"Algunos de mis mejores compañeros han sido perros y caballos."

Elizabeth Taylor



"Cuando llegan a cierta edad algunos hombres tienen miedos de crecer."

Elizabeth Taylor


"La tarde de la visita de Ángel se había asomado ansiosamente a la ventana al oír que los niños bajaban gritando por la calle; podía ser algo que presenciar, un ladrón en fuga, una procesión, una pelea de perros. Ángel, al alzar la mirada y verle en la ventana, no podía saber cuán oportuna era su llegada. Aburrido de escarceos sexuales, comenzaba a deleitarse en una experiencia totalmente nueva: un interés por la personalidad. Nunca había encontrado misteriosas a las mujeres, sino monótona y patentemente rapaces. Cuando estuvo con Ángel se vio obligado a adivinar; un misterio conducía a otro; ella estaba interminablemente envuelta en ellos. Empezaba a hacerse preguntas sobre ella cuando Ángel no estaba, y le sorprendió descubrirse haciéndolas. El «ojos que no ven, corazón que no siente» había sido en su caso una queja ordinaria de otras mujeres que había conocido. Descubrió que sus especulaciones sobre Ángel eran un modo agradable de pasar el tiempo. Apenas tenía un solo amigo en el mundo, pues con harta frecuencia se había visto forzado a borrar sus huellas, a emprender nuevos comienzos; huir de una mujer entrañaba huir de su círculo; incluso cuando podría haberlo hecho, no se había tomado la molestia de conservar amistades.
Y gracias a Ángel había vuelto a pintar. Ella le había recordado la pintura, ya que su inercia había llegado al extremo de olvidarla; la había olvidado y no se preocupaba, excepto en las madrugadas en que se acordaba de que era la mejor parte de su vida.
Nora se mostró incrédula cuando se enteró de que él iba a pintar el retrato de Ángel."

Elizabeth Taylor
Ángel




"Las gaviotas no escoltaron a las traineras que salieron del puerto a la hora del té, al contrario de lo que harían a su regreso; permanecieron sentadas, meciéndose tranquilamente en las aguas, o se encaramaron a los costados de pequeñas barcas, agitadas arriba y abajo por una estela tras otra. Cuando alzaron el vuelo y extendieron las alas, su blancura destacó sobre el verde del mar; eran tan blancas como el faro.
Desde las barcas, los hombres vieron el puerto como algo sucio y familiar: una hilera de casas, tiendas, un café, una taberna, revestidas de una capa desconchada de yeso de color albaricoque y azul celeste; más adelante, cuando las barcas avanzaron con decisión desde la boca del puerto hacia el mar, se alzaron otras hileras de edificios, la torre de la iglesia se destacó entre los tejados, los rótulos de las tiendas se volvieron borrosos y lo sórdido se hizo pintoresco.
Sin embargo, la vista siguió siendo la misma para Bertram, el cual estaba apoyado en una pared situada junto al faro. Parecía detenido entre el mar y la tierra; el agua se mecía inquieta a ambos lados del rompeolas en el que se encontraba. Miró sobre las barcas y las gaviotas en dirección a la taberna, situada en primera línea del puerto.
Cuando se levantaba por la mañana y se acercaba a una de las ventanas delanteras de aquella taberna para hacer sus ejercicios respiratorios, la vista estaba invertida. El faro hacía las veces de eje, y los edificios del puerto, el rompeolas y el mar giraban continuamente a su alrededor, agrupándose de nuevo, de modo que pocas veces se veía el faro sobre el mismo fondo. De idéntico modo, el rompeolas crecía o se veía reducido a la nada. «Ideal para un artista», pensó Bertram, sacando su álbum de dibujo y trazando una línea en mitad de una página. Dibujó cuadrados y rectángulos para representar los edificios; la gran casa de piedra en un extremo de la hilera, la taberna, el Café Mimosa Fish, la tienda de ropa de segunda mano, el salón de atracciones, la Misión de los Marineros, la exposición de figuras de cera, el cobertizo del bote salvavidas. Dibujó por encima más tejados y la torre de la iglesia.
En ese momento, advirtió que en la estrecha casa que parecía metida con cuña entre la casa grande y la taberna se abría una puerta y salía una mujer con un pañuelo negro sobre la cabeza y una jarra blanca en la mano. La mujer se dirigió rápidamente hacia la casa contigua, la del médico, con la cabeza inclinada sobre la jarra. La había visto con frecuencia salir a la hora del té con una jarra blanca; a otras horas del día, tomaba la dirección contraria, la de la taberna, con una jarra rosa."

Elizabeth Taylor
Una vista del puerto



"Las ideas mueven el mundo sólo si antes se han transformado en sentimientos."

