"Así pues, no me preocupé por dos motivos: uno, que tenía aquel gran despacho; dos, que, aunque no había forma de explicarle las dificultades de conseguir los permisos, una sola reunión bastaría para que tocara de pies en el suelo, y no iba a servir de nada darle vueltas hasta que hubiera asistido a dicha reunión.
Repasé mis otras propiedades en Portsmouth y volví a mi despacho, desde donde llamé a la Comisión de Supervisores del municipio de Plymouth, y de milagro conseguí que Vida me apuntara en el orden del día de la reunión del día ocho, detrás del Criadero de Caniches de Marie, que deseaba instalar seis perreras más; detrás de las autoridades del condado, que querían mejorar las
instalaciones de los aseos del parque natural en el extremo norte del municipio —«Eso no tardará», me dijo Vida. «Le pondrán el sello enseguida»—, y detrás del garaje Darley Corners, que esperaba poder retirar su sistema de almacenaje de gasolina y sustituirlo por uno nuevo. «Y no es porque el propietario quiera. A Mike Lovell le encantaría que el municipio le denegara el permiso. Es un trabajo importante. Sin embargo, después de tanto tiempo, se lo van a dar. Ese lugar es de lo más antiestético. Por lo tanto, señor Stradford, queda usted apuntado después de Mike. Confío en que el tiempo aguante y la reunión no se cancele.»
También añadió que tendría que presentar un plan preliminar al arquitecto municipal y a la comisión una semana antes de la fecha de la reunión. Faltaban cuatro días.
Me repantigué en la silla y miré por la ventana pensando que quizá fuera yo la única persona en todo el mundo capaz de apreciar la conjunción de aquellos dos elementos: la universal calidad de las ideas de Marcus Burns y el localismo del municipio de Plymouth. Y como si alguien me leyera la mente, sonó el teléfono y la voz de Hank Omquist. Me pidió que fuera a almorzar con él y, sin aceptar el «no» que ni siquiera pude darle por respuesta, me dijo que pasaría por mi oficina a la hora de comer y que lo esperara alrededor de las doce.

[…]

Desde la ventana de mi oficina observé a Hank meterse en el coche y dirigirse en dirección este, hacia Portsmouth. Inmediatamente fui al mío y salí a toda velocidad en sentido contrario, hacia su casa. No llamé para avisar. Fuera quien fuese el que estuviera allí, yo sabría manejarlo. Al fin y al cabo, era corredor de fincas, y podía ir a cualquier hora del día o de la noche por las carreteras del condado para ocuparme de cualquier asunto legítimo.
La carretera de Felicity tenía un aire muy pintoresco. Las ramas sin hojas de los imponentes árboles se desplegaban hacia el cielo luminoso y la nieve apartada a lo largo del asfalto estaba tan limpia y ondulada como las nubes. El sol caía a raudales. Un garaje rojo aquí, otro verde allí. Dos ponis de tupido pelaje comen heno junto a la carretera.
La casa de Felicity tenía un aspecto tranquilo, moteado con luces que se encendían aquí y allá. El porche de la entrada parecía hundirse ligeramente ante la casa. En verano no me había dado esa impresión. En el camino de acceso había un coche aparcado, un BMW, el coche de Felicity. El sendero no estaba totalmente limpio de nieve como podía estarlo el de casa de mis padres o el de
mi despacho. Oscuras huellas de neumáticos serpenteaban entre la nieve aplastada. Abrí la puerta del coche, pero me quedé sentado un momento, esperando que su rostro apareciera en alguna de las ventanas y me hiciera un gesto para que pasara. No ocurrió. Me apeé y cerré la puerta. Fui hasta la entrada principal, me quedé de pie en el porche y llamé con la aldaba; después con el timbre. No hubo respuesta. Usé los nudillos. Silencio. Salí del porche y caminé por la nieve hasta la entrada de atrás. Llamé y me asomé. Las sillas estaban apartadas de la mesa."

