado por su propia omnipotencia.
Antinoo: Yo no diría rebajado.
Corifeo (lo remeda, sangriento): ¡No diría, no diría! Yo tampoco. Ismena fue más sagaz.
Antígona: No quiso ayudarme. Tuvo miedo. Y con miedo, como culpable, Creonte la obligó a presentarse ante él. Polinices clama por la tierra. Tierra piden los muertos y no agua o escarnio. (Gime con Ismena) No llorés, Ismena. No querés ayudarme. ¡Ssssss! Silencio, que nadie se entere de su propósito. Será lapidado quien toque el cadáver de Polinices. Pido perdón a los muertos. Prestaré obediencia. ¿A quién, Ismena? ¿A Creonte, el verdugo?
Corifeo: Verdugo. Dijo verdugo.
Los Dos: Cuando se alude al poder, la sangre empieza a correr. (Apartan la mesa)
Antígona: Yo no quería exigirle nada. Hubiera deseado tomarla entre mis brazos, consolarla como en la niñez, cuando acudía a mí, llorando, porque le robaban las piedras de jugar al nenti o se lastimaba contra un escalón. Nenita, nenita, no sufras. Pero oí mis gritos ¡Rabia! ¡Rabia! ¡Me sos odiosa con tanta cobardía! Que todo el mundo sepa que enterraré a Polinices. ¡A voces, enterraré a mi muerto!
Corifeo: Tonta, Ismena andaba por el palacio, inocente con aires de culpable, sabiendo lo que más deseaba ignorar.
Antígona (se golpea el pecho): "¡Sé! ¡Nada ignoro!" Delante de Creonte le vino el coraje, mejor que el mío porque nacía del miedo. "Fui cómplice, cómplice." (Ríe, burlona) Ella, cómplice, ¡que ama sólo en palabras!"

Griselda Gambaro
Antígona furiosa


“Como mucha gente, sigo preguntándome qué pasará en este país que quiere crecer y siempre está en el plano de la niñez.”

Griselda Gambaro


“Creo que una de las finalidades de la obra artística es provocar no sólo aceptación y entusiasmo sino también el disentimiento, y yo diría que me importa más el disentimiento expresado de manera civilizada como intento de reflexión que el aplauso incondicional: un autor de teatro va creciendo también de acuerdo con las respuestas que recibe y así va estructurando su obra.”

Griselda Gambaro

"El monje lo llevó al monasterio, en el llano bajo las montañas tan azules como el lago en el que había nacido, en cuyos jardines había un estanque poco profundo. En las tardes, su madre monje realizaba su habitual paseo hasta el estanque. Él la esperaba, la seguía en sus paseos y se ubicaba a sus pies cuando ella se sentaba en un banco frente al estanque. Podría haber sido feliz, protegido, alimentado, seguro del cariño de su madre que aparecía siempre a la misma hora, pero no lo era.
Tenía infinitos miedos, que no sabía de dónde surgían, quizás del centro mismo de la sangre vertida de su especie. Había sentido las miradas codiciosas de los campesinos a quienes sólo detenía el respeto hacia el monasterio. Los había oído hablar de otros patos cuyo destino distó de ser clemente y cuyos cuerpos, ya sin vida, habían sido sometidos a un largo tratamiento hasta aparecer sobre la mesa, crocantes, con salsas y hierbas. El pato de Pekín, aunque él no había nacido en Pekín, más sabroso que ninguno.
Era inútil que se dijera que esos peligros no lo acechaban en la protección del monasterio. Lo roía esa visión, como a alguien que sólo recuerda el riesgo de vivir y no su dicha.
La madre monje, cuando estaban juntos en el banco, hablaba. No para él, todavía muy pequeño para comprender sus palabras, sino para sí mismo. Era un hombre de fe, pero el humus de la fe no había acallado sus interrogantes. Se preguntaba sobre el misterio de cada criatura, del porqué del crecimiento de la hierba, o de la pena, esos grandes misterios donde estaba presente o desaparecía, para su espanto, la divinidad. Sin embargo, el pato abrió los oídos y la mente al discurrir del monje y así, no obstante su edad y su reducido cerebro, aprendió mucho. Fue capaz, con el tiempo, de filosofar a su manera, con breves sentencias que su madre comprendía.
Al monje le causó tal asombro esta disposición del pato que comenzó a formularle preguntas, las mismas que a él lo desvelaban y que incluso interrumpían a veces el curso sereno de sus oraciones. A pesar de su fe, el monje preguntaba: ¿Qué es la vida? ¿No te parece un sueño?, y el pato contestaba: “Si es la vida un gran sueño ¿para qué atormentarse?”.
Los ojos del monje se desbarrancaban ante la respuesta, y todas fueron siempre tan cargadas de sentido, que insensiblemente el monje pasó del asombro a un aprecio que se reprochaba, porque no debía valorizar a una criatura más que a otra. Todas eran sagradas.
Sin embargo, su aprecio creció hasta tal punto que no pudo desconocer que aun incurriendo en falta prefería el pato a cualquier otra criatura de la tierra."

Griselda Gambaro
Los animales salvajes


"En el invierno de 1917, Isabella preparó su ajuar. Se casó en el verano siguiente, un día de tan intenso calor que el aire sofocaba y el agua salía caliente de los grifos. Ella, a quien habitualmente el calor trastornaba, no se dio cuenta, sólo percibió el cielo luminoso en el trajín conmocionante de la boda.
El novio era aquel niño que cuando murió Agustina le acarició la cabeza en el escalón de la puerta y le regaló una moneda de dos centavos. Dos centavos significaban una fortuna que Isabella no gastó.
Él tenía una gran familia y sus padres genoveses respetaron, como habían hecho con todos los hijos, la obligatoria grafía española de la libreta de casamiento. Lo llamaban José, aunque lo pronunciaban mal. Ellos al principio se habían opuesto al noviazgo y más al matrimonio; creían hereditaria la enfermedad de Luisa, muerta hace años. Isabella les resultaba sospechosa, juzgaban anémica su tez blanca, confundían con flacura y raquitismo su esbeltez. A contragusto, habían accedido finalmente, incapaces de sostener las cóleras y el empecinamiento de ese hijo que los enfrentaba.
Durante toda su adolescencia, él le hizo la corte, retardando el paso frente a la casa de Isabella cuando pasaba con sus amigos. Si lo veía venir, el más alto de todos, el más apuesto, Isabella se escondía, roja hasta la raíz de los cabellos. Tuvo que crecer, y por fin, a los diecisiete años, ella le sonrió, el corazón latiéndole de espanto por su propia osadía. La sonrisa trémula duró sin embargo, enamorada."

Griselda Gambaro
El mar que nos trajo


“La desdicha salpica, la felicidad no.”

Griselda Gambaro


“Miro con cierta benevolencia la situación de los hombres porque creo que ellos no saben qué hacer con el mundo que han construido.”


Griselda Gambaro