"Amo el paisaje de mi comarca porque lo han visto unos niños que fueron abuelos de mis abuelos. Todo el pasado familiar quedó y se deshizo en mi tierra. No creo que se trate de una fácil sentimentalidad; sino de una capacidad de recuerdos, de botánica, de piedras, de idioma, y de una incapacidad para la adquisición: incapaz de adquirir bienes, paisaje, idioma. El arte mismo es para mí un estado de felicidad por el ensanchamiento, por la multiplicación de mi vida, de llegar en mi tierra a posesiones espirituales."

Gabriel Miró


"¡Con cuánto amor la odio! ¡Con qué rabia la quiero!"

La mujer de Ojeda
Gabriel Miró


"Dice el Eclesiastés que la risa, el habla y el andar del hombre muestran su corazón. Pues el ánimo del dueño de estas heredades se manifiesta en las ventanas; aquí, aun sin querer, pone su tono, sus resabios, sus cavilaciones, sus conceptos, singularmente el de la Interinidad de la vida. Crece el edificio; va quejándose su fisonomía con los rasgos de los balcones de las rejas... (Una ventana encima de un huerto, del mar, de las soledades de un monte, nos comunica las complacencias de los que están junto a la vidriera mirando.) Y apenas se acaban estas órbitas, el dueño les baja unos párpados de ladrillos. En la faz tapiada se endurece una mueca de avidez, como la de los tuertos y sordomudos. La ventana no es sólo la mirada, es también el grito, la ansiedad, la sonrisa hacia los senderos, las nubes, los caminantes, las aves, los rebaños, la lluvia, las estrellas.
(...)
No; la señora no quiere cavilar ni desperdiciar dineros en una hacienda que sólo ha de tener mientras viva. ¡Y qué le queda de vivir a sus ochenta y seis años! Después, sin hija ya en el mundo, los bienes de don Pedro irán a poder de los de su sangre, y las heredades de ella, a los de la suya. Dejó el esposo sobrinos que esperan... le queda a la señora la sobrina. Todo el pan está ya rebanado y a punto que se lo repartan. A doña Elisa, con sus alpargatas, su toca y su hábito del Carmen, ya no le falta sino acostarse en la tierra, al lado de la niña y del marido... Y otra vez se le llenan los ojos de bruma inmóvil de eternidad: ¡Es la eternidad...!
(...)
Sigüenza se revuelve mirando la gota de lumbre de Venus, lumbre jugosa, de una sensación de desnudez. Ya baja por los hombros del Ponoch. Se lo avisa a la señora, que no puede levantar tanto su frente; y la sobrina busca el lucero por otro horizonte. Venus se hunde veloz, quebrándose en la humedad de la mirada... Se ha embebido el zumo de claridad, y el cielo se va desamparando."

Gabriel Miró
Años y leguas



“El futuro de los niños es siempre hoy. Mañana, será tarde.”

