"Centró Sofía la conversación, y Javier, un poco al margen, los escuchaba. La duquesa se mostraba ingeniosa y amable, con esa superior condescendencia de los aristócratas hacia los intelectuales; los otros, por su parte, la trataban con respeto, altivo en el ruso, humilde y esnob en el periodista americano. La señorita Desprès, también silenciosa, miraba a Javier con expresión simpática, como diciéndole: «Ni usted ni yo cabemos demasiado en este cotarro.» Por su parte, Javier encomendó a su mirada otro mensaje: «No crea usted que me preocupa demasiado. Así me divierto más.» El escritor y la pintora hablaban con preferencia de sí mismos; el periodista, de América. Si la pintora se quejaba del éxito escaso de sus cuadros, le decía el argentino que en Buenos Aires se había formado una élite competente que los sabría juzgar. Si el ruso se refería amargamente a la mínima difusión de su neocristianismo, especie de panacea para la enfermedad del siglo, el periodista afirmaba que las sociedades envejecidas carecen de la sensibilidad necesaria para comprender los grandes pensamientos, y a uno y a otro prometía no sólo público inteligente, sino dinero en abundancia. Observó Javier que al hablar de dinero, el mismo interés se manifestaba en el semblante de la pintora que en el del místico. Sólo Sofía se mantenía aparte, irónicamente digna. Pero su protección no debía de ser demasiado eficaz, porque un momento en que se refirió al enorme quebranto que la guerra de España significaba para su patrimonio fue aprovechado por el argentino para recomendarle una visita a Sudamérica, donde un nombre ilustre, como el suyo, sería estimado en todo su valor."

Gonzalo Torrente Ballester
Javier Mariño



“Cuando hay dinero de por medio es muy difícil la libertad.”

Gonzalo Torrente Ballester


"El almirante Etcheberri vestía de gris: un terno impecable, de corte anticuado, con el que había pasado por elegante algunos años atrás y que ahora guardaba en su exiguo guardarropa para las ocasiones, como aquélla, en que no convenía vestirse de uniforme. El teniente de navío Seoane también había venido de paisano y también su traje era de color gris, aunque un poco más oscuro que el del almirante y de corte moderno. A Chon le gustaba más de uniforme, pero no se oponía a las ropas civiles. El teniente de navío Seoane tenía también un traje azul, y una combinación de chaqueta deportiva con pantalón gris claro, y por su cabeza andaban los proyectos de otros trajes y otras combinaciones, pero no eran más que proyectos: el sueldo no daba para más, y la cuenta del sastre, pagada puntualmente los cinco de cada mes, no podía ni debía incrementarse, habida cuenta de que lo que le pudiera corresponder en herencia era intocable.
—Ustedes, los que viven en los barcos de ahora, son verdaderos señoritos. Todo se arregla, según tengo entendido, tocando unos botones. En mis tiempos, las cosas eran de otra manera: todo había que hacerlo a mano, y antes de cada viaje los oficiales jóvenes teníamos que presentarle al comandante la derrota del día con el máximo rigor. Luego nos tocó mandar veleros, y usted no sabe lo complicado que es eso, en unos barcos donde cada cosa tiene su nombre y donde cada situación su vela o sus velas. Menos mal que siempre había a mano un contramaestre que se las sabía todas y del que íbamos aprendiendo. Aun así, lo de llevar un barco de vela no se lo quiero a mi peor enemigo. Hubo ocasiones en que no se sabía lo que iba a ser de nosotros en el minuto siguiente. Usted dirá que ahora pasa lo mismo; pero no es igual hallarse ante un mar encrespado con unos buenos motores y unas buenas hélices, que no disponer más que de unas velas y de la ayuda de Dios.
El almirante retirado Etcheberri habló también aquella noche de su remota experiencia en la isla de Cuba, y de lo que es sentirse derrotado por un enemigo superior cuyos barcos pueden disparar impunemente a sabiendas de que no van a ser tocados.
—Le aseguro, señor Seoane, que toda mi ciencia de la mar me viene de las duras experiencias pasadas aquí y allá. Las batallas navales se plantean hoy de manera muy distinta, y yo he pasado muchas horas ante los planos de las batallas habidas en este siglo. Pero la guerra es una cosa que cambia, y la mar es inmutable. Lo de tener un barco enfrente y escapar a sus impactos es una ciencia que puede cambiar mucho; pero lo de hallarse solo frente a una mar embravecida, sin más ayuda que la de Dios, eso, se lo aseguro, no cambiará nunca. Mientras haya mar y barcos, mientras a la mar se le hinchen los morros, los barcos serán siempre como cáscaras de nuez. Hoy, mañana y siempre, las olas se pueden tragar a uno de ellos con la misma sencillez y la misma tranquilidad con que yo bebo este whisky. Todo puede cambiar, menos esa superioridad de la mar sobre los barcos que la surcan.
A la señorita Elvira Seoane la sentaron a la derecha del almirante; a la izquierda se sentó Cristina. Después venían los novios; enfrente, la tía. La sopa, guisada por Chon, recibió muchos elogios, empezando por el de su autora. La carne, asada por Cristina, no pasó de lo vulgar. Fue a los postres cuando la tía se puso colorada, porque los postres habían corrido de su cuenta. También los vinos fueron muy elogiados, y sobre el color del tinto el almirante hizo algunas observaciones. El teniente de navío Seoane no había abierto la boca, por lo que fue tenido por discreto, salvo por su novia, que lo encontró algo soso. Tampoco Elvira hizo un uso excesivo de sus conocimientos, pues, aunque el almirante se equivocase en una fecha, por su edad tenía derecho a la confusión o al olvido, y no era cosa de corregirlo."

