"Cuando salieron de Berna empezó a llover. Ruth y Kern no tenían suficiente dinero para pagar el billete del tren hasta la próxima estación importante del camino. Tenían, es cierto, una insignificante reserva, pero no querían tocarla antes de llegar a Francia. Un coche que seguía su misma dirección les llevó durante unos cincuenta kilómetros. Después de ello tuvieron que seguir a pie. Kern raramente se arriesgaba a vender nada en las pequeñas ciudades, porque podía despertar sospechas. No podían nunca detenerse más de una noche en el mismo lugar; llegaban tarde, cuando la comisaría de policía estaba ya cerrada, y se ponían en camino por la mañana, antes de que la abriesen nuevamente. De esta manera, ya se encontraban siempre lejos del lugar antes de que pudiera ser entregada una denuncia a las autoridades. La lista de Binder no les sirvió de mucho en aquella parte de Suiza. Sólo mencionaba ciudades mayores.
En las proximidades de Murten durmieron en un establo vacío. Llovió durante la noche. El techo del mismo estaba en pésimo estado y se despertaron completamente empapados. Intentaron secar sus ropas, pero no consiguieron hacer una hoguera. Todo estaba mojado. Lucharon con grandes dificultades para descubrir un rincón donde la lluvia no hubiera penetrado. Durmieron apoyados uno contra el otro para calentarse. Pero los abrigos que usaban como mantas, estaban demasiado mojados, y el frío les despertó nuevamente. Así, aguardaron el rayar del alba para ponerse nuevamente en camino.
—Andando entraremos en calor —dijo Kern— ¿Y probablemente encontraremos café en algún sitio.
Ruth hizo Señal de que sí.
—Tal vez el sol salga y entonces nos sequemos rápidamente.
Sin embargo, el día permaneció frío y nublado, y continuaron cayendo aguaceros sobre los campos. Era el primer día, verdaderamente frío, del mes. Las nubes estaban bajas y por la tarde se reanudó la tormenta. Ruth y Kern se refugiaron en una capillita, que estaba junto a la carretera. Al cabo de unos momentos empezó a tronar mientras los rayos y los relámpagos brillaban a través de las vidrieras, donde había santos pintados, vestidos de azul y oro, sujetando en la mano versículos donde se hablaba de paz en el cielo y en la tierra.
Kern notó que Ruth tenía escalofríos.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
—No. No mucho.
—Ven. Es mejor que andemos un poco por aquí dentro, si no te vas a enfriar.
—No me resfrío. Déjame sentada aquí un poco más de tiempo.
—¿Estás cansada?
—No. Pero quiero quedarme así algo más.
—¿No sería mucho mejor andar un poco? Sólo unos minutos. No te debes quedar sentada tanto tiempo, con la ropa mojada. El suelo, al ser de piedra, es bastante frío.
—Está bien, vamos.
Se pusieron a andar despacio, alrededor de la nave, oyendo retumbar sus propios pasos. Pasaron delante de los confesonarios cuyas cortinas verdes se movían por el aire. Dieron la vuelta al altar y anduvieron nuevamente por la sacristía.
—Todavía faltan nueve kilómetros hasta Murten dijo —Kern—. Vamos a ver si encontramos un sitio más cercano para pasar la noche.
—¡Podemos hacer muy bien los nueve kilómetros!;
Kern murmuró alguna: cosa para sí mismo.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Ruth.
—Nada. Estaba, simplemente, maldiciendo a un tal Richard Binding.
Ella le pasó la mano por el brazo.
—Olvídalo. Es lo mejor que puedes hacer. Mira. Parece que ya cesa la lluvia.
Salieron. Todavía caían algunas gotas, pero sobre las montañas aparecía un inmenso arco iris que cubría el valle, de un lado a otro, como un puente multicolor. Más allá del bosque, entre las nubes dispersas, una luz amarilla iluminaba el paisaje. No podían ver el sol. Sólo percibían aquella luz que irradiaba como una neblina luminosa.
—Ven —dijo Ruth—. El tiempo está mejorando.
Aquella noche llegaron a un redil de ovejas. El pastor, un campesino de mediana edad, estaba sentado delante de la puerta. Dos enormes perros estaban echados a sus pies. Cuando Kern y Ruth se aproximaron, los perros se levantaron ladrando con furor. El campesino sacó la pipa de la boca y silbó, llamándolos.
Kern se aproximó.
—¿Nos podría permitir que pasáramos la noche aquí? Estamos muy cansados para poder continuar el camino.
El hombre les miró durante un rato.
—Ahí arriba está el henil —dijo finalmente.
—Tenemos suficiente.
El hombre les miró nuevamente.
—Deme sus cerillas y los cigarrillos —dijo después—. Hay mucha paja allí.
Kern entregó lo que le pedía.
—Tendrán ustedes que subir por la escalera interior —continuó el pastor—. Yo cerraré una vez hayan entrado, porque vivo en la ciudad, y por la mañana temprano vendré a abrir la puerta.
—Gracias, muchas gracias.
Subieron por la escalera. Al llegar arriba comprobaron que reinaba un cálido ambiente. Después de un rato el pastor apareció, trayéndoles uvas, un poco de queso y pan negro. "

