"Algún día yo seré olvidado, como disuelto en fango sólido, como vuestro gruñidor, lujurioso, hambriento hombre de Neanderthal con los huesos rotos.
(...)
Somos los pastores de nuestros cuerpos, que son animales tan estúpidos, peludos y repugnantes como el ganado. La muerte nos liberará de esta responsabilidad."

John Updike
Hacia el final del tiempo




"Caminamos en dirección oeste en busca del coche que estaba en el aparcamiento del instituto, subimos y nos fuimos a Alton. Luces, a ambos lados había luces que nos sostenían sólidamente a lo largo de los cinco kilómetros, excepto en el vacío que se producía a la derecha a la altura de los campos del asilo, y en el intervalo en que cruzamos el Running Horse River por el puente en que el hombre que habíamos recogido por la mañana pareció elevarse en el aire sobre sus zapatos. Atravesamos el vistoso corazón de la ciudad por Riverside Drive, Pechawnee Avenue, Weiser Street y Conrad Weiser Square, subimos por Sixth Street, y bajamos por un callejón que sólo mi padre parecía conocer. El callejón nos condujo donde el terraplén del ferrocarril se ensanchaba en un arcén oscuro salpicado de carbonilla, cerca de la fábrica de pastillas para la tos de Essick que inundaba aquella zona tan siniestra de la ciudad con sus humos de un nauseabundo olor dulce. Los empleados de la fábrica utilizaban estos terrenos desaprovechados del ferrocarril para aparcar sus coches, y lo mismo hizo mi padre. Salimos. Los dos portazos fueron repetidos por el eco. La forma de nuestro coche quedó sentada sobre su propia sombra como una rana ante un espejo. No había ningún otro coche aparcado allí. Una luz azul que brillaba sobre nuestras cabezas vigilaba como un ángel aterido.
Mi padre y yo nos separamos al llegar a la estación del ferrocarril. Él se fue andando hacia la izquierda, en dirección al hospital. Yo continué en línea recta hacia Weiser Street, en la que cinco cines anunciaban sus programas. La muchedumbre que fluía del centro de la ciudad se dirigía a casa. La sesión de la tarde ya había terminado; en los almacenes, cuyos escaparates proclamaban que enero era el mes de la Venta Blanca y estaban repletos de sábanas de algodón, colgaban las cadenas que cerraban sus puertas; en los restaurantes reinaba ese momento de sosiego en que se preparan las mesas antes de que empiece la cena; los viejos de los carromatos de soft-pretzels los cubrían con telas y se los llevaban de las calles comerciales. Ésta era la hora en la que más excitante me parecía la ciudad, justo cuando mi padre me abandonaba y yo, único elemento que se movía contra corriente en la marea del éxodo, paseaba, sin hogar, libre de detenerme a ver los escaparates de las joyerías, asomarme a echar una ojeada en el umbral de las tiendas de tabaco, inhalar el aroma de las pastelerías en las que señoras gordas con gafas sin montura y delantales blancos suspiraban detrás de bandejas brillantes con bollos pegajosos, donuts glaseados, rollos rellenos de pacanas, y suflés. A esta hora en que los obreros y compradores de la ciudad se apresuraban para regresar a pie, en autobús, coche o tranvía, a sus casas para cumplir sus deberes, yo quedaba liberado de los míos durante un tiempo en el que mi padre no sólo me permitía sino que me indicaba que fuera a un cine y pasara dos horas fuera de este mundo. El mundo, mi mundo y todos sus opresivos detalles dolorosos e inconsecuentes quedaba a mi espalda; me dediqué a pasear entre cofrecillos de joyas que algún día serían mías. Al llegar este momento, en este lujoso espacio de tiempo libre que se abría ante mí, era frecuente que me acordara sintiéndome culpable de mi madre, incapaz en su lejanía de controlarme o protegerme, mi madre con su casa de campo, su padre, su insatisfacción, su agotadora alternancia de osadía y prudencia, de ingenio y torpeza, de transparencia y opacidad, mi madre con su ancha cara tensa y su extraño aroma inocente a tierra y cereales, mi madre, cuya sangre yo contaminaba con la animada embriaguez que me producía el centro de Alton. Luego me parecía ahogarme en una pútrida brillantez y me asustaba mucho. Pero nada podía aliviar mi culpa; no podía ir al lado de ella, porque por su propia voluntad ella había colocado quince kilómetros entre nosotros; y este rechazo de su parte me convertía en un ser vengativo, orgulloso e indiferente: interiormente, me convertía en un árabe."

