"A pesar de la oscuridad, Angelo encontró fácilmente los cipreses. El panadero que se había instalado al pie de aquellos árboles preparaba otra hornada. Desde allí, siguiendo las nuevas instrucciones de Féraud, tomó el camino que subía por el flanco de la colina a lo largo de terrazas que se constituían como avenidas dispuestas en gradería. La consigna era clara: no bajar nunca, recorrer así todo el flanco de la colina hasta un profundo barranco por el que debía bajar para volver a subir al otro lado y continuar sin descender por ningún motivo a la hondonada en que se hallaban las enfermerías. De esta manera (Angelo, con las últimas luces del crepúsculo, había seguido al pie de la letra todo el itinerario de Féraud) se llegaba a la colina de los almendros por un cantil de roca a lo largo del cual debía andar hasta encontrarse con un camino bastante amplio, casi carretero, que lo cortaba y subía a la meseta en que estaba Giuseppe.
Por todas partes se encendieron fogatas. Al principio eran altas hogueras, muy próximas, en las que se veía retorcerse las llamas. Éstas resonaban como campesinas que danzaran con chapines sobre un piso de madera. Más lejos, a través del follaje de los olivos, de las encinas y de los pinos, rojos resplandores daban violentos aletazos. Al mismo tiempo que el crepitar de las hogueras se dejó oír por doquier un murmullo de voces y llamadas. Hasta en las más lejanas crestas, que un rato antes parecían desiertas, se encendían fogatas contra las que se recortaban las siluetas de los árboles y las rocas. En los lugares donde funcionaban enfermerías habían colgado linternas de los árboles para facilitar el trabajo de las patrullas. En todos los bosquecillos, debajo de todas las zarzas, detrás de todos los follajes lucían parrillas rojas, placas incandescentes, pájaros fosforescentes semejantes a grandes gallinas purpúreas, a gallos bermejos. El balanceo, los aletazos, el abaniqueo furioso de todas esas llamas, los brincos de todos esos machos cabríos de oro, los lanzazos de todas esas agudas pavesas, horadaban la noche hasta donde alcanzaba la vista. Un silencioso alud de pavesas violetas, o purpúreas, o relucientes como carbones, hervía en el cielo cubriéndolo de un polvo rosado y desgarrándolo con grietas de añil. Los reflejos iluminaban la ciudad vacía, poniendo en evidencia la punta de un campanario, una bocacalle, el hueco y las almenas de una puerta de las murallas, el damero de un tejado, un lienzo de muro, el vano de una ventana, el frontis de un convento, y en la extensión de los tejados las chimeneas parecían troncos de árboles en medio de los campos de labor. A dos leguas de la ciudad, pero al otro lado, las fogatas escondidas bajo los bosques entre los que serpenteaban, centelleaban a ras de tierra, en medio de los troncos y a lo largo del río, como brasas bajo una parrilla. En las tinieblas del valle, por los caminos, las carreteras y los senderos, se desplazaban pequeños puntos luminosos: eran las linternas de las patrullas, los faroles de los camilleros, las antorchas de los sepultureros. El tomillo, la ajedrea, la salvia, el hisopo, la propia tierra y los pedregales en los que ardían aquellos fuegos, la savia de los árboles calentada por las llamas, el sudor de las hojas ahumadas, exhalaban espesos olores en los que se confundían el bálsamo y la resina. La tierra entera parecía un horno para cocer pan."

Jean Giono
El húsar en el tejado


“Comprendí que los hombres pueden llegar a ser tan eficaces como Dios en otros dominios además de la destrucción.”

Jean Giono
El hombre que plantaba árboles

“Cuando pienso en un solo hombre, reducido a sus simples recursos físicos y morales, fué capaz de hacer surgir del desierto este país de Canaán, siento que pese a todo, la condición humana es admirable.”

Jean Giono
El hombre que plantaba árboles


“Él había juzgado que este país se estaba muriendo porque le faltaban árboles. Añadió entonces que no teniendo nada más importante que hacer había tomado la resolución de poner remedio a ese estado de cosas.”

