A una Alondra

Alondra,  veo tu alegría y quiero evocarte!
Tus alas te llevarán al seno de la aurora.  

Solamente puedo verte, pero al descubrir tu canto
es como si el cielo me hablase.

(…)
Así eran los días  cuando era niño;
dulces, mientras yo vivía en ellos;

queridos, ahora que se han ido.
A pesar de todo,
al ver tu vuelo,
sigo creyendo que el cielo me habla.

George Meredith


"El que se levanta de la oración con los mejores sentimientos ya ha obtenido una respuesta a sus súplicas."

Georges Douglas Brown seudónimo de George Meredith


“Es menos doloroso ver el objeto por el cual suspiramos en vano, que suspirar vanamente por un objeto invisible.”

George Meredith


"La desaliñada camarera del Red Lion acababa de limpiar los escalones de la puerta principal. Enderezó su encorvada postura y, como era una mujer de maneras descuidadas, arrojó el agua directamente desde el balde, sin moverse de donde estaba. El suave arco de medio punto que dibujó el agua al caer brilló por un instante en el aire. John Gourlay, de pie ante su nueva casa, edificada en lo alto de la ladera, pudo oír cómo el líquido impactaba contra el suelo. La mañana desprendía una perfecta quietud. Las manecillas del reloj de la plaza, doradas bajo el sol, estaban a punto de marcar las ocho."

Georges Douglas Brown
La casa de las persianas verdes


"La mañana de la carta de respuesta de Lucy Darleton a su amiga Clara fue hermosa antes del amanecer con los luminosos colores que son un augurio para el campesino. Clara no estaba tan atenta al clima como para ver el este escarlata ni albergaba un lugar en ella para la belleza. Lo contemplaba como la puerta de una promesa y palpitaba aliviada recordando las cosas radiantes que una vez había soñado que rodearían su vida, pero su pulso acelerado
limitó sus pensamientos a la maquinaria de su proyecto. Ella misma era metal y señalaba un solo propósito al moverse. Nada lo perjudicaba, todo lo alimentaba: mentiras piadosas, evasiones, los serenos batallones de mentiras blancas marchando en paralelo a delicadas falsedades. Se había provisto de muchas el día anterior en su preparación del actual. Era urgente prepararse y lo hizo generosamente, arrojando la carga del engaño sobre la extraordinaria presión. «Necesito la mañana temprana; el resto del día seré libre». Se lo dijo a Willoughby, a la señorita Dale, al coronel De Craye y solo a la tercera fue consciente de la deliciosa ambigüedad. Por eso la asoció con el coronel.
Nuestro grito más elevado contra el desgraciado que rompe nuestras reglas consiste en preguntar cómo esa meticulosa persona ha podido hacer esto o lo otro además de la ofensa principal, que manifestamos que podríamos pasar por alto si no fuera por las objeciones menores que pertenecen a la conciencia, las incomprensibles y abominables mentiras, por ejemplo, o la descarada frialdad de mentir. Sin embargo, sabemos que vivimos en un mundo indisciplinado en el que, en nuestras temporadas de actividad, servimos a nuestros propósitos, que provienen de nuestras pasiones y ellas de nuestra posición. Nuestros propósitos nos configuran para el trabajo que hemos de hacer, las pasiones gobiernan el barco y la posición es su defensa: si la conciencia fuera un pasajero a bordo, una mera oscilación de nuestra embarcación la atontaría como si fuera el involuntario huésped de un capitán pirata que esquiva al crucero a través de rocas y bancos de arena para salvar su bandera negra. Cuidado con la falsa posición.
Es fácil decirlo. A veces la maraña desciende sobre nosotros como una plaga sobre un rosal. Hay entonces un instante decisivo para tener el valor de cortarla o desesperarnos por no haberlo hecho. No hay muchos hombres adiestrados para el valor; las mujeres han sido adiestradas para la cobardía. Para ellas, enfrentarse a un mal hablando con llaneza es ser culpables de descaro y de deshacer el pulido de cera de su pureza y, con ello, de su posición de mando en el mercado. Han sido adiestradas para complacer los gustos del hombre y, con ese propósito, aprenden enseguida a vivir para sí mismas y mirarse a sí mismas como él las mira, sin apenas turbarse por lo que no queda al descubierto. Sin valor, la conciencia es un invitado lastimoso y, si todo va bien con el capitán pirata, la conciencia tendrá que pasar por la plancha por no ser útil a ningún partido."

George Meredith
El egoísta


“No hay nada que el cuerpo sufra, que no pueda ser probado por el alma.”

