"Ahora lo veía alejado de ella, arrastrado de vuelta a lo desconocido, susurrándole a otra chica cosas que provocaban la misma sonrisa de traviesa complicidad que con tanta frecuencia había hecho aflorar a los labios de Charity. El sentimiento que la poseía no era de celos: estaba demasiado segura del amor de él. Era más bien terror a lo desconocido, a todas las misteriosas atracciones que incluso ahora tenían que estar arrastrándolo lejos de ella, y a su propia impotencia de contender contra ellas.

Le había entregado todo lo que tenía pero… ¿qué era eso comparado con los otros regalos que la vida le deparaba a él? Ahora entendía el caso de las muchachas como ella misma a las que les sucedían esta clase de cosas. Entregaban todo lo que tenían, pero ese todo no era suficiente: no podía comprar más que unos pocos momentos."

Edith Wharton
Estío



“Al mismo tiempo la otra mano separó suavemente sus piernas y comenzó a subir el viejo camino que tantas veces había recorrido en la oscuridad.”

Edith Wharton


"Darrow la dejó en la puerta de la sala de estar de la señora de Chantelle y salió al exterior, solo, bajo la lluvia.
El viento azotaba las desnudas copas de los árboles de la avenida y lanzaba punzantes gotas sobre su rostro. Anduvo hasta la verja, entró en la carretera principal y avanzó por ella, golpeado por rachas de viento que le hacían perder el equilibrio. Los campos, perfectamente arados, se habían convertido en una borrosa superficie enlodada, y las espesuras rojizas donde Owen y él habían disparado el día anterior se estremecían desoladas bajo el cielo torrencial.
Darrow siguió andando, sin saber qué camino tomaba. Sus pensamientos estaban tan agitados como las copas de los árboles. La revelación de Anna no había sido una sorpresa del todo: la mañana anterior, mientras volvía a la casa acompañado de Owen Leath y de la señorita Viner, había intuido momentáneamente la verdad. Pero no había pasado de ser una mera intuición, una débil y simple conjetura; ahora era un hecho probado que oscurecía todo el firmamento.
En lo que se refiere a su propia actitud, se dio cuenta en seguida de que el descubrimiento no cambiaba demasiado las cosas. Si antes estaba obligado a callar, ahora no lo estaba menos; la única diferencia consistía en el hecho de que lo revelado hacía su vínculo más intolerable. Hasta ahora, el estado indefenso de Sophy Viner le había despertado cierta simpatía por ella, aunque estuviera densamente mezclada con escrúpulos. Pero ahora empezaba a sentir cierta oscura indignación. A pesar de que siempre se había creído por encima de los lugares comunes, era consciente de compartir la sospecha universal que se cierne sobre el desinterés de toda mujer que trata de superar su pasado. Ésa era la razón de que Sophy se hubiera echado a temblar al verlo. Podía hacerle mucho más daño de lo que ella se había imaginado…
En realidad, no quería perjudicarla, pero sí impedir por todos los medios que se casara con Owen Leath. Quería distanciarse de sus sentimientos, aislarlos y exteriorizarlos lo suficiente para poder ver sus motivos; pero éstos no pasaban de ser un ciego impulso de su sangre, un alejamiento instintivo de algo que ningún tipo de razonamiento puede considerar aceptable. El paseo, aunque largo, no le iluminó en absoluto, y tras atravesar dos o tres pueblos amarillentos y enlodados dio la vuelta y emprendió cansinamente el regreso a Givré. Cuando subía por la oscura avenida, orientándose por las luces que parpadeaban a través de las ramas, se dio cuenta de su impotencia. Podía urdir muchos planes distintos, pero en realidad no podía hacer nada…
Dejó el gabán empapado en el vestíbulo y comenzó a subir las escaleras para dirigirse a su habitación. Sin embargo, lo alcanzó en el rellano una doncella de rostro grave que, en voz discretamente baja, le rogó que hiciera el favor de pasarse un instante por el cuarto de estar de la marquesa. Un tanto desconcertado por aquella convocatoria siguió a la mensajera hasta la puerta donde, un par de horas antes, se había despedido de la señora Leath. Cuando se abrió, entró en un gran salón bien iluminado que estaba vacío, hecho que le permitió observar, a pesar de su confusión mental, cómo las estancias de la señora de Chantelle estaban tan pasadas de moda como su dueña. Las cortinas estaban recogidas con lazos, la tapicería era de satén púrpura, las jardinières de Sèvres, la pantalla de la chimenea de palisandro y las mesitas, repletas de innumerables objetos de plata y absurdas miniaturas, estaban cubiertas con paños de terciopelo festoneados. Era la reconstrucción de un escenario casi perfecto de la dorada belleza de los años sesenta."

