"A pesar de la tristeza de este paisaje, el aire sereno y puro, el cielo azul y diáfano, el sol que vertía sus rayos espléndidos, alegrando la tierra y dorando el ambiente, y algunas aves como mirlos y alondras, que cantaban entre las matas, daban cierto encanto agreste a aquel lugar solitario, si bien no pocos grajos y cornejas, que se levantaban a bandadas y volaban hacia el desierto, parecían anunciar con sus siniestros graznidos las fatigas y los trabajos que aguardaban allí a nuestros caminantes.
Los dos perros que el rey Tihur había traído empezaron a ladrar como sobresaltados y a correr husmeando entre los juncos y retamas.
El rey, en vez de subir en el carro, había montado a caballo, pues a caballo se proponía hacer todas las jornadas del arenoso desierto. Llevaba el rey en la cabeza un yelmo en forma de tiara recta o cilíndrica, todo él de bronce bruñido y refulgente. Dos alas, caídas a los lados, le cubrían y defendían las sienes y orejas. Vestía una túnica que llegaba a mitad del muslo, toda de piel de cabra o de estezado, en el cual estaban sobrepuestas infinitas escamas, de bronce también, que formaban una vistosa y fuerte armadura. Los borceguíes y el talabarte eran de cuero rojo. Del talabarte pendían un rico puñal con puño de marfil, que representaba una serpiente, y una espada ancha, grande, pesada y terrible, cuyo puño era de oro, obra de labor pasmosa, donde un sabio artífice ninivita se había esmerado y lucido al figurar un león que estrechaba entre sus garras una gacela. La aljaba, llena de acicaladas flechas de largos y flexibles juncos y el arco poderoso, que pocos hombres de entonces y mucho menos de ahora tendrían fuerza para manejar, iban pendientes a la espalda. Las grevas eran asimismo de estezado, revestidas de escamas como la túnica, y ajustadas al tobillo, por encima de los borceguíes, con broches de oro primorosos. Cubrían, por último, los muslos del rey, y llegaban hasta por bajo de las rodillas, unos calzones anchos de lana, que usaron los pueblos del Norte del Asia, según Heródoto, y que los griegos y romanos designaron con el nombre de sarabaras."