George Meredith


"Por entonces todo el distrito sentía ya una simpatía ferviente hacia el general Ople. Las señoras, al contrario que sus señores, no se declaraban sorprendidas de que un hombre soportara a una mujer que lo había conducido a un estado de semilocura; pero una o dos confesaron a sus esposos que se necesitaba mucha admiración para no despreciar al general tanto por su vulnerabilidad como por su paciencia. Los hombres, por su parte, sabían que el general había plantado cara a las balas en pleno zafarrancho de combate; sabían que había soportado largas privaciones, no solo a causa del frío, sino también de la escasez de comida y bebida... un horror inimaginable para aquellos bravos frecuentadores de fiestas diarias; por eso no podían mirarle con desprecio, pero su falta de sentido común resultaba ofensiva y, más aún, su sometimiento al flagelo de una mujer. Ninguno de ellos se rebajaría a semejante cosa. ¿Habrían permitido que una mujer se diera cuenta de que podía atormentarlos? Se habrían reído de ella o la habrían llevado delante de un juez.
La mañana de un domingo de principios de verano, el general Ople se dirigía a los oficios sin la compañía de Elizabeth, que se hallaba indispuesta.
La iglesia era de las que se consideran de estilo antiguo, con unos bancos cuadrados y recogidos que permiten a los fieles abstraer la mente del sermón o pelear a sus anchas con los problemas que plantea el predicador, tal como solía hacer el general, que se sentía no poco orgulloso de su sincera atención para abordar aquellos intríngulis, dejando entrever una parte de su propia lucha.
Además, la iglesia representaba para él un santuario. Hasta allí no llegaba su enemiga. Era su único refugio, donde casi volvía a parecer un hombre feliz.
Acababa de ponerse y quitarse el sombrero, cosa que hacía habitualmente de pie, cuando ¡adivina quién se acerca a no más de dos metros: la mismísima lady Camper! Su banco estaba lleno de pobres que hacían intención de retirarse.
Con un ademán, la dama les indicó que se quedaran y luego, tranquilamente, tomó asiento entre ellos, frente al general que estaba al otro lado del pasillo.
Durante el sermón, se oyó una voz baja y, no obstante, distinguible con toda claridad del tono monocorde del predicador, que repetía las siguientes palabras:
—Quiero decir... digo... que no estoy seguro de sobrevivir.
Se escuchó también un murmullo considerable por aquella parte.
Cuando ya todos eran libres de marcharse, pero, según el rito habitual, nadie mostraba intención de salir el primero, lady Camper y un niño del hospicio tomaron la iniciativa. La dama, sin embargo, no pudo abandonar el banco porque se le atascó la puerta. Sonreía mientras su hermosa mano sacudía dos o tres veces la puerta para abrirla. El general Ople salió en su ayuda, empujó la puerta, saludó con respeto y no cabe duda de que se habría retirado si lady Camper, en reconocimiento de su cortesía, no le hubiera puesto en las manos su libro de rezos para que lo llevara detrás de ella. No había salida. El general retrocedió con una especie de bailecito escurridizo para recuperar su sombrero y siguió a su señoría.
Todos los presentes contemplaban encantados el espectáculo; el recorrido de lady Camper arrastrando a su víctima fue observado sin que ninguno de los bien trajeados miembros de la congregación hiciera un movimiento, hasta que pudo en ellos el deseo de ver el comportamiento de la dama con su presa una vez fuera del sagrado recinto.
Nadie habría imaginado semejante escena: lady Camper, dentro de su coche; el general Ople, sombrero en mano y sosteniendo el libro de rezos, subido a la escalerilla del carruaje, como tostándose en la rejilla de un horno, porque mientras tanto lady Camper había comenzado un rápido esbozo en su cuadernillo de dibujo."

George Meredith
El General Ople y Lady Camper


Un amor moderno
(fragmento)

"Por esa razón sabía que ella lloraba con los ojos abiertos:
Porque en la luz temblorosa de su mano en su cabeza,
sus leves y extraños lamentos sacudían su cama
reclamando su atención un penetrante sobresalto,
y muda estrangulada, como diminutas serpientes boquiabiertas,
espantosamente venenosas para él. Ella yacía
inmóvil como el granito, y la larga oscuridad fluyó a lo lejos
con latidos mortecinos. Entonces, la medianoche hizo que
su gigantesco corazón de Recuerdos y Lágrimas
saboreara la droga marchita del silencio, y rota así
la medida abrumada del sueño, de la cabeza a los pies
estarían inmovibles, contemplando a través de sus años negros muertos
arrepentidos en vano de ensuciar la pared en blanco.
Como esfinges esculpidas que pudieran ser divisadas
sobre su tumba conyugal, con la espada en medio;
deseando cada uno el filo que los separa.

George Meredith



"Si bebo el olvido de un día,
En esa medida acorto la estatura de mi alma."

George Meredith