Gabriel Miró


"Era demasiado pronto para ir al cielo. El cielo había de comenzar cuando acabase la vida de toda la tierra; entonces, según el parecer del señor Hernández Aparicio, principiará la eterna bienaven­turanza, que debe ser una para todos los justos; porque, ¿cómo quieres tú -me decía Aparicio­- que la gloria celestial sea más larga, más eterna para los que ya murieron y se salvaron que para los que todavía tienen que nacer, vivir y salvarse? No; esa gloria es una y, la misma, y los que se hallan en el ciclo han de esperar a los futuros y definitivos bienaventurados. Pues cuanto menos se aguarde, mejor.
Así pensábamos, calculando por medidas cadu­cas y terrenas la heredad que no tiene términos. Y proseguíamos imaginándonos la espera de la felicidad hasta el cielo, viendo el afanoso tránsito de los elegidos. Y como en este mundo se suelen esperar las cosas buscándose los deudos y amis­tades para esperarlos juntos, nos dijimos que acaso en la gloria procediéramos de la misma suerte. Aparicio se estremeció. Es que se acordaba de su tía doña Raimunda Hernández, que vivió y murió como una santa. Lo proclamaban los más doctos y buenos de la provincia de Murcia. Morir y salvarse tan temprano equivalía a esperar más tiempo la vida perdurable al costado de doña Raimunda Hernández. Era seguro que había de encontrarla, aunque no pudiésemos explicarnos que llegasen a merecer la gracia y la predilección del Señor almas tan desabridas y tan insufribles en la tierra... Al lado de la señora y del Hermano Enfermero; porque el Hermano Enfermero necesariamente moriría de un momento a otro, por el encendido fervor en implorarlo y por su precaria naturaleza.
[...]
Y no nos persuadíamos. Este marginar la emoción de nuestro encuentro, desde el primer instante, sería lo que apagaba su júbilo. Fuimos dos críticos que se abrazan. Ordóñez aparentaba dis­traerse, y yo también. Mirábamos la calle ruda, toda ole sol, empedrada de guijas de río, de tapias de cal, como un camino entre heredades... De súbito, Ordóñez me miraba para verme mejor en mi des­cuido, y como yo también quería valerme de lo mismo, nos sofocábamos de la coincidencia, y ese sorprenderse el ánimo sin pañales no abre la cor­dialidad. De modo que vacilábamos en fuerza de no decirnos nada, queriéndolo decir lodo, y viéndonos y comprendiéndonos más allá de la confianza antigua. Aquí parece que se avengan, claro que un poco reducidas, aquellas palabras de madame Staël: «Verlo y comprenderlo todo es una gran razón de incertidumbre».
La calle semejó latir como si fuese un sembrado que de pronto lo penetrara un aire de buena lluvia. Era un cántico de niñas encerradas. Dijo Ordóñez que había cerca un convento de madres Carmelitas y ensayaban unos Gozos las chicas pobres de la parroquia. Los pronunciaba muy contento de salir objetivamente de la cortedad.
Se oía el órgano como una voz cansada de maestro que reprende durmiéndose en la lección. Y resaltaba la tarde la ciudad vieja sobre este fondo infantil, dándose las claridades de la emoción a costa de las niñas encerradas en torno del arca de un armónium. Quizá fue éste uno de los más tempranos principios de doctrina estética que recibí."