Gonzalo Torrente Ballester
La boda de Chon Recalde


"El anarquismo, como solución práctica, no conduce a ninguna parte, y como teoría, tampoco, pero es una cosa simpática."

Gonzalo Torrente Ballester


"El padre Fernán de Valdivielso tenía su celda en un cuartucho alejado, hacia la torre del noroeste, lugar al que le habían destinado por el frío, a ver si moría de una vez: porque el padre Fernán de Valdivielso duraba demasiado, más de ochenta años sobre las costillas, y un remoto pasado militar distinguido en todas las guerras del imperio bajo el mando remoto de Su Majestad don Felipe II, el Grande. Por qué se había metido a fraile no lo sabía nadie, pero la verdad era que, al ser elegido como confesor real, la orden a que pertenecía se había desembarazado de él con la entera satisfacción de sus autoridades, porque un hombre, por muy fraile que fuese, que se había acostado con italianas, flamencas, francesas y turcas (que se supiese) no podía servir de ejemplo a quienes sólo tenían a mano españolas, y de lo más pacatas. El padre Fernán de Valdivielso llevaba varios años dirigiendo la conciencia del Rey, y lo hacía con la manga ancha del antiguo soldado, buen conocedor de conductas y conciencias, y que cada vez que se le presentaba un problema difícil, antes que consultarlo con los libros o con los maestros vivos, echaba mano de sus recuerdos. Al padre Fernán de Valdivielso, los que deseaban que el Rey continuase por el camino de perdición que llevaba, le deseaban larga vida, pero quienes aspiraban a apoderarse de la conciencia del Rey, y dirigirla, esperaban su muerte y ponían todos los medios legales para que acaeciera cuanto antes. Por eso, de una celda soleada que daba al patio de armas, lo habían relegado a aquel cuchitril helador al que el sol jamás llegaba. El padre Fernán de Valdivielso se defendía a su modo, con mantas y braseros. Como estaba muy viejo, pasaba de la cama al sillón y viceversa, sin otros itinerarios que los indispensables para mantenerse en orden con la naturaleza, pero sabiendo que en uno de esos paseos le llegaría la hora y quedaría en el camino. El Rey le tenía afecto al viejo capitán, y muchas mañanas, en vez de contarle sus pecados, lo que hacía era escuchar de sus labios el relato de antiguas batallas, cuando las tropas del Rey peleaban con la seguridad de la victoria. «¡Qué hermosos tiempos aquellos!» No obstante lo cual, el padre Fernán de Valdivielso había llegado a la conclusión de que las guerras eran unas barbaridades, y que despanzurrar hugonotes era una operación desagradable, por muy bendecida que fuera por la Iglesia. En realidad, el padre Fernán de Valdivielso, si no se hubiera refugiado en aquel chiscón de la torre noroeste, hubiera acabado en la hoguera.
Cuando, aquella tarde calurosa de domingo, el Rey llamó a su puerta, el padre Fernán se hallaba traspuesto, y nada incómodo con el calor, que le calentaba los huesos. No oyó el suave golpe de los nudillos del Rey, de manera que éste abrió la puerta y asomó la cabeza desgalichada, de cuyo cuello colgaba un cordoncito con el Toisón de Oro. El fraile no se movió. El Rey se aproximó al sillón, y tocó una mano del fraile: éste entreabrió los ojos."