Juan Valera
Leyendas del Antiguo Oriente




"Apresuradamente por el temor de que la cigüeña se fuese a la India sin llevar prenda suya, y con vehemente exaltación, sublimada por la soledad y como destilada en el encendido alambique de sus ocultas cavilaciones, escribió Poldy la apasionada carta que acabamos de transcribir; mas no bien voló la cigüeña, llevándosela colgada en el cuello, Poldy se arrepintió y aun se avergonzó de haber escrito la carta, mostrándose tan tierna y tan afectuosa con un desconocido. La suerte, sin embargo, estaba echada. El mal no tenía ya remedio. Menester era resignarse y callar. ¿Quién, desde la India, por poco sigiloso y por muy jactancioso que fuese, había de tener el capricho de hacer saber en Viena que Poldy, la orgullosa, la siempre esquiva, con condes, con príncipes y hasta con archiduques, se había humillado a escribirle cosas de amor, sin saber quién era e ignorando hasta su nombre?
Poldy esperaba que permaneciese secreto su impremeditado desliz; el mal paso que había dado y que por lo menos calificaba ya de imprudente locura.
Por otra parte, en ocasiones en que su humor era menos negro, Poldy se juzgaba con alguna indulgencia y hasta llegaba a absolverse de su culpa, dado que la hubiese. Porque, si el autor de los versos era un joven y hermoso príncipe oriental o algo por el estilo, era muy cruel para el príncipe y para ella no llevar adelante tan poética y misteriosa aventura y destruir las vagas esperanzas de ambos, como quien arranca de bien cultivado terreno una planta lozana a punto ya de cubrirse de flores.
Como quiera que fuese, Poldy vivió en adelante muy retraída y melancólica.
Aquel año fue el invierno muy crudo. Ni una vez sola, ni por muy breves días, fue Poldy aquel invierno a Viena.
Penoso y terrible cuidado vino a aumentar las causas de su retraimiento. La condesa viuda, su anciana madre, agobiada, más que por el peso de la edad, por las penas, los desengaños y hasta por las miserias y los apuros económicos, enfermó gravemente.
Hizo Poldy cerca de ella el oficio de la más vigilante, devota y cariñosa enfermera; pero ni sus desvelos, ni sus fervientes oraciones, ni la docta asistencia de un sabio médico, amigo de la casa, fueron bastantes a retardar el cumplimiento de las inexorables leyes de la naturaleza que tenía marcado el término de aquella trabajada vida. La condesa viuda, llena de santa y dulce resignación, tuvo pronto una muerte ejemplar y cristiana.
Durante algunos días reinó muy lúgubre animación en el castillo. A recoger los últimos suspiros de la egregia dama había acudido la mayor parte de sus hijos, yernos y nueras.
Pronto, no obstante1, volvieron todos a sus respectivos destinos y residencias, y el castillo quedó en abandono y en más honda soledad y silencio.
El conde Enrique, Poldy, su aya y tres criados, fueron ya los únicos moradores del castillo. Poldy sintió profundamente la irreparable pérdida que había tenido. Y sin que refrenase su dolor la inquebrantable fe religiosa que daba vigor a su alma, la joven condesa, lloró durante meses a su difunta madre sin hallar consuelo, y olvidada casi de cuantos devaneos, ilusiones y esperanzas habían poetizado su solitaria existencia en aquellos últimos tiempos.
Poldy, sin embargo, aunque no se consoló, hubo al cabo de serenarse y calmarse. Apacible tristeza endulzó el manantial de sus lágrimas y luego logró represarle.
Pesares de condición harto menos noble, y mil preocupaciones de un orden tan rastrero como práctico, invadieron y ocuparon el corazón de Poldy, como cuadrilla de desalmados e impíos bandoleros que entran a saco, profanan y destrozan un augusto santuario."

Juan Valera
Garuda o la cigüeña blanca


"Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico, pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador, pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.
(...)
He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de aquéllos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a usted que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que debemos hacer por este valle de lágrimas y no ignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.
(...)
Y, sin embargo, no sé qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas. Se me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual, algo que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones. No quiero yo que en mí el espíritu peque contra la carne; pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun los que más bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior hermosura, y entibien ni por un momento, mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa fábrica del mundo."

Juan Valera
Pepita Jiménez



“Cuando acude la buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude.”

Juan Valera


"Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel juramento, estaba tan hermoso que no podía ser más. Sus ojos azules, dulces de ordinario, lanzaban centellas luminosas; su afilada y recta nariz, hinchada por la cólera, mostraba muy dilatadas las ventanillas; las cejas, frunciéndose en el centro, daban mayor majestad a su frente; la boca entreabierta dejaba ver unos dientes blancos, iguales y firmes, y sana frescura y vivo color de carmín en encías y lengua. Su cabeza, echada atrás con arrogancia, y destocada, lucía copiosa y rubia cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus piernas y sus brazos desnudos, contraída entonces la musculatura por la energía de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en Mutileder era beldad, elegancia, brío y donosura. Su voz, alterada por la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se entendiesen. En aquel instante, ¡oh fuerza del destino!, acertó a pasar por allí la graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa belleza, la viuda más coqueta y caprichosa que había en Málaga. Su marido la había dejado joven y con muchos bienes de fortuna. Ella seguía con la casa de comercio de su marido, bajo la razón insocial de la viuda Chemed. En aquella ocasión volvía de solazarse de una quinta que tenía en Churriana. Seis atezados etíopes la llevaban en silla de manos, y dos escuderos, una dueña y cuatro pajecillos egipcios la acompañaban también para más autoridad y decoro. Chemed oyó a Mutileder, le miró y se maravilló; volvió a mirarle y se quedó más maravillada. Entonces dijo para sí: «Divinos cielos, ¿qué es lo que miro? ¿Será éste dios o será mortal? ¿Resplandecería más Adonis cuando Astoret se prendó de él?» Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también su camino, sin interrogar al mancebo, que parecía estar furioso, y sin atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de gente extraña, cuya lengua no entendía, porque hablaban el ibero, que, como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence. Si Chemed hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como, en efecto, le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero no sabiéndolo ni sospechándolo, Chemed pasó de largo."