Jane Smiley
De buena fe


"El día después de pasar la noche en vela estuve trabajando en los terrenos de la casa, quitando ramas caídas y basura, podando aquí y allá. Ese día el futuro desapareció por completo, no era capaz de predecir siquiera si a la mañana siguiente estaría en la clínica, sentado en el taburete trabajando con mis instrumentos. La inercia biológica que me propulsaba alrededor de la finca, que me llevaba de una comida a otra, me parecía asombrosa. Estaba aterrorizado. Yo era como un hombre que cuenta los días que sale el sol y calcula la posibilidad de que vuelva a salir, que imagina demasiado bien el frío punzante de un día sin sol. Deduzco que mi presencia resultaba bastante intimidatoria, pues todo el mundo se alejaba de mí excepto Leah, que me seguía a todas partes gateando, arrastrando palitos y recogiendo hojas, sin dejar de parlotear en sus tonos más complacientes.
Dana supo mantener el tipo, y al mismo tiempo mantener a raya a las niñas, haciendo un heroico y visible esfuerzo. Fueron en coche a uno de los supermercados más grandes, que estaba a unos treinta kilómetros, y se trajeron media charcutería con ellas: bagels, queso cremoso con salmón ahumado, queso cremoso con nueces y pasas, profiteroles, cruasanes rellenos de chocolate, filetes de pez espada para hacerlos luego a la plancha con albahaca, cogollos de lechuga francesa, vinagre de frambuesa, aceite de oliva, botellas de agua carbonatada para Lizzie —que seguía mal del estómago—, el New York Times y también el Chicago Tribune por las tiras cómicas. Tal vez pensó que la actitud de entrega le ayudaría a evadirse y por eso se pasó el día de aquí para allá, pendiente de cada cosa que querían las niñas, vistiéndolas para que salieran cinco minutos, se quejaran del frío y tuviera que desvestirlas de nuevo. Les leyó unos seis libros y a cada poco toqueteaba la antena de la tele intentando mejorar la señal. Se sentó en el sofá y las convenció para que se le echaran encima, como si el calor de la carne humana pudiera ayudarla. Les sonreía constantemente y había un resuello de esfuerzo en todo lo que hacía. Me pregunté qué le habría hecho él para que estuviera tan desesperada. Aun así, yo me mantuve ajeno a todo. Cualquier palabra sería como una chispa en una fábrica de dinamita. Me ocupé de que Leah no le diera la tabarra. Eso es lo que hice por ella, a eso me consagré.
Durante la cena, sentados a la antigua mesa de madera, uno frente al otro, Dana no levantó la vista del plato. Me sirvió generosas porciones que me hicieron sentir culpable, pues me recordaron mi tamaño y mi constante ansia de comida. Me quejé del pescado. Estaba un pelín crudo. Es cierto, estaba un pelín crudo, pero no tendría que haber dicho nada. Ésa fue la única vez que me miró a la cara, con ojos de disgusto reconcentrado, y yo le respondí con una mirada agresiva. Sobre las ocho regresamos a la ciudad. También recuerdo ese viaje perfectamente. Leah estaba durmiendo en su asiento, a mi lado, Lizzie estaba detrás, y Stephanie iba con Dana, en su coche. En los semáforos, el espejo retrovisor me devolvía la visión de su obstinada cabeza."

Jane Smiley
La edad del desconsuelo


"En la larga guerra que constituía la relación entre Tiffany y su madre, habían hecho una tregua. Lo siguiente con que Tiffany se encontró al llegar a su casa fue que el cactus de Navidad que tenía en la ventana estaba empezando a florecer. El estofado y las flores deberían haber sido cosas tan buenas como para hacerle más llevadero lo ocurrido en el Spankee Yankee; sin embargo, ahora, al juzgarlas retrospectivamente, advertía que también tenían algo de malos augurios, o cuando menos de falsos buenos augurios, ya que de no haber disfrutado de aquella hora breve se habría quedado en casa mirando la tele, no le habrían robado el dinero y ahora no tendría la ropa mojada colgada por todo el apartamento. Así que hubo terminado con esta tarea, y con la de acostar a Iona en el sofá-cama (lo que no era fácil, dicho sea de paso), se sentía más agotada e incluso más triste que en el instante en que descubrió que le habían quitado el dinero.
Más que el dinero, lo que le dolía era el robo, es decir, que una no pudiese permitirse el lujo de ser feliz, porque ser feliz te incitaba a hacer cosas que terminaban después en una infelicidad mayor que la de antes de haber sido feliz. Todo el mundo sabía que así es como funcionan el amor, la sexualidad y las relaciones con los hombres. Cuanto más feliz te sientes al enamorarte, más hecha polvo te quedas cuando todo se va al garete. Pero lo más deprimente era que ocurriese lo mismo con algo tan sencillo como un estofado de cerdo o unas flores."