Gonzalo Torrente Ballester
Crónica del rey pasmado


"El poder más peligroso es el del que manda pero no gobierna."

Gonzalo Torrente Ballester



“Escribo sencillo y corto. Si una narración puede quedar en puro hueso, mejor.”

Gonzalo Torrente Ballester



"Fue una tarde, la de aquel día, la que dediqué a callejear, sin salir de los límites de mi barrio, que eran bastante amplios. La verdad es que recorrí los alrededores de la Sorbona y el bulevar Saint-Germain. Me aguantaba la soledad recorriendo las cal es. Pude comprobar que, aunque yo no entendiera demasiado bien el francés hablado de prisa, a mí se me entendía. Acerté con el restorán en que entré a cenar. Al hallarme en la cal e, con la noche encima, se me ocurrió coger un taxi e ir a Montparnasse, a los famosos cafés que el señor Magalhaes me había señalado como el coto en que debía cazar. Les eché un vistazo. Había mucha gente, se hablaba mucho, pero yo no conocía a nadie, aunque lo más probable fuera que la mayor parte de aquellas fisonomías, unas serias y herméticas, otras gesticulantes, fuesen familiares a los curiosos y a los inquietos de todo el mundo. Observé cierta tendencia al desaliño en el vestir, y tomé buena nota. El taxi que cogí para el regreso me dejó frente a la Sorbona. El resto del camino lo hice a pie. Llovía un poco, el aire estaba azulado y no frío. Fui más allá de mi hotel, con tal fortuna que me paró una prostituta, de la que me fue difícil deshacerme, a pesar de responder en inglés a sus proposiciones. Al separarse de mí se despidió con un insulto. Hallé en el hotel un recado del señor Magalhaes: «No deje de venir temprano a la oficina. Le interesa.»
Lo hice. El señor Magalhaes me había encontrado, dijo que por casualidad, un departamento vacío. Teníamos que ir de prisa a verlo, no fuera que alguien se nos adelantase. Estaba en una cal e de las cercanas al teatro Odeón, y para llegar a él tuvimos que subir cinco pisos en un ascensor y otro más a pie. La portera nos acompañaba. No me disgustó: tenía luz, estaba bien amueblado, aunque de manera más funcional que personal, y desde las ventanas se veía un hermoso panorama de tejados relucientes de lluvia y alguna que otra mansarda. «No sé si lo encontrará usted un poco caro, pero aquí nada hay barato.» Hice un cálculo mental de mis disponibilidades, y allí mismo lo contraté con la portera. Había, sin embargo, que firmar unos papeles y entregar un anticipo, pero todo quedó zanjado aquel a misma mañana, después de un viaje al banco al que el señor Pereira había consignado mi dinero: un banco de la plaza Vendóme. Supongo que el pronto pago me granjeó el respeto de la portera, que se llamaba Claudine y que tenía un aire de Celestina simpática. Magalhaes me recomendó que le diese la primera propina, y él la recibió con toda naturalidad mi puñado de francos. Me advirtió que evitase traer al piso amigos ruidosos, porque la vecindad era muy respetable. Aquel a misma mañana hice el traslado, y a la siguiente el señor Magalhaes me dejó libre para que pudiera comprar algunos complementos y también comestibles. Lo primero lo hallé en unos almacenes de escaleras mecánicas muy ruidosas; para lo segundo tuve que informarme de madame Claudine, quien se ofreció a hacerme la compra diaria si confiaba en ella. «Siempre le costará menos que si lo hace usted directamente.» Bueno. Ya tenía una dirección fija y una casa franca. Entonces me dediqué a buscar la librería a la que había enviado las cartas a Úrsula. Estaba en una calle cerca de la iglesia de San Severino, y se anunciaba como librería marxista. Vi desde fuera la gente que la atendía, y no me decidí a entrar: escribí a Úrsula una carta dándole mis señas, el teléfono de la oficina (de tal hora a tal otra) y la envié por correo, aunque sin mucha esperanza de respuesta, no sabría decir por qué. A la mañana siguiente empezó, por fin, mi rutina de corresponsal suplente, con las noticias culturales a mi cargo. Tuve que someterme a ciertos trámites burocráticos para poder circular por París como residente y periodista en ejercicio.
El señor Magalhaes demoró para una fecha incierta mi introducción en el mundo de los artistas y de los escritores: alguien que él conocía y podía hacerlo se hallaba ausente. Pero me dio un montón de diarios y de revistas para que, de su lectura, entresacase lo que, a mi juicio, podría interesar en Lisboa. Fue como si en un bosque donde todos los pinos son iguales, me dijeran: «Elija uno.» Yo hice lo que pude: eché mucho ambiente a la noticia, muchas consideraciones sobre la lluvia que resbalaba por las copas de los castaños y un poco de los cafés que había visto.
El señor Magalhaes lo aprobó, incluso con entusiasmo. «Escribe usted muy bien el portugués.» Le respondí que había tenido buenos maestros, y, por citar uno, nombré a Queiroz. «Buena pluma, pero de pensamiento peligroso —me respondió Magalhaes—. No es escritor cuya lectura convenga a un joven como usted.» El consejo me llegaba tarde."