Elizabeth Taylor


"Mrs. Palfrey inclinó la cabeza pero no se podía concentrar, con Mr. Osmond rondando por ahí. Escribió un poco más, alabó el tiempo, mandó cariñosos saludos a Ian, y acabó así: «Tu madre que te quiere.»
Mientras escribía la dirección en el sobre, Mr. Osmond la observaba inquieto, esperando que no empezara otra carta. Pero no, Mrs. Palfrey le puso el sello y se levantó. Iría a echarla al buzón después del té, dijo divertida por la impaciencia de él. En cuanto la puerta se hubo cerrado tras Mrs. Palfrey, Mr. Osmond se precipitó hacia el escritorio y abrió el cajón. Estaba vacío, sólo quedaba un viejo papel secante. Cerró el cajón de un golpe, sintiéndose humillado, y salió encaminándose a la recepción, con el «Muy señor mío» hirviendo en su mente, el comienzo de su carta ya medio elaborado: una airada queja al director general de correos sobre los retrasos en el reparto, con ejemplos y fechas. El recepcionista, siguiendo las instrucciones del director, le dio una hoja de papel y un sobre, que sacó lentamente del armario donde se guardaban los objetos de escritorio, y después hizo girar la llave con firmeza.
Mrs. Palfrey, tras echar la carta, siguió paseando un poco por las calles polvorientas, a causa del verano, alejándose del tráfico de la hora punta. Su vida en el Claremont era mucho más soportable con ese tiempo cálido. Era más fácil tener ocupadas las horas. Casi tenía un sentimiento de libertad. Pero esa tarde, la partida de Mrs. Arbuthnot había arrojado una sombra. Mrs. Palfrey no podía evitar pensar en su propia situación, imaginarse a sí misma inmóvil en una residencia de categoría inferior. Debía seguir adelante, pensó como pensaba con frecuencia. Durante años cada día se había aprendido de memoria algunas líneas de poesía para mantener su mente en forma, para vencer el olvido amenazante. Ahora decidió ejercitar sus miembros para evitar una inutilidad semejante. Aunque cansada, continuó rebasando el punto en que habitualmente daba la vuelta, y decidió que bajaría hasta la calle de Ludo y completaría así su gira. 
El mundo es demasiado cruel; tarde y de pronto.
Adquiriendo y gastando, echamos a perder nuestras fuerzas. 
Movía los labios suavemente mientras intentaba recordar sus líneas del día. Mañana las habría olvidado. Sólo la poesía aprendida de memoria durante la infancia le quedaba en la memoria.
Poco vemos en la naturaleza que nos pertenezca; se atascó después de la tercera línea. Esto es lo que le sucedía actualmente."

Elizabeth Taylor
El hotel de Mrs. Palfrey




“Si Dios ha decidido que las mujeres tengamos arrugas, ¿por qué no en las plantas de los pies?”

Elizabeth Taylor


"Sólo he dormido con los hombres con que he estado casada. ¿Cuántas mujeres pueden hacer esa afirmación?"

Elizabeth Taylor


"Tinty, cuando era una joven madre, había contenido el caudal del río de sentimientos de sus hijos. Es difícil mantener un estado permanente de indiferencia, pero ellos lo habían logrado, frente a la perspectiva de una alternativa peor. Al controlar sus lágrimas y sus ansiedades, esperaban controlar los de su madre. En cierto modo, a su modesta manera, habían tenido éxito, aunque eso no era nada comparado con el atento esfuerzo que había exigido. Su actitud despiadada e inmune les había sido muy útil en la escuela, y también les habría servido indefinidamente si no fuera porque la vida no puede apartarse a un lado, ni el amor acallado a golpe de conversaciones triviales.
Nunca habían tenido que lidiar con emociones urgentes, y al llegar la crisis no tendrían más experiencias en las que basarse de las que tendría un niño pequeño. Margaret no había tenido que enfrentarse a dicha crisis. Tom, por su parte, había caído pronto, no había logrado recuperarse y ahora se envolvía en el melodrama —el borracho lacónico o el sórdido interesado— para ponerse más allá del alcance de su madre o de las demás mujeres, e incluso de los hombres.
De niño, como Sophy, había escrito su propio diario. Un día, al volver de la escuela, encontró a su madre tumbada con un pañuelo húmedo apretado contra sus ojos y supo que lo había hojeado en secreto. Aún lo hacía. Sus dibujos solamente podían desconcertarla. Y él ya no escribía ningún diario, ni recibía cartas. (Recordaba una vez, de pequeño, la voz paciente, amable y expectante a la hora del desayuno: «¿De quién es esa carta, querido?» y sus dedos doblando el papel y deslizándolo de nuevo en el sobre. «De un amigo, madre», y Margaret soltando una risita).
El esqueleto de su vida no tenía la capa de carne que conforman los amigos y sus mensajes y confidencias. Y sin embargo aún sentía la presencia de su madre en esa habitación, cuando regresaba de noche o después de comer. Le parecía que sus dibujos habían sido estudiados cuidadosamente, que su escritorio cerrado le estaba avisando en silencio, y todo parecía haber sido examinado, tocado, alterado; había huellas por todas partes. Hoy le faltaban dos de sus pastillas. Reflexionó sobre ello, balanceándose en la silla, mirando cómo su pluma vibraba en la alfombra como si fuera una flecha."

Elizabeth Taylor
La señorita Dashwood