Erich Maria Remarque
Náufragos




"Desciendo hacia la ciudad. Sigue lloviendo. Isabelle ronda en mi pensamiento. La he abandonado; la he dejado en la estacada, eso será lo que estará pensando ahora. No debería volver a verla ya más. Esta idea me trastorna y no hace más que aumentar mi confusión. Pero ¿qué ocurriría si no fuera más allí? ¿No sería como perder la cosa más importante, la cosa que no puede jamás envejecer o marchitarse, o hacerse vulgar, porque jamás llega uno a poseerla?
Llego delante de la casa del zapatero Karl Brill. De su taller me llega el sonido de un gramófono. Brill me ha invitado a una velada entre hombres, una de esas célebres veladas en el transcurso de las cuales Frau Beckmann ejecuta su número especialísimo. Titubeo unos instantes, no me siento muy dispuesto, pero finalmente entro. Precisamente por no tener ganas de hacerlo.
Me acogen bocanadas de humo de tabaco y el acre olor a cerveza. Karl Brill se levanta al verme y me abraza, un poco tambaleante. Su cabeza es casi tan monda como la de Georg Kroll, pero para compensar esta penuria pilosa ostenta bajo la nariz un descomunal bigote."

Erich Maria Remarque
El obelisco negro


"Dormí mal aquella noche y salí temprano del hotel, demasiado temprano para empezar mi trabajo en casa de Silvers. Fui en el autobús de la Quinta Avenida hasta la parada del cruce con la calle 83, con el propósito de visitar el Museo Metropolitano. Aún estaba cerrado. Crucé el Central Park detrás del museo hasta el monumento a Shakespeare, continuando luego por la orilla del lago hasta el monumento a Schiller, cuyo aspecto era igualmente el de un intruso; quizá había sido inaugurado hacía decenas de años por un emigrante alemán. En la actualidad estaba embellecido por un erótico: presentaba el dibujo en pintura roja de un apretado y altivo trasero femenino en el momento de ser violado por un hombre que lucía gafas. El dibujo no carecía de mérito, pero era bastante inadecuado para el autor de La Doncella de Orleáns. Seguí mi camino y poco después fui abordado por un elegante barbudo; en el primer momento pensé que quizá se trataba del pintor, pero cuando me preguntó si había desayunado, caí en la cuenta de que me había encontrado con un lírico homosexual y le despaché. Entretanto, ya era hora de entrar en el museo. Lo había visitado varias veces. Me recordaba la época de mi estancia en el Museo de Bruselas, y me la recordaba, aunque parezca extraño, más por el silencio reinante que por ninguna otra razón. El enorme y atormentado aburrimiento del primer mes que pasé allí, la tensión monótona, el miedo constante de ser descubierto, que fue convirtiéndose paulatinamente en una especie de costumbre fatalista, todo esto parecía haberse hundido tras la línea del horizonte. Permanecía únicamente el inquietante silencio, este sentirse independiente de cualquier circunstancia, esta existencia en el tranquilo núcleo de un tomado que, envuelto siempre por el torbellino de la tempestad parecía ocultarse perpetuamente en una zona de calma, donde ninguna vela se hinchaba ni siquiera se movía.
La primera vez me sobrecogió el miedo a rememorar todo lo pasado, pero fue como si este museo de Nueva York me reservase la misma calma protectora. Ninguna evocación me asaltó mientras paseaba vacilante por las salas. La paz, emanada incluso por las paredes de las cuales pendían encarnizadas batallas y que tenían algo curiosamente metafísico, algo del despego de la eternidad —esta paz inconcebible del pasado, que era paz precisamente por el hecho de hallarse tan lejana, esta paz de la cual habló el profeta cuando dijo que Dios estaba en la calma y no en la tempestad—, esta paz transparente lo mantenía todo a raya, no permitía a la guerra transponer las paredes ni tronar en las salas, y también parecía protegerme a mí. Aquí, en estas salas, yo había conocido súbitamente el ilimitado y puro sentido de la vida que los indios llaman samadhi y que no se olvida jamás, independientemente de si la visión perdura o no, después de haberlo vislumbrado como un chorro vertical entre los ojos, y haber sido penetrado por él. Lo que perdura es el reflejo de la mágica ilusión del mundo: que la vida es eterna y que nosotros vivimos eternamente si logramos despojamos de la piel de serpiente del Yo y aprender que la muerte es una transformación. Yo tuve esta ilusión ante el Paisaje de Toledo, el sublime y tenebroso paisaje de El Greco, que estaba colgado junto al cuadro de mayores proporciones de El Gran Inquisidor, este benévolo antecesor de la Gestapo y de todos los verdugos del mundo. Yo ignoraba si existía una conexión entre ambos, pero durante aquel segundo revelador sentí que todo y nada tienen una conexión y que esta conexión no es más que una muleta humana, en parte una mentira y en parte una verdad ininteligible. Pero, ¿qué es una verdad ininteligible, sino una mentira ininteligible?"