Edith Wharton
El arrecife


"Durante mucho tiempo, se había limitado al intercambio de unas cuantas cartas rutinarias, escritas con indiferencia por parte de la hija, y con dificultad por parte de la señora Manstey, cuya mano derecha se estaba quedando rígida por culpa de la gota. Aunque hubiera echado más en falta la compañía de su hija, la enfermedad degenerativa de la señora Manstey, que le hacía temer los tres tramos de escalera que había entre su cuarto y la calle, la habría hecho desistir en la víspera de tan largo viaje. Sin duda, y por estos motivos, hacía tiempo que había aceptado como normal su vida solitaria en Nueva York.
En realidad no estaba tan sola, pues algunos amigos todavía hacían el esfuerzo de subir de vez en cuando a su habitación, pero las visitas se iban haciendo menos frecuentes con los años. La señora Manstey no había sido una mujer sociable, y mientras vivía su marido le bastaba con la compañía de éste.
Durante muchos años había abrigado el deseo de vivir en el campo, de tener un gallinero y un jardín; pero este anhelo se había desvanecido con el tiempo, dejando únicamente en el corazón de esta mujer tan poco comunicativa una ternura imprecisa por las plantas y los animales. Quizá era esta ternura la que la hacía aferrarse con tanto fervor a las vistas de su ventana, unas vistas en las que la persona más optimista habría tenido en un principio dificultades para descubrir algo digno de admiración.
Desde su mirador privilegiado (una ventana curva ligeramente saliente, donde crecía una hiedra y una serie de bulbos de aspecto insano), la señora Manstey miraba en primer lugar el jardín de su pensión del que, no obstante, sólo podía tener una visión limitada. Aun así, su mirada abarcaba las ramas más altas del ailanto que había bajo su ventana, y sabía de memoria cómo el macizo de Dicentra formaba muy pronto cada año corazones rosas con su tallo doblado.
Pero más interés tenían los jardines allende el suyo. Al estar adosados la mayoría de ellos a pensiones, se encontraban en estado de suciedad y desorden crónicos, determinados días de la semana con prendas variadas y manteles deshilachados."

Edith Wharton
Encanto y compañía


"Estaba plantada allí, en el mismo sitio que Zeena, con una lámpara alzada en la mano, recortada contra la oscuridad de la cocina. Sostenía la luz a la misma altura y su aureola dibujaba con la misma claridad su joven pecho delicado y la muñeca morena no más grande que la de un niño. Luego, derramándose hacia arriba, pintaba un resplandor lustroso sobre sus la­bios, bordeaba sus ojos de una sombra aterciopelada y cubría de una blancura lechosa la negra curva de sus cejas.
Llevaba el vestido habitual de tela oscura, sin ningún lazo al cuello, pero se había puesto en el pelo una cinta bermeja. Este tributo a lo insólito la transformaba y glorificaba. Le pareció más alta, más plena, más mujer en la forma y en los movimientos. Se hizo a un lado sonriendo en silencio mientras él entraba; luego se apartó y había en sus pasos una especie de ritmo fluido. Posó la lámpara en la mesa, cuidadosamente dispuesta para la cena, con buñuelos recién hechos, dulce de arándanos y sus verduras en conserva preferidas en una fuente de cristal de un rojo muy vivo. Ardía un alegre fuego en la cocina y el gato estaba estirado delante, mirando la mesa con ojos somno­lientos.
Ethan se sintió agobiado por la sensación de bienestar. Salió al pasillo para colgar el zamarro y quitarse las botas mojadas. Cuando regresó, Mattie había puesto la tetera en la mesa y el gato se frotaba zalamero contra sus tobillos."