John Updike
El centauro



Cosmic Gall

"Los neutrinos son muy pequeños.
No tienen carga ni masa
Y no interaccionan en absoluto.
La Tierra es sólo una tonta pelota
Para ellos, que la atraviesan como si nada.
Como una doncella por un salón impoluto,
O como fotones por una lámina de cristal,
Desprecian el gas más exquisito,
Ignoran la pared más sustancial.
Hombros de acero, latón resonante,
Insultan al semental en su establo,
Y, burlándose de las barreras entre clases,
¡Se infiltran en ti y en mí!
Como altas e indoloras guillotinas,
caen sobre nuestras cabezas en la hierba.
Por la noche, entran en Nepal
Y traspasan al amante y a su amada
Desde debajo de la cama -dices que es
Maravilloso, yo digo que es grosero."

John Updike



"Cualquier actividad se vuelve creativa cuando el que la realiza se preocupa por hacerla bien, o mejor."

John Updike


"El artista aporta al mundo algo que no existía antes, y lo hace sin destruir nada."

John Updike



"El tiempo se mantuvo templado durante todo el mes de diciembre, como si los cielos quisieran bendecir nuestra elección, nuestra reelección. A menudo les parecía que Dios se manifestaba a través del presidente, y a los demás, que éste era una fuerza de la Naturaleza que era inútil tratar de resistir. Muchos que votaron por su adversario, se alegraron en secreto de que ganase: pedía muy poco y prometía mucho. No, esto no es del todo exacto, pues las promesas, si uno las examinaba, eran cada vez menos y más vagas. Él libraba al electorado hasta de la carga de la expectación, y en esto perfeccionaba su imitación de aquel Presidente Celestial cuya inactividad le ha valido nuestra fidelidad durante dos milenios (y ciertamente, si, contra Marción, consideramos que el Dios de los judíos y el Dios de los cristianos es el mismo, durante el doble de ese tiempo (presumiendo que la fecha de la Creación establecida por el arzobispo Ussher, 4004 a. de J.C., fije también el comienzo de la adoración y la alabanza activas subangélicas) aunque, desde luego, incluso el espacio vacío le alaba en cierto sentido, y un bendito tonto como Dale podría argüir que las leyes matemáticas inmutables y eternas son precisamente la forma de esta sumamente hipotética alabanza. Que me siga quien pueda.
Hacía varios años que Esther había conseguido un trabajo mal remunerado en un centro asistencial situado a veinte manzanas de nuestra casa, desde las siete y media hasta las dos y media, tres días a la semana. Para evitar las dificultades de aparcamiento y la posibilidad, bastante real, de que alguien forzase nuestro atractivo e incólume «Audi» nuevo, que había sido descrito en el prospecto como gris; pero que, en el momento de la entrega, resultó ser de un color germánico ligeramente tostado para el que no existe una palabra exacta en inglés, se había acostumbrado recientemente a tomar el autobús y dejar el coche disponible junto a la acera o, menos frecuentemente, en nuestro pequeño garaje, que estaba lleno de herramientas de jardinería, cubos de basura y un columpio caído en desuso. Y así, un día que no había seminario, al volver de mi conferencia de la mañana (después de tomar un vaso de leche y un trozo de quiche del domingo anterior, de pie en el helado vacío de la cocina, mientras espiaba a Sue Kriegman, que escribía a máquina con preocupado semblante en su estudio del piso alto, y de tratar inútilmente de encender el termostato cerrado por la tacañería de Esther), no me costó nada subir al coche para dirigirme a casa de mi sobrina. Le había anunciado mi visita por teléfono y me había armado con una grande, azul y resbaladiza antología de Literatura Americana que, en la desconcertante magnitud de la librería de nuestra Universidad, me había parecido que correspondía a un nivel de estudios secundarios.
Al conducir por Sumner Boulevard, por donde había pasado a pie hacía un mes, me chocó que hubiese perdido su majestuoso aspecto. Ya no estaban en el cielo aquellas nubes tumultuosas azotadas por el viento. En su lugar una niebla deshilachada y amarillenta se confundía con las borrosas siluetas de los árboles, ahora desnudos, y envolvía las cimas de los rascacielos del lejano centro de la ciudad. Las tiendas que, a los ojos del transeúnte, tenían cierto atractivo comercial, parecían ser, en la más larga y rápida perspectiva desde el automóvil, lamentables e improvisados locales decorados con cartón, apenas más duraderos que los paisajes urbanos que yo solía modelar antaño con cajas de cereales, cartones de huevos, cinta adhesiva y lápices, durante las lluviosas tardes de domingo en South Euclid."