Erich Maria Remarque
Sombras en el paraíso


“El carácter de una persona sólo se descubre cuando se convierte en patrón.”

Erich Maria Remarque


"El refugio era espacioso y bajo, muy bien construido, con galerías, pasillos laterales y luces: había bancos y guardias designados para mantener el orden. Muchas personas habían llevado colchones, mantas, maletas, sacos y sillas plegables: la vida bajo tierra estaba ya organizada. Graeber miró en torno suyo. Era la primera vez que estaba en un refugio antiaéreo con paisanos. La primera vez con mujeres y niños. Y la primera vez, en Alemania.
La luz, lívida, azulada, daba un color violáceo en los rostros de las gentes. Hubiérase dicho una apretada legión de ahogados. Graeber advirtió que no lejos de él se encontraba la amazona vestida de rojo. Su bata era ahora violeta, y su pelo tenía un brillo verdoso. Miró a Elizabeth. Su rostro parecía gris y desencajado; tenía los ojos hundidos, y sus cabellos habían perdido el brillo y caían fláccidos sobre sus hombros. «Gente ahogada —pensó—. Ahogada en la mentira y en el temor, acosada hasta el extremo de tener que agazaparse bajo la tierra, ¡en pugna con la luz, la pureza y la verdad!»
Frente a él había una mujer con dos niños, encogida y trémula. los niños se apretaban contra sus rodillas. Sus rostros eran chatos e inexpresivos, como congelados. Sólo tenían vida, sus ojos. Brillaban con luz reflejada, eran grandes y los tenían muy abiertos; miraban hacia la entrada cuando arreciaba el estruendo; luego hacia el techo, muy bajo, y las paredes, para volver de nuevo a la entrada. Sus movimientos no eran rápidos y espasmódicos. Seguían las fluctuaciones del ruido con ojos de animales paralizados, pesada, vagamente, y de pronto, con gran rapidez, como si estuvieran en trance, recorrían el recinto en todas direcciones; y la débil luz se reflejaba en ellos. No veían a Graeber, y ni siquiera a su propia madre: el poder de reconocimiento y de comunicación se había desvanecido en ellos: con anónima aplicación seguían algo que eran incapaces de ver: el zumbido que podría ser la muerte. No eran ya lo bastante pequeños como para no husmear el peligro, ni lo bastante mayores para dar una inútil muestra de valor. Estaban alerta, indefensos y resignados.
Graeber vio de pronto que procedían así no sólo los niños; los ojos de las demás personas se movían en ti mismo sentido. Sus rostros y sus cuerpos permanecían inmóviles; escuchaban, y no sólo con los oídos, sino también con sus hombros caídos, con sus muslos, con sus rodillas, con sus brazos y con sus manos. Escuchaban inmóviles; sólo sus ojos seguían las oscilaciones del sonido como si obedeciesen a una voz de mando inaudible,
Entonces percibió el miedo.
Algo cambió, imperceptiblemente, en la pesada atmósfera. La tensión se relajó. Afuera seguía el estruendo, pero se tuvo la impresión de que, de algún lado, un viento fresco atemperaba el ambiente. No se veían ya en el amplio sótano cuerpo agobiados; lo llenaban seres humanos que habían dejado de ser sumisos y apáticos; se movían de un lado para otro con las cabezas erguidas y se hablaban entre sí. Volvían a tener rostros y no máscaras.
—¡Ya han pasado! —exclamó un anciano junto a Elizabeth.
—Pueden volver —observó alguien—. LO hacen a menudo. Dan media vuelta y regresan cuando la gente ha abandonado los refugios.
Los dos niños comenzaron a moverse. Un hombre bostezó. De algún sitio salió un perro basset, que se puso a husmear. Un niño gritó. Unos cuantos deshicieron sus paquetes y empezaron a comer. Una mujer lanzó un chillido estridente, como una valkiria:
—¡Arnold! ¡Nos hemos olvidado de apagar el gas! ¡Adiós nuestra comida! ¿Por qué no me lo recordaste?
—No te preocupes —dijo el interpelado—. Cuando hay un ataque aéreo, las autoridades cortan el suministro de gas.
—¿Que no me preocupe? Si vuelven a darlo, la casa estará llena de gas. Eso es aún peor.
—Cuando es sólo una alarma, no cierran el gas —dijo una voz pedantescamente—. Sólo cuando se produce el ataque.
Elizabeth sacó de su bolso un peine y un espejito y se arregló los cabellos. En la luz mortecina, el peine parecía como si estuviera hecho de tinta seca, pero bajo él los cabellos crujían briosos y llenos de vida."