Edith Wharton
Ethan Frome


"Hay dos maneras de difundir la luz: puedes ser la vela, o puedes ser el espejo que la refleja."

Edith Wharton


"La brusca liberación de sus temores devolvió a Lily una lucidez inmediata. El derrumbamiento de Trenor le entregó el control y se oyó a sí misma pedirle, con una voz que era la suya, pero desconocida al mismo tiempo, que llamara al criado y le ordenara avisar a un coche de punto y acompañarla hasta él cuando llegara. No sabía de dónde sacó las fuerzas, pero una voz insistente le advertía de que debía irse sin ocultarse y le dio ánimos para intercambiar unas palabras superficiales con Trenor en el vestíbulo, delante del criado, y pedirle que transmitiera a Judy los mensajes habituales, mientras por dentro temblaba de furia. Una vez en el umbral, con la calle delante, experimentó una intensa sensación de libertad, embriagadora como la primera bocanada de aire del prisionero, pero no perdió la claridad mental: reparó en el aspecto desierto de la Quinta Avenida, adivinó lo tarde que era e incluso observó una figura masculina -¿no había algo familiar en aquel perfil?- que, cuando ella entró en el coche, dio la vuelta a la esquina y desapareció en la oscuridad de la calle transversal.
Sin embargo, el traqueteo de las ruedas la hizo reaccionar y las tinieblas se cernieron sobre ella. «No puedo pensar... no puedo pensar», gimió, apoyando la cabeza contra el tambaleante costado del coche. Era como si no se conociera o, mejor dicho, existían en ella dos personas, la de siempre y una nueva y odiosa a la que se encontraba encadenada. Una vez había visto, en una casa donde estaba de visita, una traducción de Las euménides, y en su imaginación había quedado grabada la escena de terror en que Orestes, en la cueva del oráculo, encuentra dormidas a sus implacables perseguidoras y puede tomarse una hora de descanso. Sí, las Furias dormían a veces, pero siempre estaban allí, acechando en los rincones oscuros, y ahora se habían despertado y el sonido férreo de sus alas martilleaba en el cerebro de Lily... Abrió los ojos y vio pasar las calles... las familiares y desconocidas calles. Todo lo que veía era familiar, pero en cierto modo había cambiado. Existía un abismo entre el hoy y el ayer. Todo lo pasado se le antojó sencillo, natural, impregnado por la luz del día, y ahora estaba sola en un lugar de oscuridad y contaminación. ¡Sola! Era la soledad lo que la asustaba. Su mirada se posó en un reloj iluminado en una esquina y vio que las manecillas señalaban las once y media. Sólo las once y media: ¡aún quedaban horas y horas de noche! Y tendría que pasarlas sola, temblando despierta en su cama. Su naturaleza mimada se rebelaba contra semejante tormento: no conocía el menor estímulo de lucha que la animara a hacerle frente. ¡Oh, el lento y frío goteo de los minutos! Se vio a sí misma acostada en la cama de nogal negro: la oscuridad la asustaría y, si dejaba la luz encendida, los deprimentes pormenores de la habitación se grabarían para siempre en su cerebro. Siempre había detestado su dormitorio en casa de la señora Peniston: su fealdad, su impersonalidad, el hecho de que nada en él fuera realmente suyo. Para un corazón herido, carente del consuelo del contacto humano, una habitación puede abrir unos brazos casi humanos y la persona para quien no existen cuatro paredes más queridas que las otras es, en semejantes momentos, un apátrida en todo el mundo."

Edith Wharton
La casa de la alegría


“La creatividad no consiste en una nueva manera, sino en una nueva visión.”