Gonzalo Torrente Ballester
Filomena a mi pesar


"Herman Künig, fraile y peregrino, escribió, de vuelta del viaje, un curioso libro, mínimo en su volumen y al parecer en verso, destinado a la información y consejo de caminantes a Compostela. Lleva el título de La peregrinación y camino de Santiago, por Herman Künig de Vach, y fue publicado en 1495.
Se advierte en él que el camino propiamente español comenzaba, pasada Pontem Reginam, en cierta villa que el fraile llama Gruninga, y el Calixtino Grugnus y nosotros Logroño. «Lagrona se llama en welsch», añade, como aclaración, el fraile tudesco, y a partir de ella, explica, pierden su valor los coronados, sustituidos ahora por maravedís, cuyo conocimiento conviene al peregrino.
Donde se ve que entonces España era Castilla, y Navarra todavía no era España. Nosotros, sin embargo, con ideas algo distintas de las del servita alemán, contaremos el Camino Español por lo menos desde Pontem Reginam, indicando que Iacca y Pampilonia (no cabe duda de que sus nombres presentes, Pamplona y Jaca, han ganado en eufonía) eran las ciudades importantes hasta ella, dentro ya del territorio peninsular.
Puesto en Pontem Reginam el caminante, su primera jornada se consumía en Nájera, después de haber pasado por Stella, Arcus, Grugnus y Villa Rubea. En Nájera, en sus hospitales, daban al peregrino todo lo que quería, si por amor de Dios pedido. Debía precaverse contra la gente burlona del Hospital de San Iago y de las alborotadoras hembras que allí servían.
Desde Nájera a Burgos consumía otro día, por Sanctus Dominicus, Radicellus, Belfuratus, Francavilla, Montes de Oca y Altaporca. En Santo Domingo de la Calzada, buen hospital, hallaba de comer y de beber, y por si la ración no bastaba, podía repetirla en Villafranca, en el Hospital de la Reina.
Para remedio de hambrientos, enfermos y fatigados, había en Burgos treinta y dos hospitales, de los que cita Künig el Real y el de la Gallinita, quizá por el curioso nombre. Era ciudad de hermosas torres góticas, las mismas que ahora se ven; pero eso fue al final del siglo XV. Cuando desde su recinto se mandaba en Castilla, sería más humilde su ornato, y más castrense; pero el río llevaba la misma canción.
Otra jornada: desde Burgos a Frumesta, ahora Frómista, y es lindo nombre, por Alterdallia, Furnelos, Castroserecia y Pons Fiterio.
Comenzaba en Frómista la cuarta, hasta Sanctum Facundum, o Sahagún, tierra de labor, con antiguo y famoso monasterio y varias iglesias que fueron hitos en el arte románico. Pasaba por Karrión, villa óptima, abundante en pan y vino y en toda fertilidad, título de condes, pero no tan excelente como Sahagún, ante cuya ubérrima campiña se desataba en elogios el Calixtino.