Erich Maria Remarque
Tiempo de vivir


"La ola espumaba alrededor del peñasco, lo mojaba noche y día, lo abrazaba con sus blancos brazos y le suplicaba que fuese con ella. Lo amaba y ondeaba en torno a él, y lentamente lo minaba; y un día el peñasco, totalmente erosionado por la base, cedió y cayó en brazos de la ola. Y de pronto ya no era un peñasco con el que jugar, un peñasco al que amar, un peñasco con el que soñar. No era más que una masa de piedra en el fondo del mar, ahogado en el mar. La ola se sintió decepcionada y se puso a buscar otro peñasco."

Erich Maria Remarque seudónimo de Erich Paul Remark


"Le soltaron. Se tambaleó, apretó los dientes y recobró al instante el equilibrio. Lewinsky y Werner apretaron sus hombros contra los suyos, pero no tuvieron necesidad de sostenerle. Caminó, entre ellos, solo, con la cabeza echada hacia atrás, respirando pesadamente, pero solo.
El paso titubeante de los presos se había transformado en una especie de marcha triunfal. Una división de belgas y de franceses y un pequeño grupo de polacos se hallaba entre ellos. Marcharon todos juntos.
Las columnas comenzaron a entrecruzarse. Los alemanes iban camino de las aldeas vecinas. No disponían de comunicaciones ferroviarias porque la estación había sido destruida y, por consiguiente, tenían que ir a pie. Unos pocos paisanos con brazales SA dirigían la columna. Las mujeres estaban cansadas. Algunos niños lloraban. Los hombres caminaban sombríos, cejijuntos.
—Así fue como huimos de Varsovia —susurró un polaco detrás de Lewinsky.
—Y nosotros de Lieja —contestó un belga.
—Y nosotros de París.
—No. Fue peor. Mucho peor. Nos expulsaron de un modo muy distinto.
No les animaba ningún deseo de venganza. Ni tampoco el odio. Las mujeres y los niños eran los mismos en todos sitios, y habitualmente los inocentes más que los culpables eran siempre los que sufrían los efectos de la guerra. En aquella turba abrumada de cansancio había, indudablemente, muchos que no habían hecho nada que justificara su destino. Pero los presos no pensaban en esto; su pensamiento, en aquellos momentos, era muy distinto. Nada tenía que ver con el individuo; como tampoco con la ciudad, o, incluso, con la nación. Era más bien algo semejante al sentimiento de una enorme justicia impersonal que surgió en el momento en que las dos columnas se cruzaron en el camino. Un crimen a escala mundial se había cometido casi imponentemente; las leyes de humanidad habían sido vulneradas y pisoteadas; la ley de la vida escarnecida, violada, destruida; el robo, legalizado; el asesinato, enaltecido, y el terror, legitimado; y ahora, de repente, en aquel momento desalentado, cuatrocientas victimas de un poder arbitrario tuvieron la sensación acuciante de que la hora de su liberación estaba ya muy próxima, que una voz había hablado y que el péndulo del tiempo iniciaba hacia atrás su recorrido. Intuyeron que no sólo se salvarían países y naciones, sino también la misma ley de la vida. Muchos nombres existían para designarla, y uno de ellos, el más antiguo y sencillo, era Dios. Y esto quería decir: hombre.
La columna de refugiados dejó, por fin, atrás a la de los prisioneros. Durante unos cuantos minutos pareció que los refugiados eran los presos y que éstos eran hombres libres. Dos grandes furgones tirados por caballos grises, cargados de equipajes, cerraron la marcha. Los SS, muy nerviosos, corrieron de un lado a otro de la columna de presos al acecho de algún signo o asomo de entendimiento entre unos y otros. Nada sucedió. La columna siguió avanzando silenciosamente; los prisioneros volvieron a arrastrar los pies, el cansancio se posesionó nuevamente de ellos, y una vez más, Goldstein rodeó con sus brazos los hombros de Lewinsky y de Werner; sin embargo, cuando las barreras rojas y negras de la entrada al campo aparecieron con su verja de hierro adornada con el viejo lema prusiano A cada cual lo suyo, todos, a una, vieron con nuevos ojos aquellas palabras que durante años había sido una terrible burla.
La banda militar del campo estaba esperando en la verja. Tocó la Marcha del rey Federico. Detrás de ella se encontraban numerosos SS y el segundo jefe del campo. Los presos comenzaron a desfilar."

