"Convenientemente interrogado, tras una pausa o recuperación, declara que, además de haber compuesto jerigonzas como, ¿Por qué, dime, se marchitan las rosas, cuando tu teléfono no contesta? Si te alejas se me llagan las manos y Cosecha de corazones, ha pretendido su máxima difusión, movido por apetencia dineraria, ansias de notoriedad y (con un cinismo, que esta Autoridad cree su deber subrayar) por íntima complacencia. Añade, sin coacción alguna, que no sólo ambiciona llevar sus composiciones a labios de la juventud, sino que, a mayor abundamiento, aspira a que sean silbadas por la madurez reprimida, damas insatisfechas y burócratas, terminando, una vez más, por solicitar la presencia de un abogado. Desmiente haberse lucrado con la exhibición de sus manos llagadas, rubricando, sin embargo, las fatigas a que ha de someter a su mente y a sus neuronas hasta descubrir que se han resecado las rosas en el florero a causa de no conseguir línea con su expresada barragana. Acorralado por la evidencia, al hecho incontrovertible de su anómala correspondencia con el mundo físico, astronómico, botánico y anatómico, exclamando que no le importaría, con tal de presenciarla, una explosión cósmica, que le borrase la faz al universo."

Juan García Hortelano
Apólogos y milesios


"El traje azul era una mancha indistinta. Un billete de los grandes. Así decían en las novelas policíacas. Tres, cuatro chupadas y una ligera sed. Un pequeño sorbo y una diminuta necesidad de nicotina en las encías. Tres, cuatro chupadas. Hubiera desatado su histeria de continuar con la relamida cortesía, el temor, el alfiler bajo el nudo de la corbata y la tenacidad sentimental. Insobornable a todo lo que le distrajese de su preconcebido sistema. Cualquier tarde, cualquier noche tendría un disgusto —de los grandes, también— en la taberna o en el bar más impensados.
Posiblemente Gregorio habría experimentado la misma curiosidad porque ella hablase de sí misma. De aquel novio, con el que estuvo a punto de casarse, tal como le había dicho Gregorio. Tal como a Gregorio había comunicado Leopoldo. Tal como a Leopoldo habrían comunicado Jacinto, quizá Meyes o Julia. Pedro, al fin, iba a casarse con Julia.
En la penumbra bajo los árboles, las parejas susurraban y se acariciaban. Detrás de Isabel resonaba de vez en cuando un tranvía. Se acurrucó en las nacientes y muelles sensaciones que la ginebra le regalaba. La buena ginebra —paloma blanca, nieve, paloma de la nieve— asesina del tedio, que sustituyó a la desesperación que llegó después de la angustia, de la amargura, de los sollozos, del grito aquel nunca emitido, en el preciso y único instante —Isabel había abierto la puerta y ellos estaban allí— en que ella, al abrir la puerta, descubrió a los dos, abrazados. Ni grito, ni estertor, ni sollozos, ni amargura, ni angustia, ni desesperación, sino un leve rastro de aburrimiento y la invasora modorra, a punto de ser reemplazada por algo que, fatalmente, sería ya la felicidad. Isabel contempló la llama del mechero.
Las parejas abandonaban las mesas. El camarero, grueso y encorvado, sostenía bandejas llenas de vasos, copas y pequeños platos de loza blanca. Estarían ya en la cafetería. Jacinto tendría a su hija, fatigada y soñolienta, contra su cuerpo. Isabel cesó de canturrear y vació el vaso. De soltera Neca, las dos habían pasado horas oyendo jazz y fumando incontables cigarrillos. Ahora Neca tenía una hija, derrumbada de cansancio en los brazos de Jacinto. Ni un soplo de aire, sólo las luces parpadeantes y el continuo zumbido de los vehículos.
Subió a un taxi, abrió la ventanilla y cerró los ojos. En la cafetería, no estaba ninguno de ellos. Unos metros más allá encontró a Leopoldo, que andaba con una rebuscada e insegura lentitud."

Juan García Hortelano
Nuevas amistades


"Hoy día creo muy probable haber recibido una excelente educación completamente equivocada."

Juan García Hortelano


"Tardaron mucho en quedarse quietos, aunque tendidos, porque nadie de los suyos se decidió a separarlos, y nosotros, tratándose de una pelea entre dos de una banda ajena, no estaba bien que interviniéramos. Leoncio se levantó con las manos en los riñones y sangre en las narices. Al otro le temblaba la mandíbula inferior. Se limpiaron con los pañuelos y se comprobó que la bombilla de la linterna de Leoncio se había fundido.
El olor aumentó unos metros adelante. Leoncio, Paco, Eugenio y yo, que nos habíamos destacado a explorar, nos paramos. Paco opinó que se trataba de humo de papel quemado.
[...]
Luchamos un poco, me rechazó, me estuve quieto y empezó a contarme las gracias de mi hermana, las gracias de Taño, sus propias gracias, hasta que no sólo comprendió lo que me aburría, sino que ella misma tuvo que aburrirse. Apretó los muslos aparatosamente y rió por lo bajo. La besé con mucha fuerza —y mal, lo reconozco—, de forma que me extrañó que cambiara de postura, para mayor comodidad mientras nos besábamos abrazados. Al rato, me pidió que la tocase. Luego, quiso que le tocase las piernas. Su saliva me dejaba ya un sabor amargo y buenísimo."

Juan García Hortelano
Riansares y el fascista