De Sahagún a León, o Legionem, se pasaba por Manxilla. León era ciudad de reyes y curiales, llena de toda felicidad, y en ella se asentaban los Caballeros de Santiago. Cuando ya las peregrinaciones habían pasado, purgó allí sus culpas políticas Francisco de Quevedo: no sería, en su amargo recuerdo, villa feliz. Su Colegiata de San Isidoro, custodio de un cuerpo santo e ilustre, ofrece todavía el mayor interés al curioso caminante. Es también tierra de hermosos cantares.
Llegaba la jornada siguiente hasta Raphanellus, o Rabanal del Camino, por Orbega o Puente Órbigo, ciudad notable por el hospital y el puente, y por el paso de don Suero de Quiñones; en Astorga, otra etapa, se partían las veredas, pero la más corriente buscaba el valle de Ponferrada, de admirable castillo según el fraile alemán, y por Cacabellus se llegaba a Villafranca de Bucca Vallis, o del Bierzo, como decimos nosotros, ya cobijada junto a los montes que guardan la entrada de Galicia, montes famosos del Cebrero, donde se dice que un cura incrédulo vio cómo las Especies de la Consagración cobraban entre sus manos los accidentes de carne y sangre.
Las etapas siguientes y postreras llegaban hasta Triacastella y Palacium Regis, Palas del Rey en los mapas actuales, y pasaban por Lugo, famoso en todo tiempo por su Sacramental privilegio.
Al final alzaba Compostela sus nueve torres, pero antes de divisarlas, los peregrinos lavaban en el río sus vergüenzas, y el lugar en que esto hacían se llama en nuestro tiempo Labacolla."

Gonzalo Torrente Ballester
Compostela y su ángel



“La enseñanza se ha puesto muy complicada, y uno ya no sabía ni qué enseñar, ni cómo enseñar, ni a quién enseñar.”

Gonzalo Torrente Ballester


"La peor soledad que hay es darse cuenta de que la gente es idiota."

Gonzalo Torrente Ballester




"La realidad y el mundo entero cambiaron para mí a partir del momento en que un desconocido, que no quiso decir quién era, me propuso contratarme, no sólo para salvaguardar la vida de cierto magnate de la política cuyo nombre prácticamente desconocía, por ser minúsculo el país que gobernaba, sino para descubrir y desbaratar, o, por lo menos, ayudar a hacerlo, una conspiración difusa y casi misteriosa contra su vida y su sistema. Este hombre que vino a verme, y que se presentó como un mandado, era un tipo sin características especiales, aunque con ciertas inflexiones dulces en la voz que lo hacían atractivo. Cuando comprendió que mi actitud de reserva comenzaba a ablandarse, puso encima de la mesa una importante cantidad de dinero, que sacó de una cartera de mano, como argumento o empujón definitivo para ayudar a mi voluntad, menos vacilante ya que al comienzo de la entrevista, y al ver que yo lo contemplaba con cierta codicia, lo empujó hacia mí, y me dijo que ya era mío, a condición de que dijera que sí."