Erich Maria Remarque
Destello de vida


"Me deslicé escalera abajo. Se percibía el olor de la comida. Había pescado. En el descansillo de la escalera había un arcón italiano. Muchas veces había pasado a su lado sin reparar en él. En aquel momento examiné las tallas con tanto detenimiento cual si hubiera ido a comprarlo. Seguí caminando como un sonámbulo. En el segundo piso hallé una puerta abierta. La habitación estaba pintada de color verde claro. Las ventanas habían sido abiertas de par en par y la camarera se hallaba ocupada en dar vuelta a los colchones. ¡Es extraño cuántos detalles percibimos cuando creemos no ver nada a causa de la agitación!
Golpeé la puerta de un amigo que vivía en el primer piso. Se llamaba Fischer y en cierta ocasión me había mostrado una pistola qué poseía para considerar más llevadera la vida. El arma le daba la ilusión de llevar esa existencia miserable y desesperada del emigrante por propia voluntad, pues se le ofrecía la alternativa de interrumpirla cuando quisiera.
Fischer había salido, pero la puerta de su cuarto no estaba cerrada con llave. No tenía nada que ocultar. Entré con el propósito de esperarlo. No sabía con exactitud lo que quería realmente, si bien sabía que necesitaba pedirle prestada la pistola. Comprendía claramente que era una locura matar a Georg en el hotel, pues eso significaría poner en peligro a Helen, a mí y a los emigrantes que allí se alojaban. Me senté en una silla y traté de sosegarme. No lo logré. Permanecí con la mirada fija en un punto. De repente un canario empezó a trinar. Su jaula pendía entre dos ventanas. No la había visto al entrar y me sobresalté; cual si alguien me hubiera empujado. Poco después Helen entró en el cuarto."

Erich Maria Remarque
Una noche larga


"Soy joven, tengo veinte años, pero no conozco de la vida más que la desesperación y la muerte, la angustia y el tránsito de una existencia llena de la más estúpida superficialidad a un abismo de dolor. Veo que los pueblos son lanzados los unos contra los otros, y se matan sin rechistar, sin saber nada, locamente, dócilmente, inocentemente. Veo cómo los más ilustres cerebros inventan armas y frases para hacer posible todo esto durante más tiempo y con mayor refinamiento. Y como yo, lo ven todos los hombres de mi edad, aquí y entre los otros, en todo el mundo; conmigo lo está viviendo toda mi generación. ¿Qué harán nuestros padres si un día nos levantamos y les exigimos cuentas? ¿Qué esperan de nosotros cuando la guerra haya terminado? Durante años enteros, nuestra ocupación ha sido matar; ha sido el primer oficio de nuestra vida. Nuestro conocimiento de la vida se reduce a la muerte. ¿Qué puede, pues, suceder después de esto? ¿Qué podrán hacer de nosotros?"

Erich Maria Remarque
Sin novedad en el frente