Gabriel Miró
El humo dormido


"La gloriosa pureza del azul, la grande y desconocida visión de este paisaje, exaltaban a Félix acuciándole a recoger toda la mañana dentro de sus ojos; y hasta lo más menudo de los campos fijaba su ánimo.
Vislumbraba de telarañas la pingüe y fresca tierra de los bancales hortelanos. Y Félix se inclinaba para admirar esos delgados y curiosos tejidos de plata; se entraba por los tiernos y resbaladizos cauces de las regueras; y luego, afanoso de seguir al labriego, corría hundiéndose entre verdura, tropezando en los ramajes esquilmeños de los manzanos, rendidos por la abundancia, y las pomas le caían fragantemente, doblándole las alas de su sombrero, rodando por sus hombros; tomaba de ellas; las mordía, y la piel de la fruta, ya calentada del sol, su aspereza con dulces dejos, y el olor de su zumo, le llenaron de sencillez y puericias.
Verdaderamente, era Félix, entonces, un rapaz que saltaba las cercas de un huerto y se embriagaba de vida gustándola, sorbiéndola, aspirándola en la alegría de los árboles, del sol, del agua y del azul magnífico...
Alonso tuvo que esperarle, que estaba ya muy lejos.
Cuando se hallaron juntos desdobló Alonso la harpillera, y con mucha gravedad y cuidado se la puso a Félix, dejándole enfundada toda la cabeza. Y en tanto que cumplía esta ceremonia, que a Félix le representaba la consagración de algún rito bárbaro y agreste, no dejaba de advertirle "que ya no hablase recio, que las manos se las guardase en las faltriqueras" y otros prudentísimos avisos.
Para verse insaculado se miró Félix su sombra en el rudo espejo de la tierra soleada. Se acomodó la redecilla delante de los ojos; aspiró olor de miel y sudor de castradores, y gritó y saltó de gozo.
Le pidió Alonso que no alborotase. Y en silencio llegaron a una diminuta aldea de casitas encaladas, puestas al abrigo de un bardal encrespado de zarzas y aromos.
Allí dentro sonaba un ronco fragor como de río que se despeña.
Se estremeció Félix de emoción sintiéndose cerca de penetrar en el sagrado de vidas vírgenes. Consideraba ese recinto un monasterio, y a las abejas, religiosas, todas veladas. Se acordó también de la geórgica de Virgilio, y aún quiso decir algo del poeta divino. Alonso no lo consintió. ¡Señor! Alonso estaba transfigurado: ya no era el rústico maldiciente, sumiso, flemático. Lo vio gigantesco, heroico, inmóvil, solo, sobre fondo de cielo tachonado de abejas de oro. Todo el ambiente semejaba conmovido de la pujante tría.
Le llamó; no le escuchaba. Félix ingresó en la blanca callejita del colmenar. Crecía su pasmo de ver al campesino cercado de peligros y sin defensa de la celada de saco y alambres. Se lo confesó. Y Alonso, gustando el panal de la vanagloria, repuso despacio:
-No piense en mí. Basta con esto.
Y sacó del seno un trozo de cuerda, y acercándose a una colmena, la encendió. Después quitó los hatijos, hirvientes de costras de abejas, y de lo hondo subió el enjambre fiero, ruidoso. Alonso lo oxeaba con suavidad, perdonando sus rebeldías y amenazas. Vio Félix las rubias y esponjosas brescas con sus celdillas desbordantes de tostado y espeso licor y otras habitadas por las velluditas artífices, recelosas, bravas como aves criadoras.
-¡Basta, basta; no miremos más, que todas huyen sufriendo!
Pero Alonso no le oía, y entraba la encendida soga, y se asomaba tercamente a las cálidas entrañas del blanco sagrario, que exhalaba un vaho de cera, de flores de altar de mes de María. ¡Señor! ¡Alonso era entonces un genio! ¡Hasta sus ojos menuditos y grises daban lumbres de majestad, y todo él ostentaba bizarría, regocijo, triunfo y dominación! Sus ansiedades estaban cumplidas. ¡Cuán sereno y fuerte delante de las abejas! ¿Tendrían todos los hombres, hasta el mismo Alonso, la codiciada agua para su sed? ¿Qué fuente refrescaría y saciaría las ansias imprecisas de su alma?
No pudo seguir elogiándole ni inquiriendo otras peregrinas cuestiones, porque del seto frondoso y vivo sonó un grito, y a poco riñas y plañidos de exquisito donaire.
¡Oh, el grito era de garganta femenina! Se quitó Félix la grosera capilla y saltó afanosamente el muro de maleza.
¡La mujer de Koeveld!
Sí; ella era, que reía y se quejaba mostrando sus manos a una criada campesina. La blanca sombrilla de seda rodaba por el camino. A lo lejos venía Giner, pesado, cayéndose, tropezando con un perro flaco y desorejado que se obstinaba en hacerle gracias y zalemas. Y el señor Giner rechazaba y aborrecía al animalito.
Se acercó Félix a la esposa.
-¡Ay, lo que me hizo una abeja aquí, en este dedo, en el chiquitín!
Él le tomó la mano herida y se la llevó cerca de la mirada y de su boca, mientras la hermosa dama se lamentaba blanda y donosamente como una niña enfermita, descansando su busto en el hombro de Félix.
La anacreóntica estaba invertida. Venus misma era la llorosa, mordida de "una sierpe pequeñita y alada".
Por el zarzal del seto asomaba la espantada cabeza de Alonso, ya sin majestad, sin lumbres de triunfo ni nada."