Edith Wharton


"La vejez no existe; sólo existe la pena. Con el paso del tiempo he aprendido que esto, aunque cierto, no es toda la verdad. Otro generador de vejez es el hábito: el mortífero proceso de hacer lo mismo de la misma manera a la misma hora día tras día, primero por negligencia, luego por inclinación, y al final por inercia o cobardía. Afortunadamente, la vida inconsecuente no es la única alternativa, pues tan ruinoso como la rutina es el capricho. El hábito es necesario; es el hábito de tener hábitos, de convertir una vereda en camino trillado, lo que una debe combatir incesantemente si quiere continuar viva. Pese a la enfermedad, a despecho incluso del enemigo principal que es la pena, una puede continuar viva mucho más allá de la fecha usual de desintegración si no le teme al cambio, si su curiosidad intelectual es insaciable, si se interesa por las grandes cosas y es feliz con las pequeñas. Mientras ordenaba y escribía mis recuerdos, he aprendido que estas ventajas no dependen generalmente de los méritos propios y que es probable que yo deba mi vejez dichosa al antepasado que accidentalmente me dotó de tales cualidades. Otra ventaja (igualmente accidental) es que yo no recuerdo por mucho tiempo mis enfados. Raramente olvido una ofensa a mi espíritu, ¿quién la olvida? Pero la vida la recubre con un rápido bálsamo, y queda registrada en un libro que raras veces abro."

Edith Wharton
Una mirada atrás



“La vida es siempre una cuerda floja o una cama de plumas. Dame la cuerda floja.”

Edith Wharton




“La única forma de no pensar acerca del dinero es tener una gran cantidad.”

Edith Wharton


"Las circunstancias de su vida se mantenían inalterables tanto en lo externo como en lo que se refería a su propio mundo interior. Pero mientras antes el aire había estado cargado de alas que revoloteaban a su alrededor, ahora esas mismas alas parecían haberse posado sobre ella, y podía entregarse a su protección.
Muy diversas circunstancias se habían ido combinando hasta llegar a cimentar la base de la melancólica paz en que se hallaba. Su carácter respondía a las más delicadas vibraciones, y al principio su júbilo ante el amor que sentía había sido demasiado inmenso como para no acarrear también con él cierta confusión, una readaptación de todo su paisaje vital. Se hallaba de pronto en territorio desconocido, donde aquel que la había llevado hasta allí resultaba ser el menos indicado para actuar como guía. Hubo momentos en que tuvo la impresión de que el primer desconocido que se encontrara por la calle podría descifrarle su propia felicidad con más destreza que Denis. Luego, a medida que su mirada fue acostumbrándose, cuando las líneas comenzaron a fluir y a armonizar abriendo amplias vistas sobre nuevos horizontes, comenzó a tomar posesión de su reino, a considerar que, realmente, éste le pertenecía. Pero nunca antes había sentido que también ella le perteneciera a él. Y era precisamente esta última impresión la que ahora llegaba para completar su felicidad, dándole un sagrado sentimiento de permanencia."

Edith Wharton
Santuario


"Llegado este punto, Joyce lo sorprendió abundando en sus palabras. Le aseguró que nunca era ella quien quería el cambio. ¿No había sido ella la que había vuelto con Cliffe por su propio pie y había vuelto a intentarlo sinceramente... sólo por el bien de los niños? ¿Y cuál había sido el resultado? Sencillamente el de verse obligados a presenciar, con ojos más claros ahora que habían crecido, las mismas peleas y los mismos escándalos (porque Cliffe era escandaloso) que habían marcado su infancia. ¿De veras recomendaba Boyne la renovación de esas condiciones como «elemento vital» para el bienestar de los pobres niños? Sería el experimento más desastroso que podría hacerse con ellos. Mientras que, si se limitaban a manifestar su voluntad de quedarse con Joyce, y sólo con ella, Cliffe no tardaría en recobrar el juicio... Cliffe, al menos hasta que otra mujer lo cazase no sabría qué hacer con los niños y tendría que dar las gracias porque éstos estuvieran en buenas manos. ¿Había tenido Boyne en cuenta la gran ayuda que podía significar para Terry tener a Gerald siempre a su lado, no como preceptor a sueldo, sino mucho mejor, como amigo, compañero y tutor... todo lo que su propio padre no había logrado ser? No sabía Boyne cuánto cariño le había tomado Terry a Gerald. Y Gerald adoraba al muchacho. Tal consideración, a decir de Joyce, había pesado no poco a la hora de decidir su ruptura con Wheater.
Joyce era mucho más flexible que su marido y, paradójicamente, al parecer, también más dura de roer. Arrasó todos los argumentos de Boyne con un torrente de verborrea sentimental; tenía la inmensa ventaja sobre Wheater de creer que los niños se sentirían completamente felices con ella, mientras que Cliffe sólo creía en su derecho a la custodia, sin pararse a pensar si eso les hacía felices o no."

