"El sigilo frente a la luz nació con los hombres."

Gonzalo Santonja



"En febrero de 1928, Rafael Giménez Siles, que compartía con José Antonio Balbontín la dirección de la revista Postguerra, ingresó en la cárcel Modelo de Madrid para cumplir la condena de seis meses que le había impuesto el Consejo Supremo de Guerra y Marina al considerarle comprometido en la difusión de un manifiesto estudiantil contra Alfonso XIII. Allí, entre otros ilustres huéspedes, coincidió con Graco Marsá, joven e inquieto abogado, republicano de tendencia radical, también encarcelado por motivos políticos.
Por aquellas fechas el grupo de Postguerra trabajaba en la edición de los primeros libros de Oriente, los cuales, en efecto, aparecerían (como los de Historia Nueva) mientras Giménez Siles permanecía en prisión.
Considerando la favorable acogida de los lectores, pero advirtiendo la inadecuada estructura interna de Oriente, Giménez Siles y Graco Marsá, obteniendo la muy valiosa incorporación de Juan Andrade, acordaron crear una nueva editorial, basada (sobre todo al comienzo) en una línea de publicaciones muy similar aunque dotada de una infraestructura más funcional. Así nació Cenit, una de las editoriales de mayor importancia durante los intensos años de la II República.
El acuerdo establecido en la fecunda cárcel Modelo fue llevado a la práctica en cuanto sus propulsores recuperaron la libertad. Antes de finalizar 1928 ya estaba en la calle su primer libro: El problema religioso en Méjico. Católicos y cristianos, de Ramón J. Sender, precedido por un interesante prólogo solidariamente firmado por Valle Inclán, quien quiso apoyar así de manera explícita los afanes renovadores anunciados por Cenit."

Gonzalo Santonja
República de los libros



"Los capítulos de la madrugada salen de su borrador al crecer el día."

Gonzalo Santonja



"Nada de nada, la soledad absoluta y el aullido de lobos a horcajadas del temporal. La masa negra del Curavacas sólo se advertía porque se acentuaba la densidad de la niebla. Nada de nada, la soledad de los lobos y los aullidos del temporal. El lago, una masa de hielo; los ojos del río Carrión, esmeraldas fundidas en el mediodía de la nieve. Nada de nada. La soledad sin contornos. Lesmes ni siquiera distinguía de qué lado del monte pisaba; él, que se lo sabía de memoria. Únicamente guardaba conciencia de un largo deambular desorientado. De un lento y penoso deambular eterno. La nada del lobo, su soledad hecha aullidos. Los bueyes, ni tan siquiera quejumbrosos, hubo un momento en que dijeron basta. Lo dijeron con dulzura, doblando las manos y cediendo la testuz, derrotada su proverbial paciencia por la infinitud helada. El aullido de los lobos. Lesmes García Alonso de Batahola mordió los labios morados de su hijo, arañó su sonrisa cárdena y quiso borrar de sus ojos la llamada del lago; enseguida supo que se moría, que allí morirían los dos, él, quizás, un poco más allá, a algunos centenares de metros, inevitablemente alcanzado por la mano de nieve. Arreció el huracán, silbaba el viento. Un angustioso rumor de cuchillos por el valle. Un último esfuerzo, que la muerte le sorprendiese con las botas puestas y dando la cara: cargó con el hijo a las espaldas; sonámbulamente siguió y siguió. Sonámbulamente, sonámbulamente, atrapado hasta la cintura, arrastrando las rodillas y la cabeza de su hijo sobre la nieve. Sin resuello, con el aliento cuajado nada más salir de la boca, se detuvo en busca de aire. El temporal, de repente, se contuvo, y a su alrededor por unos instantes se cortó la niebla. Lesmes buscó el perfil de los bueyes. Ni rastro. Cerca, de frente, se levantaba un bulto; le pareció el carro. Entonces, hacia dónde caminaba, en qué dirección. De nuevo creció la tormenta, todavía con mayor ímpetu, reduplicada. La masa del Curavacas difuminó sus contornos. Los aullidos absolutos de la nada; un rumor, cercano, de lobos desgarrando la resignación de los bueyes. Las vocales afiladas de la muerte, la vida convertida en un iceberg deshaciéndose. Nevaba tercamente, transformados los árboles en espectros. Lesmes García Alonso de Batahola se contempló en su figura: a imagen y semejanza de aquellas ramas, cobró conciencia de inmovilidad. No le respondían las piernas; tampoco los brazos; a duras penas controlaba el movimiento de los ojos, que repasaban imágenes moribundas a través de las enmarañadas rendijas de una cortina de escarcha. Su hijo, a las espaldas, no le pesaba; en realidad, ni le sentía. Sabía que estaba allí, pero nada más. Una figura tallada en las esquinas de la nada. Como tantas figuras en tantas esquinas. Como tanta nada. Como tantísima muerte. Algún día regresará el sol, pensó, y entonces seré un limpio mojón de huesos en este valle perdido. Lesmes García Alonso de Batahola, que no podía mover el cuello, advirtió el jadeo ansioso de un animal palpitante. De un animal bellísimo que, de manos sobre sus hombros, cruzó con él una mirada de nácar, las fauces consumidas en el fuego azul del silencio, nevados sus gestos de sangre y con memoria de selvas. Y se sintió corzo recién capturado, corzo atraído por aquellos labios de bosque. Nada de nada, que todo terminase pronto. Oscureció y oscureció, le hervía la sangre. La mirada del gran lobo se llenó de olas. De olas. «Ven», acertó a decir. Nada de nada, el vaho espeso de un aliento cálido por las mejillas, la fúnebre melodía de algún recuerdo secreto, como la escarcha, deshilachado. Un vaho cálido y acelerado, sediento. Sus acerados dientes. Y el azote de la nevada. Lesmes García Alonso de Batahola está sudando. La nevada arrecia en copos de exilio. No hubo más."