Jean Giono
El hombre que plantaba árboles


"Hemos olvidado que nuestra única meta es vivir y que vivir lo hacemos cada día y que en todas las horas de la jornada alcanzamos nuestra verdadera meta si vivimos... Los días son frutos y nuestro papel es comerlos."

Jean Giono


"Las especulaciones puramente intelectuales despojan el universo de su manto sagrado."

Jean Giono

"Los robles de 1910 tenían entonces 10 años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo era impresionante. Me quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseando por su bosque. Tenía en tres secciones once kilómetros de largo y tres kilómetros en su parte más ancha. Al recordar que todo había brotado de las manos y del alma de ese hombre —sin medios técnicos— se comprende que las personas podrían ser tan eficaces como Dios en dominios diferentes al de la destrucción.
Había seguido su idea, y como testimonio estaban las hayas que me llegaban al hombro y se habían extendido hasta perderse de vista. Los robles estaban frondosos y habían ya superado la edad en que estaban a merced de los roedores; en cuanto a los designios de la Providencia, en adelante a ella misma le haría falta recurrir a ciclones para destruir la obra creada. Me mostró bosquetes admirables de abedules que databan de cinco años atrás, es decir de 1915, la época en que combatí en Verdún. Los había situado ocupando las hondonadas donde sospechaba, con toda razón, que había humedad casi a flor de tierra. Eran tiernos como muchachas y muy decididos.
La creación tenía el aspecto, además, de actuar en cadena. A él eso no le preocupaba; proseguía obstinadamente su tarea, muy simple. Pero al descender por el pueblo, vi correr agua por arroyos que, en la memoria humana, habían estado siempre secos. Era la más extraordinaria reacción en cadena que había tenido oportunidad de observar. Antaño esos arroyos secos habían llevado agua, en tiempos muy antiguos. Algunos de esos tristes poblados de los que hablé al comienzo de mi relato se construyeron sobre los emplazamientos de antiguas ciudadelas galorromanas, de las que aún quedaban trazas, donde los arqueólogos habían excavado y hallado anzuelos de pesca en lugares donde en el siglo veinte era necesario recurrir a cisternas para tener un poco de agua.
El viento también dispersaba algunas semillas. Al mismo tiempo que reapareció el agua, reaparecieron los sauces, las mimbreras, los prados, los jardines, las flores y cierta razón de vivir.
Pero la transformación se desarrollaba de forma tan paulatina que entraba en lo habitual sin provocar asombro. Los cazadores que subían a la soledad de los montes en persecución de liebres o de jabalíes habían constatado claramente el aumento de pequeños árboles pero lo atribuían a los caprichos naturales de la tierra. Ésta era la razón por la que nadie había tocado la obra de ese hombre; si lo hubieran sospechado habrían desbaratado su labor. Pero nadie sospechaba. ¿Quién habría podido imaginar en los pueblos y en las administraciones tamaña obstinación en una generosidad tan magnífica?
A partir de 1920, no ha pasado más de un año sin que vaya a visitar a Eleazar Bouffier. Jamás le vi flaquear ni dudar, aunque sólo Dios sabe si en ello hubo intervención suprema. No he hecho la cuenta de sus desengaños. Es fácil de imaginar que para semejante éxito fue necesario vencer la adversidad; que, para asegurar la victoria de tal pasión hubo que luchar contra la desesperación. Durante un año había plantado más de diez mil arces. Murieron todos. Al año siguiente de este suceso, dejó los arces para volver a plantar hayas, que prosperan aún mejor que los robles.
Para tener una idea más precisa de ese carácter, no hace falta olvidar que actuaba en una total soledad; sí, total hasta el punto que, hacia el final de su vida, había perdido la costumbre de hablar."

Jean Giono
El hombre que plantaba árboles



No traen de su dominio de la altura 
bosques sedosos de plumas de pavo real, 
que desvelan anunciaciones,
en los cruces de caminos, 
en ángulos muertos de bastiones,
sobre polvorines de reductos,
para irisar el aire
florecer la sangre
iluminar las venas cavas, 
hacer sonar las cuerdas de las arterias
y cantar el corazón;
infundir la paciencia
encantada de los partos
a los lobos y centuriones,
helados sobre las garras y las espadas.

Jean Giono