Jane Smiley
El paraíso de los caballos


"La realidad es que aunque ahora me sienta celosa y excluida, cuando se vayan volveré a ser yo otra vez, sola en el silencio de mi casa, con mis libros, mi ganchillo, mi tele, mi cama, mi ropa para lavar, en fin. Me crie en una granja como hija única. Llevo cincuenta y dos años entreteniéndome yo sola la mar de bien. De hecho, en cuanto llegue a casa me pienso poner música de la que a mí me gusta. Un disco antiguo de Jussi Bjoerling cantando famosos solos de tenor. Y como me anime, lo mismo me pongo a cantar yo también. Ya, un plan sin mucha chicha. Siempre que la gente se va, es como si algo se desprendiese de ti. Me pregunto por qué presto tanta atención a mis sentimientos. Y lo mismo podría preguntarme de Joe, y de Michael y Ellen. Somos como esos científicos de los que habla Joe, siempre parándonos en la carretera para observar pedruscos, solo que nuestros pedruscos no tienen ningún interés —nada que ver con la velocidad de la luz o la naturaleza de la gravedad—, no son más que los escombros de nuestros sentimientos.
El castigo a mi reacción es sufrir el escrutinio compungido de Joe de vuelta a casa, seguido de su pose de hijo servicial mientras me ayuda a colocar las cosas del picnic en su sitio.
Michael está al teléfono con el controvertido quinto hombre. Se oye el arrastrar de una silla cuando se sienta a hablar. Subo las escaleras y experimento una súbita y extraña alegría por la familiaridad de todo esto, como si, después de todo, pudiese abrazar los últimos veinte años.
Lo cierto es que Pat y yo no nos separamos de una forma pacífica. No nos portamos bien en ningún sentido. El primer acto de la larga tragedia que fue nuestra separación tuvo lugar hace exactamente veinte años. Estábamos en nuestra casa de campo, en la cocina nueva, recién reformada. Los muebles eran nuevos. Los suelos eran nuevos. Por insistencia mía, en las paredes sur y este se abrieron ventanas. El techo y los electrodomésticos eran nuevos. Yo me pasé siete meses dirigiendo los trabajos de reforma, entonces pensaba que era para darle a nuestra vida la envoltura doméstica adecuada. Al quinto mes, me enamoré de un vecino, un escritor que se pasaba metido en su casa la mayor parte del día. Su entrada en escena, pensé en aquel momento, fue inexplicable, por el simple motivo de que con cinco hijos, un marido quisquilloso, una madre enferma y la casa en obras, no podría haber tenido tiempo para él. Pero saqué tiempo para él. Entonces, un sábado por la noche, en la cocina —los pequeños estaban acostados y los mayores no dormían esa noche en casa—, vi que lo que yo había construido era en realidad el escenario para la obra que estaba a punto de comenzar. Pat y yo éramos los protagonistas; el escritor, cuyo nombre era Ed, desempeñaba un papel crucial, y la cocina, la cocina representaba el instante fugaz de plenitud que estaba a punto de ser desmantelado. Que estaba a punto, debería decir, de volar por los aires.
Michael y Joe tenían cinco años y medio, y estaban a punto de entrar en parvulario. Los mayores iban ya al colegio, todos los días hasta las tres, y en ese momento, que era verano, estaban apuntados a un campamento de día. Desde la mañana hasta la noche, día tras día, durante casi un año, la vida se redujo a los gemelos y a mí. La casa y sus dos hectáreas eran nuestro mundo; creo recordar, de mi propia niñez, la cualidad densa y circundante que tienen esos mundos. Los alrededores de la casa estaban repletos de antiguas plantas: arbustos en flor, parterres de lirios de tigre, lilas, iris, espíreas por todas partes. No muy lejos había un arroyo, y entre la casa y la carretera se extendía una colina ideal para deslizarse en trineo. Durante un año entero, entre las ocho y las tres, de lunes a viernes, los gemelos y yo tuvimos una vida doméstica idílica. Los colores del otoño, el espeso manto de nieve, la húmeda primavera, la vegetación justo al nivel de sus ojos. El mundo ofrecía un sinfín de escondites secretos donde hallar protección. Sus hermanos mayores —que requerían más atención— no estaban, me tenían entera para ellos, y se tenían el uno al otro. Inmensidad pasajera. Un mundo de plenitud diaria tan real como la vida misma. Durante aquellas horas del día yo me sentía feliz y productiva, y estaba encantada con mis hijos y ellos conmigo. Aquel verano empezaron a ir a la guardería dos mañanas a la semana (idea de Pat) para que se animasen a hacer más amiguitos y se fuesen despegando el uno del otro. Yo dejaba a los obreros en casa y me iba andando por el camino de gravilla que llevaba a la casa de Ed. Vivía en una casa antigua, muy antigua, con tres dormitorios y una cocina exterior en la parte de atrás con una estufa de leña de 1884. Ed la estaba acondicionado para el invierno; en mi opinión, tenía el austero encanto de un refugio provisional, como una tienda de campaña montada a cuatro mil metros de altura.
Sábado noche durante la Administración Johnson. Marido y mujer, mujer y marido, protagonista y antagonista, víctima y verdugo, no están muy lejos el uno del otro. Él lleva una camisa azul claro y pantalones de vestir, abre la nevera con intención de sacar la leche. Ella lleva su bata rosa de sirsaca, está de pie, con las manos en las caderas, cerca del fregadero. Aparte de la nevera, el único punto de luz es el que está encima del fregadero."