Gonzalo Torrente Ballester
Las islas extraordinarias



"Las cosas sólo dejan de existir cuando se deja de creer en ellas."

Gonzalo Torrente Ballester


“Ni el pasado existe, ni el futuro. Todo es presente.”

Gonzalo Torrente Ballester



“No puedo desear que ganen los buenos, ya que ignoro cuáles son.”

Gonzalo Torrente Ballester


"Para Paquita, Madrid era vida social e intrigas de palacio. Habló deliberadamente de personas ignoradas de Farruco, de hechos que Farruco no entendía, con ánimo de embarullarle y hacerle olvidar y dormir siquiera por aquella noche. Llegó a referirse a lindas muchachas de las que podría ser amigo y entre las que acaso hallaría novia: todo le resbalaba al muchacho en el corazón. Seguía llorando, pero en su mente empezaba a hacerse un poco la claridad, sus pensamientos daban vueltas a la misma idea y sus sentimientos a la misma pena, y todo se mezclaba y ardía en su interior.
No podía ser marino. Esto es lo que repetía su corazón, las palabras que escuchaba en su interior, las claras palabras ardientes. Asistía a la ruina de sí mismo, encerrada en aquellas palabras. Todo lo que durante años había imaginado se desmoronaba, y, de aquellos sueños, le quedaban en las manos, como remos inútiles de un bote zozobrado, el latín, el francés y el álgebra aprendidos. Los hubiera borrado de su memoria, lo borraría todo si pudiera; olvidaría hasta el nombre de las letras y todo lo que alrededor había ido acumulando en aquellos años porque le había parecido necesario para llevar noblemente el uniforme: las buenas palabras corteses y los buenos modales: todo lo que había amado porque le habían dicho que era conveniente, y aun necesario, a un guardia marina.
Estaba como náufrago, y los remos inútiles flotaban a su lado. No pensó que pudieran servirle, todavía, de sostén; no podía pensarlo. Permanecían a su lado – palabras latinas, verbos franceses, teoremas, modales– como cosa que ya no le pertenecía; no como robados, sino como lo que nunca había sido suyo, como no eran suyos la casa donde había vivido, ni los criados que le sirvieran, ni el padre que había esperado, ni aun los amores que le habían acogido. Nada era suyo. Y cuanto había pensado de sí mismo, cuanto había esperado, tampoco podía pensarlo ni esperarlo, porque tampoco le pertenecía. Estaba como náufrago desnudo, y le acometía la angustia del náufrago."

Gonzalo Torrente Ballester
Las sombras recobradas


"Porque hay que ver la gracia que los nativos tienen para los motes: "Picha-de-oro" al padre de siete hijas preciosas; "El glorioso movimiento" a una cachonda grandota que es una gloria mirar cómo camina, que aquello parece una armonía sideral; "La Chinquilina", como su nombre indica, a una tía muy guarra, y "Chongo-güevo-caldereta", que no se sabe lo que quiere decir, pero que no carece de intríngulis verbal, a un mendigo muy famoso que no puede ser más que eso, "Chongo-güevo-caldereta"."

Gonzalo Torrente Ballester
La saga/fuga de J.B.


"Sentía sus ondas largas y vibrantes tocar mi cuerpo y envolverlo, entrar en él y encender algo dentro de mí, algo que empezó a arder, a quemarse, a tirar de mi ser quieto hacia un fuego oscuro. Mi alma estaba traspasada de túneles sombríos: yo entraba en ellos y los recorría empujada por la música, caminaba por ellos segura y ciega, ciegos los ojos y alumbrada la sangre, encendida la sangre; y era como si ascendiese hacia una cima cuya inmensa oscuridad me estremecía de espanto y me atraía hacia un alto lugar situado dentro de mí en el que se confundían la dicha, la Eternidad y la Nada. Así ascendí, anhelante, dolorida, hasta que mis nervios dejaron de sentir y empezaron a vibrar como cuerdas de guitarra sollozante, hasta que yo misma, tocando ya la Nada con mis manos, era enteramente música y sollozo y estaba a punto de romperme en un acorde aniquilador. No pude más. Dejé de arder, dejé de oír la sangre, y lo que esperaba sin saberlo me recorrió como una ola de placer interminable. Fue la primera experiencia sexual completa de mi vida, a la que asistí asombrada y anonadada, a la que me entregué como a un abismo. Cuando se desvaneció, la música seguía sonando, me envolvía, me abrazaba con sus largos brazos opresores, pero yo era distinta. Había un torbellino a mi alrededor y otro dentro de mí, y yo me movía como ellos, yo corría detrás de algo con mente oscura y corazón ardiente."

