"Él se mantuvo absolutamente inmóvil durante un rato, encogió los hombros alzándolos y bajándolos, y luego le alargó la mano. Ella la rozó con los labios.
Había un cierto dulce o pastelillo, hecho de una masa endulzada con miel y esencia de canela, que gustaba muchísimo a Catalina. No lo había probado hasta el día en que el rey fue a visitar a su hija, llevando con sus propias manos una gran caja de estos pastelillos. La receta se la había proporcionado Thomas Cromwell, quien la había obtenido de un judío en Italia. María estaba tan malquistada con su padre que, tomándolos de las manos de él con una rodilla casi en el suelo, había dicho que su nacimiento irregular le impedía comer aquellas viandas principescas, y los había colocado en una estantería de su escritorio. Luego de un profundo suspiro, el rey se quedó mirando el libro de ella y dijo que no le gustaría que se estropease la vista por el exceso de estudio: que ordenara a lady Catalina que leyese y escribiese por ella.
—Ella tendrá mayor necesidad de sus ojos que nunca yo de los míos —respondió María con su voz impasible.
—No quiero que os estropeéis los ojos —dijo él, apesadumbrado, y ella le replicó:
—Mis ojos son de vuestra alteza.
Él hizo un lento movimiento de exasperación con los hombros y, volviéndose hacia Catalina Howard, se puso una vez más a hablar de las Islas Afortunadas. Aquel día iba enteramente vestido de pieles negras, de modo que el rostro se veía menos pálido que cuando iba de escarlata, y de pronto ella tuvo la sensación de que era un hombre muy digno de lástima, un hombre que no podía hacer nada y un hombre que, como había dicho Throckmorton, no era más que un mar de dudas. Allí al lado, entre ambos, estaba su hija: pálida, tiesa, silenciosa, con las manos cogidas sobre el pecho. Y el padre había venido a apaciguarla. Le había traído dulces para comer, pero hubiese podido golpearla para que lo amara. Sin embargo, María de Inglaterra se mantenía tan rígida como la hoja de un cuchillo; no era posible conmoverla, ni mediante el amor ni mediante amenazas. Aquel hombre había pecado contra su hija; y allí estaba frente a la implacabilidad de ella. En todo lo demás era omnipotente; ella era sus columnas de Hércules. De modo que Catalina se esforzó por ser amable con él, quien, en un determinado momento de la tarde, alargó su gran mano hacia los pasteles de canela y se puso uno en la boca. Estaba sentado en silencio, masticando despacio con sus grandes mandíbulas, y dijo que apenas le cabía duda de que, si él en persona zarpase con una gran armada y muchos hombres, encontraría una apacible región de buen gobierno y fe pura."

Ford Madox Ford su verdadero nombre era Ford Hermann Hueffer, pero lo cambió, primero a Ford Madox Hueffer, y luego a Ford Madox Ford
La Quinta Reina