John Updike
La versión de Roger


Cinco reglas para una buena reseña

– Intenta entender lo que el autor trató de hacer, y no le culpes por no lograr lo que no intentó.

– Incluye las suficientes citas textuales -al menos un pasaje extenso- de la prosa de libro, de modo que el lector de la reseña pueda formarse su propia impresión, obtener su propio gusto.

– Confirma tu descripción del libro con citas, aunque sean de una frase de longitud, más que con resúmenes vagos.

– No expongas demasiado de la trama, y no desveles el desenlace.

– Si juzgas el libro como deficiente, cita un ejemplo exitoso del mismo tipo, de la obra del autor o de otro lugar. Trata de entender el fallo. ¿Seguro que es del autor y no tuyo?

John Updike



"Jerry solía decir cosas así, halagos punzantes como insultos, auténticas trampas para la mente de Ruth, que no podía evitar caer en ellas a fin de averiguar cuál era su verdadera intención. De hecho, él no siempre quería decir lo contrario de lo que sus palabras dejaban traslucir. En esta ocasión, Ruth sospechaba que había dicho la verdad. En su locura, su engreimiento y su autoengaño, todos dependían de su derrotado y triste equilibrio mental para salvarse del desastre. Pues bien, ya estaba cansada.
La siguiente vez que Ruth llamó a Jerry y oyó que el teléfono comunicaba, y a continuación marcó el número de Sally y oyó la misma señal, eran las once menos cuarto de un día laborable y los niños habían salido a jugar en el vecindario. Ruth llamó a la niñera adolescente, pero la chica estaba en la playa. Lo intentó entonces con la señora O, que debía cuidar de los niños de Linda Collins, que había ido de compras a la ciudad. Y la señorita Murdock, a pesar de su fealdad, estaba en el salón de belleza. Entonces comenzó a llover y Ruth se tranquilizó al contemplar las gotas de agua tamizadas por el olmo. Dejémoslo estar, decidió. Dejémoslo estar todo.
Pero la repentina tormenta veraniega hizo que la joven niñera abandonara la playa y devolviera la llamada a Ruth, la cual le pidió que acudiera después del almuerzo. ¿Por qué? El ímpetu de su ira se había esfumado. Si hubiese ido a ver a Sally en el estado en el que se encontraba, se habría mostrado nerviosa y ridícula. Tal vez lo más razonable fuese hablar con Richard. Se mostraría dubitativa, sin traicionar a nadie, pero a cambio recibiría consejo, una pizca de sabiduría. Richard tenía un despacho en Cannonport, encima de la primera licorería de su padre; Ruth había estado allí y allí había hecho el amor en un pegajoso sofá de escay, bajo un grabado enmarcado que mostraba a unos ánades reales en pleno vuelo, mientras la secretaria del agente inmobiliario aporreaba la máquina de escribir en la sala contigua y las máquinas de la lavandería de al lado silbaban y traqueteaban. A Ruth le gustaban los sonidos que no podían alcanzarla; le gustaba la sensación de estar desnuda tras una puerta de cristal esmerilado cerrada con llave por dentro. Cannonport quedaba a veinte minutos en coche, o a quince si se pisaba el acelerador. Se puso una falda de algodón y una blusa de calidad a fin de mostrar un aspecto lo bastante respetable para los esquemas de Cannonport, pero sin parecer demasiado arreglada, no fuera a ser que se le ocurriera visitar a Sally después de todo.
El Falcon parecía reaccionar con soltura a la conducción de Ruth, en el ambiente húmedo y pálidamente soleado que había sucedido al aguacero. Había visto con anterioridad aquel verde intenso de los árboles que bordeaban la carretera en un cuadro de Monet, ¿o era un Pissarro? Y las vetas de color salmón en los troncos de los abedules eran de Cézanne. Al llegar al tramo en que tendría que haber reducido la velocidad para tomar la empinada cuesta de acceso a la casa de Sally, Ruth aceleró. La carretera que conducía a Cannonport lamía los neumáticos del Falcon con avidez. Entonces, una tras otra, una serie de imágenes la indujo a regresar a Greenwood. El polvoriento escritorio de Richard, de color verde militar. Era un hombre perezoso, seguramente no lo encontraría en el despacho."