Gonzalo Torrente Ballester
Don Juan


“Soy un hombre capaz de imaginarlo todo. Imagino tanto, que hasta imagino que vamos a hacer el ridículo.”

Gonzalo Torrente Ballester
en Blanca Berasátegui, Gente de palabra, 1987




"Verás que son combinaciones ternarias, las únicas posibles. Verás que Talía va siempre en medio: así, las manos de sus hermanas la sostienen. Hay quien afirma que las varias figuras carecen de finalidad práctica, que no pasan de mero ejercicio estético, o, si acaso, matemático; pero no falta quien sostenga que depende del viento, de su duración y de su fuerza. Las escasas veces que llueve en la Isla, las Hermanas quedan de­trás de los cristales, y esa noche los amantes se sienten libres, y los esposos abren las ventanas de las alcobas, y hasta los soli­tarios se regocijan: nueve meses después suelen nacer muchos niños. Fíjate cómo pasan y repasan delante de aquella venta­na, cómo se posan en el alféizar como si fueran aves, cómo de­jan caer un papelito: mañana el marido o la mujer leerán algo parecido a esto: «¡Cochinos! ¡Ya lo habéis hecho tres veces esta semana!». Recorren todas las casas de la ciudad, todas las calles, todos los recovecos. La gente se aplasta contra el pa­vimento, se emboza en las sombras; los despiertos en el lecho simulan sueños de muerte, mientras, ocultas, las manos se opri­men y se prometen. Cuando se han alejado las Parcas, un mo­vimiento tímido precede al furor apresurado con que se quie­re recuperar el tiempo. La Vieja dicta a la Tonta lo que van averiguando, nombres de las personas, qué hacían cuando las sorprendieron, y la Tonta escribe sin dejar de volar, en un lar­go papel que lleva en la mano: cuando escribe, la Muerta, agarrada únicamente a la Vieja, queda en desequilibrio y como colgada, pero no llega a caer, porque la Tonta es rápida escri­biendo, y pronto recompone el equilibrio. Son como aves de presa: ascienden, escrutan y caen en picado sobre el conejo in­cauto: «¡Cochinos!». «¿Y si vuelven?» «¡Malo será que vuel­van!» A veces sí, las Hermanas repiten la ronda, pero, en cual­quier caso, antes que el alba despierte, abandonan el aire y entran en un cuartucho de la Señoría, donde un funcionario de guardia recibe las denuncias y las apunta en ese enorme li­bro de tapas negras: nombre de los pecadores, delito, cuantía de la multa, o pasar a los jueces el tanto de culpa.
Si has seguido con atención el vuelo de las Hermanas, habrás visto cómo se detuvieron un momento en la terraza de la viuda Fulcanelli; que la Muerta y la Tonta quedaron en la ventana, y que la Vieja penetró en el interior de la casa, como que se acercó al lecho de Agnesse y le espió el sueño, y después hizo un mohín —que en su cara fue mueca de incompren­sión y de indiferencia. Al regresar a casa, al repasar frente a la Señoría, advierten que Ascanio Aldobrandini, abierto el mi­rador, contempla las estrellas. La Vieja pregunta a la Tonta: «¿Qué hará a estas horas despierto nuestro sobrino? ¿No te parece raro?». La Tonta debió de repetirlo en voz demasiado alta, porque Ascanio la oyó y cerró. A la tercera ronda, Asca­nio ya no estaba."

Gonzalo Torrente Ballester
La isla de los jacintos cortados