"En mi opinión, mi vida está glorificada sólo porque puedo afirmar que una vez le ofrecí a ese coloso de pelo cano, barba blanca y evidente hermosura… una silla. Él tenía una estatura inmensa, a pesar del hecho de que sus piernas –aunque yo no recuerdo el hecho– eran consideradas desproporcionadamente cortas. Pero ello le daba el aspecto, cuando estaba sentado –porque su tronco era por naturaleza largo de un modo proporcionado-desproporcionado–, de ser algo de volumen impresionantemente fabuloso.
Fue bastante significativo que yo no sintiese algún tipo de resquemor en presencia del bello genio, a pesar de que, por muy corto de piernas que fuese, no debo haberle llegado mucho más arriba de las rodillas. Ciertamente tuve el pálpito de que debía proceder de entre las rusalki y otras extrañas apariciones que se bambolean de árbol en árbol o se ciernen en las profundas sombras de los bosques rusos, y que sólo consiguen ser ahuyentadas haciendo el signo de la cruz a la elaborada manera rusa. Pero me concentré únicamente en una sonrisa singular, compasiva, que todavía me parece que emerge de las páginas de sus libros cuando los releo –cosa que hago constantemente, siempre con un renovado sentido de sorpresa–. Percibí por instinto que me hallaba ante un ser que sólo podía demostrar compasión hacia algo que fuese muy joven, pequeño e inofensivo. Corría 1881. Él tenía 63 años.
Pero la verdad es que no debo haber quedado tan intimidado, pues pronuncié, con voz aguda, chillona, y absoluta compostura, las siguientes palabras: «¿Acaso no tomarían asiento usted y su amigo, señor Ralston?».
El señor Ralston, primer traductor de Turguenev, casi el único amigo inglés con el cual tenía alguna cercanía intelectual –y el único extranjero que alguna vez lo visitó en Spasskoye–, era un hombre alto, canoso, de barba blanca, exactamente igual a Turguenev. Pero a pesar de que era íntimo amigo de mi familia –razón por la que se presentó con Turguenev en casa–, y aunque noche tras noche él mismo me había contado los cuentos de hadas de Krylof, que es como llegué a tener noción de la rusalka con pelo verde que salta de árbol en árbol y de los otros seres que evoco en calidad de domvostvoi y que se presentan haciendo crujir las paredes de madera y las vigas de los cobertizos alrededor tuyo… Ah, y por supuesto el Gato de la Casa que se tragó la procesión de la boda y la procesión fúnebre y el sol y la luna y las estrellas; y aquel espantoso cordero que enseñaba los dientes justo al lado de tu cara y decía cosas horribles… Pero aun así, digo, pese a haberme sentado sobre las rodillas del señor Ralston noche tras noche, tragándome las faltas de aire, Ralston se me aparece ahora como la más simple de las sombras pálidas al lado de la reluciente figura del autor de las Memorias de un cazador. Tal vez fuese un hecho meramente físico, pues el pelo de Ralston, blanco como era, alcanzaba cierta cualidad azulosa en la oscuridad, mientras que el de Turguenev tenía ese brillo aleonado que se puede ver en la espuma de los estuarios con marea. O puede haber sido porque la sombra de su suicidio venidero –a raíz de las más absurdas razones de desgracia y timidez que yo haya oído tras una fantástica cause célebre– ya se cernía sobre Ralston.
En cualquier caso, ahí estaba yo, solo al interior del taller de mi abuelo en la gran casa que alguna vez habitó el coronel Newcome de Thackeray –quien, debo decirlo, podría haberse parecido por igual a Ralston o a Turguenev–. Y vuelvo a mí mismo siendo un niño muy pequeño, vestido con un delantal azul, con largos rizos dorado pálido –como correspondía a un infante prerrafaelita– sosteniéndome en puntillas para apreciar a unos pichones que recién habían nacido en la jaula de palomas de mi abuela. Ésta disponía, por así decirlo, de un compartimiento privado para los niños. Y de pronto me doy cuenta de que estoy cercado y sobrepasado por aquellos dos gigantes, que observaban a las rosadas pequeñeces palpitantes con una curiosidad y un entusiasmo incluso mayores de los que yo mismo demostraba."

Ford Madox Ford
Amistades literarias



"Esta es la historia más triste que jamás he oído. Habíamos tratado a los Ashburnham durante nueve temporadas en la ciudad de Nauheim con gran intimidad... O, más bien, habíamos mantenido con ellos unas relaciones tan flexibles y tan cómodas y sin embargo tan íntimas como las de un guante de buena calidad con la mano que protege. Mi mujer y yo conocíamos al capitán Ashburnham y a su señora todo lo bien que es posible conocer a alguien, pero, por otra parte, no sabíamos nada en absoluto acerca de ellos. Se trata, creo yo, de una situación que sólo es posible con ingleses, sobre quienes, incluso en el día de hoy, cuando me paro a dilucidar lo que sé de esta triste historia, descubro que vivía en la más completa ignorancia. Hasta hace seis meses no había pisado nunca Inglaterra y, ciertamente, nunca había sondeado las profundidades de un corazón inglés. No había pasado de sus aspectos más superficiales."