John Updike
Cásate conmigo


"La acción química y mecánica que había sustituido a su alma cobró aún más ímpetu; en su trance de indignación, la mujer había dejado de ver y de oír. Sus voces despertarían a los vecinos. Su voz era cada vez más fuerte, alimentada inagotablemente desde dentro. Él tenía el vaso en la mano izquierda; levantó el hurgón con la derecha y lo descargó sobre la cabeza de la mujer, sólo para interrumpir por un instante aquel torrente de energía, para cerrar el agujero del que manaban demasiadas cosas. El hueso del cráneo produjo un ruido seco sorprendente, como si dos bloques de madera se hubiesen juntado de pronto. Ella puso los ojos en blanco y sus labios se abrieron involuntariamente, mostrando una inverosímil plumita azul sobre la lengua. Él sabía que estaba cometiendo un error, pero aquel silencio parecía un don del cielo. Su propia química rigió sus actos; golpeó una y otra vez aquella cabeza, siguiéndola en su lenta caída sobre el suelo, hasta que el mido de los golpes fue más blando que el de la madera al chocar contra madera. Había cerrado el agujero en una paz cósmica y eterna.
Una inmensa funda de alivio se desprendió de Clyde Gabriel; una película que se deslizó de su cuerpo empapado en sudor, como una bolsa protectora de polietileno al ser levantada de un traje limpio. Sorbió el whisky, evitando mirar al suelo. Pensó en las estrellas de allá fuera y en su inconmovible disposición en esta noche de su vida, como en cualquier otra durante los eones transcurridos desde que se condensó la galaxia. Aunque tenía todavía muchas cosas que hacer, algunas de ellas muy difíciles, una perspectiva milagrosamente refrescante daba a cada una de sus acciones una claridad total, como si hubiese vuelto ciertamente a aquellos libros infantiles ilustrados que Felicia le había recordado en son de burla. Era curioso que lo hubiese hecho; había tenido razón: él había adorado aquellos días en que, por estar enfermo, se había quedado en casa y faltado al colegio. Ella le conocía demasiado bien. El matrimonio es como dos personas que se encierran para leer una lección, una y otra vez, hasta que las palabras pierden todo su sentido. Le pareció que ella gemía en el suelo, pero decidió que no era más que el fuego al digerir una venita de savia.
Como niño concienzudo y amante de la pulcritud, a Clyde le habían encantado los dibujos arquitectónicos: los que mostraban cada moldura y dintel y cornisa, y ponían de manifiesto las reducciones triangulares de la perspectiva. Con una regla y un lápiz azul, solía prolongar las líneas decrecientes de los dibujos de las revistas y de los cuadernos de historietas hasta el punto de encuentro, aunque este punto estuviese fuera de la página. El hecho de que tal punto existiese era un concepto agradable para él, y quizá su primer atisbo de la fraudulencia de los adultos fue el descubrimiento de que, en muchos dibujos de apariencia deslumbradora, los artistas habían hecho trampa: no había ningún punto de encuentro exacto."

John Updike
Las brujas de Eastwick


"La angosta escalera de la antigua granja bajaba a través de dos des­cansillos y se detenía a un peldaño de la puerta principal, en un ves­tíbulo tan abarrotado que, al abrirse, la puerta golpeaba el poste de la pilastra. A la derecha de Piet, en un salón que el amontonamiento de lilas sumía en la semioscuridad, y donde como centinelas en las pe­numbras de un castillo los vasos usados la noche anterior —por los Pequeños-Smith, los Saltz y los Guerin— seguían apostados en brazos de sillones y bordes de muebles, Nancy y Ruth estaban mirando la televisión. Un funcionario postal británico, transmitido por satélite, altivo y borroso, hablaba del robo cometido el día anterior en un tren correo londinense, siete millones de dólares, el botín más grande de toda la historia. Por supuesto sin contar asaltos y confiscaciones que deberían calificarse acertadamente de actos políticos, no sé si me entendéis. Por lo que hemos podido determinar, en estos individuos no hay nada de carácter político». La televisión los sacaba al mundo exterior. La pequeña brillantez helada de la pantalla insinuaba un uni­verso de frío profundo más allá de la cálida envoltura de Tarbox, los amigos, la familia. Espejos instalados en Nueva York y Los Ángeles observaban la superficie inhabitable entre ellos e informes irradiados bañaban los rostros de las niñas con un venenoso azul parpadeante. Ese veneno era la vida nacional. Después de Corea a Piet dejaron de interesarle las noticias. Las noticias les ocurrían a otros.
A su izquierda, en la cocina ya inundada de sol, Angela repartió la vajilla del desayuno en cuatro manteles individuales de forma rec­tangular. Plato, vaso, cuchara, cuchillo. Sus pezones le golpeteaban oscuramente el camisón desde el interior. Tenía el cabello suelto, ba­lanceándose al sol mientras se movía, ágil. Piet tuvo la impresión de que estaba cada día más hermosa, de que retrocedía de él hacia los reinos abstractos de la belleza."