Jane Smiley
Un amor cualquiera


"La tormenta amainó después de medianoche, aunque siguió lloviendo a cántaros. Ty y Pete regresaron y volvieron a salir. Pasadas las dos, Rose y yo nos acostamos en mi cama y creo que ella se quedó dormida. Me levanté para arropar a las chicas, que se habían destapado. Todo el mundo parecía haberse refugiado en mi casa.
Linda tenía una pierna encima de la de Pammy, y las manos de una estaban junto a las de la otra: sin duda se habían cogido de las manos, pero al quedarse dormidas se soltaron. Yo las conocía desde su nacimiento, repetidas veces había alzado ese peso denso que sólo tienen los bebés. Los incontables momentos pasados con cada una de ellas me parecían inmortales: aquella vez en que Pammy tenía dieciocho meses y estábamos todos sentados alrededor de la mesa, y ella levantó los brazos por encima de la cabeza y dijo «¡Alto!», y todos levantamos los brazos por encima de nuestras cabezas y gritamos «¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!», hasta que Pammy apoyó las palmas sobre la mesa y gritó «Bajo», y rió estrepitosamente su propia broma. Cuando Linda era un bebé, apretaba la comida en el puño hasta que le rezumaba entre los dedos, y sólo entonces la comía. ¿Cómo podía alguien acercarse a ellas con malas intenciones? ¿Cómo podía alguien no sentirse inclinado a protegerlas, sino a hacerles daño, especialmente así, en plena noche, al ver sus cuerpos dormidos, indefensos y sin resistencia?
Por supuesto no habían sido sus cuerpos sino los nuestros, mejor dicho el de Rose. Pero también el mío, si él entraba en mi habitación, aunque sólo fuera para cerrar las ventanas, aunque sólo fuera para ver si estaba dormida.
Yo estaba allí tendida y tan relajada como ellas ahora, enredada en el camisón, el pelo caído sobre la cara. Y la verdad era que aunque no podía imaginar a mi padre haciendo lo que Rose decía que había hecho, tampoco me lo imaginaba haciendo lo que yo hacía ahora, mirando a sus hijas con aprecio y afecto, sintiendo por nosotras la ternura que yo sentía por Pammy y Linda. Me estremecí, ajusté el cubrecama alrededor de ellas y salí del dormitorio.
Todavía estaba vestida, pero me metí en la cama junto a Rose, que se había echado encima de la colcha, y se había tapado la cabeza con el edredón. Debí de quedarme dormida."

Jane Smiley
Heredarás la tierra



“Me parece que el matrimonio es, después de todo, un recipiente pequeño en el que apenas caben algunos hijos. Dos vidas interiores, dos meditaciones complejas que duran una vida, que la hacen estallar y estallar, crujir y deformar. O tal vez no sea nada en absoluto, nada, algo que no está presente. No lo sé, pero no puedo dejar de pensar en ello.”

Jane Smiley
The Age of Grief