Edith Wharton
Los niños



“Nada de lo que recibe el toque del arte es trivial.”

Edith Wharton




“No puedo amarte menos de lo que te amo.”

Edith Wharton



“(...) Otro generador de vejez es el hábito: el mortífero proceso de hacer lo mismo de la misma manera a la misma hora día tras día, primero por negligencia, luego por inclinación, y al final por inercia o cobardía. El hábito es necesario; es el hábito de tener hábitos, de convertir una vereda en camino trillado, lo que una debe combatir incesantemente si quiere continuar viva.”

Edith Wharton


"Si parasemos de intentar de ser felices, podríamos pasar unos buenos momentos."

Edith Wharton


"Si te decides a no ser feliz, no hay motivos para no llevar una vida aceptable."

Edith Wharton


"Tendido debajo de un toldo en la cubierta del Ibis, Nick Lansing contempló un momento cómo desaparecían los acantilados de Malta y volvió a sumergirse en su libro.
Llevaba casi tres semanas tomando drogas en el Ibis. Las drogas que había consumido eran de dos tipos: visiones de paisajes fugaces, que se alzaban del mar azul para volver a desvanecerse en él, y visiones de estudio de los volúmenes que se amontonaban día y noche a su lado. Por primera vez en varios meses tenía al alcance una verdadera biblioteca, justo la biblioteca erudita y al mismo tiempo miscelánea que anhelaba su espíritu inquieto e impaciente. Era consciente de que los libros que leía, como las escenas fugitivas que contemplaba, eran solo una forma de calmante: los engullía con el ansia del enfermo que busca solo acallar el dolor y embotar la memoria. Pero empezaban a producir en él una torpeza moral que no era del todo desagradable, que, de hecho, comparada con el agudo dolor de los primeros días, resultaba casi placentera. Era justo la droga que necesitaba.
Probablemente no haya nada sobre lo que el hombre medio tenga opiniones más claras que sobre la inutilidad de escribir una carta que resulta difícil escribir. En las líneas que le había enviado a Susy desde Génova, Nick le había dicho que volvería a tener noticias suyas al cabo de unos pocos días, pero, cuando pasaron esos pocos días y empezó a pensar en ponerse manos a la obra, encontró cincuenta razones para dejarlo para más adelante.
Si hubiese tenido algún motivo práctico para escribirle, habría sido distinto; no habría podido soportar ni veinticuatro horas la idea de que Susy tuviese problemas de dinero. Pero eso estaba resuelto desde hacía tiempo. Desde el principio, ella se había encargado de administrar la modesta fortuna de ambos. Cuando se casaron, Nick le transfirió los escasos ingresos que le abonaba, sin demasiada regularidad, el agente encargado de gestionar desde hacía años las menguantes propiedades de la familia: fue el único regalo de boda que pudo hacerle. Y, por supuesto, habían depositado todos los cheques de la boda a su nombre. Así que no había razones «económicas» para comunicarse con ella; y, cuando pensaba en razones de otra índole, la simple idea le paralizaba."

Edith Wharton
Los reflejos de la luna