Gabriel Miró
Las cerezas del cementerio


"La palabra no ha de decirlo todo, sino contenerlo todo."

Gabriel Miró


"Por ruin que haya sido el pasado, son más ruines los que con él gozan."

Gabriel Miró


"Se encerraban en la cámara del reloj para sentirse traspasados por el profundo pulso. Allí latían las sienes de Oleza. Luego, otra vez, torciéndose por la escalerilla, llegaban bajo la cigueña de las campanas; y desde los arcos, entre aleteos de falcones y jabardillos de vencejos, veían el atardecer, que don Magín comparaba a un buen vecino que volvía, de distancia en distancia, al amor de su campanario.
(...)
Se distrajo con un pisapapeles de cristal lleno de iris. Poco a poco la tarde recordada por el prelado se le acercó hasta tenerla encima de su frente, como los vidrios de sus balcones donde se apoyaba muchas veces, sin ver nada, volviéndose de espaldas al aburrimiento. Todo aquel día tocaron las campanas lentas y rotas. Tarde de las ánimas, ciega de humo de río y de lluvia. La casa se rajó de gritos del padre. Ardían las luces de aceite delante de los cuadros de los abuelos -el señor Galindo, la señora Serrallonga-, que le miraban sin haberle visto y sin haberle amado nunca. Cuando el padre y tía Elvira se fueron, las campanas sonaron más grandes. Le buscó su madre; la vio más delgada, más blanca. Se ampararon los dos en ellos mismos, y entonces las luces eran las que les miraban..."

Gabriel Miró
El obispo leproso



"Se puede ser abogado para algo que convenga o halague. Pero no se es artista para nada, ni siquiera para echarse por los mundos a ver cómo viven ni cómo se refocilan los demás. Se es artista porque se es. Un padre carmelita leyó un libro mío; y me dijo: "¿Qué se ha propuesto usted demostrar al escribirlo?" Yo no me había propuesto nada... "Piense en la responsabilidad que usted tiene". Lo pensé; y no sentí ninguna; ni siquiera la de escribir mejor o peor. El que no escribe o no pinta o no esculpe mejor, es porque no puede."

Gabriel Miró



“¡Si vuelvo la mirada melancólica a la niñez, es porque tenía madre!... Es eso, es nada más que eso ser niño: tener padres; ser completamente hijo…”

Gabriel Miró


"Todos se quedaron contemplándola.
Y dijo que tornó a hundirse en la desgarradura de la peña, y roció de bencina la roca, la hierba y hasta el plumón de las crías, que le miraban aleando y asustadas, abriendo el enorme pico, desollándose las blandas garras por huir.
Hizo del ramaje travesaños para cerrar la salida, y les arrojó una pelota de fuego que encendió la leña, la hojarasca y la desnuda carne de las pobres aves. Ellas brincaban, se retorcían ardiendo, se arrastraban sobre su cama de lumbre… Todo lo cegó el humo… Crepitaban los huesos, el musgo tierno, las plumas; se oía el borbollar de la grasa, el quejido de las vidas recientes que se fundían, que goteaban en sus mismas ascuas.
Desde la cumbre aplaudieron alborozados los amigos, y cuando ya trepaba el héroe, resonó otro aplauso de alas siniestras… Los halcones padres, refugiados en lo más fondo, habían roto la prisión, y al huir acometieron al hombre rasgándole con fuego. Quedose aquél colgando en la inmensidad. Tronaron los estampidos de los fusiles. Le subieron; le tomaron la sangre de los aruños. Lejos caían, llameando, muertos, los feroces pardales, y… allí delante los tenían.
Don Arcadio abrazó al triunfador… ¡Ah, si don César y el señor Llanos se atreviesen y le acompañasen! ¡Qué hermoso y qué necesario para el cabal esplendor de la raza el que ellos fueran los arrojados caballeros matadores de alimañas! ¡A don Lorenzo ni mentárselo siquiera; ese hombre parecía de la Marina!"

Gabriel Miró
El abuelo del rey