Juan Valera
Las salamandras azules


"Don Paco, entre tanto, si bien daba ya menos pretexto a la murmuración, se sentía más enamorado que nunca de Juanita. Pensaba en sus dulces desdenes, recapacitaba sobre ellos, hacía doloroso examen de conciencia y miraba y cataba la herida de su corazón, como un enfermo contempla con amargo deleite la llaga o el cáncer que le lastima en el que prevé la causa de su muerte. Toda la vida había sido don Paco el hombre más positivo y menos romántico que pueda imaginarse. Aquel imprevisto sentimentalismo que se le había metido en las entrañas y se las abrasaba, le parecía tan ridículo que, a par que le afectaba dolorosamente, le hacía reír cuando estaba a solas, con risa descompuesta y que solía terminar en algo a modo de ataque de nervios."

Juan Valera
Juanita la Larga



"Dulce es el tierno canto del ruiseñor amante, que en la tranquila noche resuena sin cesar."

Juan Valera



"Dulce me eres, linda morena, como me es dulce de primavera naciente aurora."


Juan Valera



"El bien debe estar siempre a la moda."

Juan Valera




“El universo con todas sus pompas y con toda su hermosura es un caos para el hombre sin fe.”

Juan Valera



“El universo visible, es decir, la realización o encarnación del pensamiento divino es la causa ocasional de la ciencia.”

Juan Valera


"Los vasallos de este rey le llamaban con razón el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora reina, persona muy cabal y hermosa, a quien Su Majestad había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que la tenía, causa inocente de su muerte.

Cuentan las historias de aquel país que ya llevaba el rey siete años de matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando ocurrieron unas guerras en el país vecino. El rey partió con sus tropas; pero antes se despidió de la señora reina con mucho afecto. Esta, dándole un abrazo, le dijo al oído:

-No se lo digas a nadie para que no se rían si mis esperanzas no se logran; pero me parece que estoy encinta.

La alegría del rey con esta nueva no tuvo límites, y como todo le sale bien al que está alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habían hecho no sabemos qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos y volvió cargado de botín y de gloria a la hermosa capital de su monarquía.

Habían pasado en esto algunos meses; así es que, al atravesar el rey con gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud y el repiqueteo de las campanas, la reina estaba pariendo, y parió con felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación y aunque era primeriza.

¡Qué gusto tan pasmoso no tendría Su Majestad cuando, al entrar en la real cámara, el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa que acababa de nacer! El rey dio un beso a su hija, y se dirigió lleno de júbilo, de amor y de satisfacción al cuarto de la señora reina, que estaba en la cama tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de mayo.

-¡Esposa mía! –exclamó el rey, y la estrechó entre sus brazos. Pero el rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura, que sin más ni menos ahogó sin querer a la reina. Entonces fueron los gritos, la desesperación y el llamarse a sí propio animal, con otras elocuentes muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la reina, la cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se diría que aún vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, habían volado el alma envuelta en un suspiro de amor, y orgullosa de haber sabido inspirar cariño bastante para producir aquel abrazo. ¡Qué mujer verdaderamente enamorada no envidiaría la suerte de esta reina!"

Juan Valera
El pájaro verde




“Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido.”

Juan Valera



"Sólo tu labio, tu mano bella mi fuego ardiente calmar pudieran."

Juan Valera




"Un campo es el corazón, un campo que tiene flores, que se engalana con ellas porque son sus ilusiones, con cuyo perfume alienta, cuyo perfume es su goce, cuyo perfume embalsama del corazón las regiones."

Juan Valera