Gonzalo Santonja
Siete lugares. Tierras adentro




"Sólo la brisa, compañera de nadie, habla siempre en voz baja."  

Gonzalo Santonja



"Un amanecer es como el mar: hay que acercarse al pulso sostenido de su oleaje con delicado tiento, embelesadamente, entreabriendo con pudor las hojas de la ventana y aguardando desnudo el centelleo multiforme de la luz al penetrar en la estancia. Mientras al fondo brillan los chopos, su armoniosa invasión nos devuelve a la vigilia traslúcida de las cosas ciertas. En un sueño remoto, ajado, imposible, se agita entonces, perdido, el recuerdo de las sombras. Pero las alas conscientes de las sombras húmedas impidieron que así amaneciese en Osuna el día seis de septiembre de 1680. Pues, contraviniendo los usos de las estaciones, salió aquella mañana el otrora radiante Planeta, no alegre, como cuando retorna de los brazos amorosos de la Aurora, sino triste y encapotado, apagado por densas nubes que imponían rígido luto a sus rayos, sembrando con su vista pavor y afligimiento en unos corazones que las desbocadas lluvias nocturnas ya habían tornado temerosos.
Avanzaron las horas; se incrementó la lobreguez de la jornada; creció el espanto. El rubicundo hijo de Apolo asomó media cara entre los fatales nubarrones poco antes del mediodía. Lo hizo para advertir al deán don Pero López, hombre glotón donde los haya, refugiado en lugar apartadísimo para disfrutar a su solaz de opíparo y pecaminoso manduque, pues ha de saberse que el impenitente comilón estaba obligado, por mor de una promesa, a observar recia abstinencia durante el mes.
Ululó, ensordecedor, el Boreas soberbio; se ocultó el agradable Apolo. A Pero López le voló la trucha de la mano. El viento se la arrebató cuando el hombre se aprestaba a hincarle los dientes. Apenas repuesto de la sorpresa, el desesperado tragón vio seguir el mismo camino hacia los aires a una pierna de cordero que, convenientemente sazonada, aguardaba su turno sobre la hierba. Llorando y deshecho en lamentos, Pero López se arrojó, alardeando de agilidad no imaginada, contra los restos de lo que se iba quedando en proyecto de festín, tratando de proteger con su cuerpo un pollo, doradito y tierno, que acababa de retirar del fuego."

  Gonzalo Santonja
Incierta memoria