John Updike
Parejas


"La cálida sensación de cobijo que da un porche de barandilla salpicada por la lluvia no bastó para compensar la decepción que Buddy había causado a Conner, con quien había coincidido en condiciones antagónicas, y volvió a convencerse de que el destino de los hombres como él seguía consistiendo en encontrarse, excepto en los centros de administración, solos. Llovía a cántaros, aunque muy de vez en cuando una ráfaga de viento hacía que parte del agua se desplazara oblicuamente y golpeara la barandilla del porche provocando una pulverización tan fina, que lo que rebotaba contra la pared humedeciendo las amarillentas tablas, haciendo brillar la superficie de los tableros de damas y dando un tinte vainilla más oscuro a las sillas de mimbre no era tanto una neblina, como un aroma. El aire se hizo blanco y la horcadura de un relámpago se abrió sobre los lejanos huertos poniendo súbitamente de relieve cada uno de los esféricos árboles. Segundos después llegó el estampido. Las nubes formaban arriba un segundo continente, con su propio horizonte; una franja de plata vieja se extendía entre los perfiles casi tangenciales de las colinas y las nubes más lejanas. Una vez más, un relámpago abrió una grieta en el cielo, y el trueno le siguió más cerca. En el prado que se abría ante Conner, la única señal de la celebración de aquella jornada eran las mesas alineadas y los cables con bombillas de colores colgados de los postes. Los torpes viejos habían logrado realizar su trabajo.
Por entre la cortina de lluvia, los daños se apreciaban apenas: una mancha descolorida de cierta longitud, y una curiosa palidez, como si la pared estuviera rellena de conchas de ostra, o de fragmentos de argamasa. El contorno del muro no parecía haber sido afectado. Aunque hubiera podido ser peor, el daño era considerable. Con la escasez de obreros, iban a pasar algunas semanas antes de que consiguiesen un albañil y entretanto habría que recoger el cascote esparcido por el prado. El día de la feria todas las miradas se centraban en el asilo; Conner estaba seguro de que culparían a su administración por el aparente hundimiento y descuido del muro, y que hubiera ocurrido precisamente en la entrada, donde todos iban a verlo. Aquellas piedras caídas desmentían su concienzudo esfuerzo.
Conner aborrecía la maledicencia de la gente de la ciudad. Una frase de la molesta carta de aquella mañana le vino a la cabeza: Su deber es ayudar, y no estorbar, a esos viejos en su camino hacia el Premio Final. ¡El premio final...! ¡Aquél era el premio final! Se preguntó cuánto tiempo le llevaría a la gente dejar de ser tonta. A los lémures les había costado un millón de años enderezar su espina dorsal. Quizá fuese necesario otro millón de años para dragar las marismas del cerebro humano. La calavera de un animal es algo horrible, una gamella con colmillos, una burda concavidad. En la universidad le había escandalizado por el conservadurismo que mostraban los gráficos zoológicos. ¡Con qué lentísima precaución había retrocedido el hocico de la musaraña al paso que se abombaba su cráneo! Imaginaba a la mujer que le había enviado la carta, su ágil nariz rosada, sus débiles ojos temerosos, sus afilados dedos doblados como patas de cangrejo rascando el papel: una musaraña, una rata que se agarra a una corteza. ¿Cuándo morirían todas las musarañas para dejar que amanezca el día de los hombres?"

John Updike
La feria del asilo


"La creatividad es, simplemente, un nombre más en la actividad normal... Cualquier actividad se torna creativa cuando se procura hacerla bien, o mejor."

John Updike


“Nadie nos pertenece, salvo en el recuerdo.”