Ford Madox Ford
El buen soldado


“Me preguntarán qué se siente siendo un marido engañado. No se siente realmente nada. No es el infierno ni el paraíso. Es el limbo.”

Ford Madox Ford


"Un estilo interesante consiste en una sucesión constante de diminutas, casi indetectables, sorpresas en el texto."

Ford Madox Ford


"Y nunca supo qué había sido del bebé de la señora Duchemin. Al día siguiente, la señora Duchemin había vuelto a ser tan afectada, circunspecta y serena como siempre. No volvieron a cruzar ni una palabra al respecto. Eso dejó en la imaginación de Valentine una mancha negra —como la de un asesinato— que no debía mirar nunca. Y a través del mundo ensombrecido de su confusión sexual aleteaba continuamente la sospecha de que Tietjens pudiera haber sido el amante de su amiga. Era una cuestión de simple analogía. La señora Duchemin le había dado la impresión de ser una persona brillante, igual que Tietjens. Pero si la señora Duchemin era una sucia ramera… ¡Qué no sería Tietjens, que era un hombre, y tenía las necesidades sexuales de un hombre…! Su imaginación siempre se negaba a completar sus pensamientos.
Esa insinuación no podía combatirse con la imagen de Vincent Macmaster, le parecía intuir que era uno de esos hombres a los que, amantes o amigos, casi tenían la obligación de traicionar. Parecía estar deseándolo. Además, una vez se preguntó cómo podría una mujer, que tuviera la ocasión y la oportunidad —y Dios sabe que había oportunidades de sobra—, elegir a esa sombría hoja seca, si pudiera yacer entre los brazos de la espléndida masculinidad de Tietjens. Y esa vaga convicción se vio confirmada y refutada a la vez cuando, poco después, la propia señora Duchemin empezó a aplicarle a Tietjens los epítetos de «zoquete» y «animal», ¡los mismos que había empleado para referirse al supuesto padre de su hijo!
Pero, en tal caso, Tietjens debía de haber abandonado a la señora Duchemin; y si la había abandonado, ¡es que estaba disponible para ella, Valentine Wannop! Pensaba que ese sentimiento era innoble, pero procedía de unas profundidades de su ser que no podía controlar y pensarlo la aliviaba. Luego, al empezar la guerra, el problema desapareció, y, entre el inicio de las hostilidades y lo que sabía que sería la partida inevitable de su amado, se había rendido a lo que consideraba puro deseo físico por él. ¡Entre las angustias terribles y abrumadoras de la época no había tenido más remedio que rendirse! Ante la incesante —la interminable— idea del sufrimiento, y la no menos incesante idea de que, muy pronto, su amado también sufriría, no había ningún otro refugio en el mundo. ¡Ninguno!
Se rindió. Esperó a que él pronunciara la palabra o le echara la mirada que los uniera. Estaba acabada. La castidad: ¡Chimpum! ¡Como todo!
No tenía ninguna idea ni imagen de la faceta física de su amor. En los viejos tiempos, siempre que había estado con él, cada vez que entraba en la habitación, o simplemente cuando sabía que iba a ir al pueblo, había tarareado para sus adentros y había sentido cómo cálidas corrientes le recorrían la piel. Había leído en alguna parte que, al beber alcohol, la sangre iba a las venas superficiales del cuerpo y producía una sensación de calor. Ella nunca había bebido alcohol, o no el suficiente para producir un efecto reconocible, pero imaginaba que el amor obraba en el cuerpo del mismo modo… ¡y que luego cesaba para siempre!
Pero, en esos últimos días, la habían abrumado convulsiones mucho mayores. Bastaba con que Tietjens se le acercara para que todo su cuerpo se sintiese atraído por él, igual que cuando uno está cerca de una alta cima se siente atraído por ella. Grandes oleadas de sangre recorrían todo su ser como si unas fuerzas físicas todavía por inventar o descubrir atrajeran al fluido. La luna produce las mareas del mismo modo."

Ford Madox Ford
El final del desfile