John Updike



Percepción desperdiciada

Y otra cosa deplorable acerca de la muerte
es la desaparición de tu propia marca de magia,
que te llevó toda una vida desarrollar y comercializar:
las ocurrencias, los chistes, el punto de vista
amoldado a unos pocos, aquellos seres queridos más cercanos
al escenario, sus suaves rostros blanqueados
por el resplandor de las candilejas, su risa al borde de las lágrimas,
lágrimas que se confunden con sus pendientes de diamantes,
su cálido aliento compartido al compás de los latidos de tu corazón,
su respuesta y tu actuación hermanadas.
Las bromas por teléfono. Los recuerdos
comprimidos en el archivo de acceso rápido. El acto en su totalidad.
¿Quién lo representará de nuevo? Muy sencillo: nadie;
imitadores y descendientes no son lo mismo.

John Updike


Quemando basura

"Por las noches —la luz apagada, el filamento
libre de su carga quemadora de átomos,
su esposa dormida, su respiración bajando
hasta tocar la fuente cenagosa— él pensaba en la muerte.
La casa encumbrada de su padre le dio tiempo
a que intuyese la nada que permanecía como una lámina
impoluta de espejo por detrás de su futuro humano.
Disponía de dos holguras que podía entrever, sólo dos. 

Una era la festiva totalidad de las cosas:
piedras macizas y nubes, vainas al acecho, el suelo
ofreciendo resistencia a sus rodillas y manos.
La otra era quemar la basura de cada día.
Disfrutaba el calor, el peligro artificial,
y la manera en que, según iba arrojando noticias viejas,
cordeles, servilletas, sobres, vasos de papel,
las lenguas hipnóticas del orden intervenían."

John Updike



"Si «salía» con algunos de sus condiscípulos, conservadores y pusilánimes aunque apuestos y admirables hijos de la oligarquía y su funcionariado, ¿Qué tenía de malo? Isabel era joven, estaba colmada de energía nerviosa y tomaba la píldora. Se puede ser fiel en espíritu, especialmente si en el momento del orgasmo una cierra los ojos y piensa: Tristao. Arrancado de su vida, inmodificable en la ausencia, se había convertido en un ser inviolado, una pieza intocable de ella misma, tan secreto como las primeras nociones sexuales de un niño.
El padre, al comprobar lo que parecía ser su aceptación de la situación, se felicitaba a sí mismo por el éxito de su estrategia. Iba y venía por el vasto piso como una babosa extraña, con su fina piel azulina, la sonrisa de labios pálidos, la frente cada vez más despejada en declive sobre la vaga benevolencia opresiva de su mirada, como la de las monjas que habían dado clases a Eudóxia e Isabel en la escuela. Salomao había pedido un año y medio de excedencia en el país antes de ocupar su nueva embajada, en Afganistán. De noche Isabel le oía practicar el persa y el pashto en su dormitorio: la voz profunda, oscilante y a veces gutural, era tan islámica en sus pasiones que lo imaginaba con un turbante flojo y una túnica suelta, regateando el precio de unas alfombras o condenando a muerte a los blasfemos. El hombre explicaba modestamente que ninguna de las dos lenguas le resultaba demasiado difícil, pues ambas eran ramas del indoeuropeo. De vez en cuando la llevaba a un concierto o al teatro en la escasa ronda capitalina de acontecimientos culturales. Durante días enteros apenas hablaban, cada uno preocupado por diferentes obligaciones y círculos. Isabel se atenía a su senda académica en una especie de trance, bajo el hechizo de un juramento cuyo emblema interior eran dos grises cañones de pistolas en lugar de una cruz. No sería ella la causa de la muerte de Tristao, al que guardaba en su corazón como a un prisionero a salvo en una celda cerrada a cal y canto."

John Updike
Brazil


Sonetos españoles

"A la luz del insomnio, aquellas verdades
que de día no nos parecen mal
(que estás en lo alto de una colina, que morirás, 
o que mañana tienes una cita que no puedes eludir)
se convierten en un conjunto de cuevas resbaladizas.
Hechos desnudos que al mediodía nada aclaran
poseen eco y se estremecen, aparecen y desaparecen.
Estar con vida es estar loco.

¿Puede ser? Tan sólo Goya es capaz de pintar tales cosas.
Estas últimas pinturas ocres emborronadas en Madrid
llenan una habitación con las visiones del insomnio,
en un español rápido como una maldición.
La oración es una broma, el amor una secreción; 
los torturados torturan y lo malo se vuelve peor.

John Updike.