"Aquella congregación de bandas y tribus en el área insalubre del viejo Midlothian y el extrarradio suroriental de Edimburgo intrigó a los mismos travellers tanto como a las autoridades. Varios sabios y pseudoprofetas de la New Age habían sugerido teorías al respecto, pero las autoridades locales no podían hacer nada y el gobierno se negaba a intervenir mientras la población de aquellos campamentos improvisados aumentaba hasta rebasar las veinte mil personas.
Los traficantes locales estaban haciendo su agosto y a Jimmy y Semo, bajo los efectos del subidón del éxito con el que esperaban coronar su chanchullo de indemnización por lesiones con Clint Phillips, se les ocurrió probar suerte con una iniciativa de carácter más privado. Semo tenía un buen contacto en Leith, así que fueron a la ciudad en un coche robado para pillar unos ácidos con la intención de colocárselos a los travellers. Llegaron al venerable puerto y recogieron a su amigo Alec Murphy, que les llevó a un piso del Southside, diciéndoles que iban a ver a un tío al que Murphy se refirió simplemente como el «Estudiante Cabrón».
«El Estudiante Cabrón es legal. En realidad no es estudiante», les explicó Alec. «Lleva un taco de años sin ir a una universidad ni nada que se le parezca. Pero tiene una licenciatura: en económicas o alguna mierda de ésas. Pero es como… como que sigue hablando como un puto estudiante, ¿sabes?»
Los chicos asintieron con un gesto de vaga comprensión.
Alec les advirtió que el Estudiante Cabrón, en su opinión, tendía a hacer las observaciones más banales en forma de laberínticas proposiciones filosóficas. Cuando tenía un buen día, comentó Murphy, en condiciones óptimas y con la compañía adecuada, el Estudiante Cabrón podía llegar a ser moderadamente entretenido. Tenía la impresión de que esos días, circunstancias y compañías escaseaban cada vez más.
Mientras subía las escaleras que conducían al piso del traficante con emoción y expectación cada vez mayores, Jimmy Mulgrew tenía la impresión de que acababa de triunfar. Se pavoneaba y se daba aires de gánster, mientras se miraba en el espejo del comedor. Luego vería a Shelley en el chippy, y dejaría caer unas cuantas insinuaciones sobre «el negocio». Aquello no dejaría de impresionarla. Alan Devlin era historia, pensó Jimmy en un acceso de confianza. ¡Un puto empleado de garaje! ¡Qué top boy ni qué coño! Se había ido de la olla y el cabrón estaba flotando a la deriva. Su momento aún no había llegado.
Las fantasías de Jimmy se desinflaron rápidamente cuando un tío con una mata de rizos y gafas de montura negra les hizo pasar al cuarto de estar. Una mujer de cabello castaño y lacio y un top rojo estaba dando de comer a un bebé con un biberón. Ni siquiera dio señales de haberse dado cuenta de su presencia."

Irvine Welsh
Col Recalentada



"Camino del laboratorio de procesamiento más grande de las instalaciones, Russell Birch, con bata blanca de laboratorio y una tablilla sujetapapeles en mano, se cruzó con Michael Taylor, que iba enfundado en un mono marrón reglamentario. Como de costumbre, no se saludaron. Habían acordado que sería mejor que sus compañeros de trabajo no supieran que existía relación alguna entre ellos.
Según iba introduciendo la clave de seguridad en el nuevo dispositivo de cierre, Birch rumiaba con satisfacción que ahora Taylor ya no podría acceder a esa área. Al abrir la puerta y entrar en aquella habitación de cegadora blancura, se acordó de la vez que pescó allí a su socio con las manos en la masa, a punto de llenar una bolsa de plástico. No, en cuanto almacenista, Taylor no tenía que haber estado allí en absoluto, pero mientras Russell Birch se guardaba su propia bolsa en los pantalones, se quedaron los dos estupefactos unos instantes, mirándose boquiabiertos y con sensación de culpabilidad. Después, con nerviosismo, echaron un vistazo alrededor; volvieron a cruzarse la mirada e instantáneamente concertaron un pacto. Fue Taylor el que tomó el control de la situación.
—Tenemos que hablar —dijo—. Nos vemos a la salida en el Dickens de Dalry Road.
El guion completo de aquella farsa no habría desentonado en el escenario de un teatro del West End. En el pub, con nerviosismo, fueron cayendo pintas una tras otra e incluso hicieron bromas sobre lo sucedido, hasta que por fin acordaron que Birch sacaría bolsas del laboratorio y se las daría a Taylor, y éste, a su vez, las sacaría de la fábrica escondidas en los recipientes de comida de la cantina.
A la luz de los fluorescentes del techo, los instrumentos de la consola parpadearon y poco a poco empezaron a zumbar sordamente. A veces la sala parecía tan inhóspita y blanca como el polvo sintético que se producía en ésta, la parte más nueva y lucrativa de la planta. No obstante, ahora Russell contemplaba con enorme reverencia el precioso polvo blanco, que salía por un tubo en un chorro uniforme y abundante e iba a parar a los estuches de metacrilato de una cadena automatizada pero prácticamente silenciosa. Volvió la vista atrás, hacia el gran cuenco de filtros de tela y el depósito de cloruro de amonio, donde se enfriaba la solución, que desde ahí recorría otra sucesión de filtros y, por último, iba a parar a un tambor gigantesco, de cuatrocientos cincuenta litros de capacidad. Dentro del tambor se vertían cada hora doscientos setenta litros de agua hirviendo, a los que se agregaban treinta kilos de opio sin refinar. Las impurezas subían a la superficie y se filtraban. Luego la solución pasaba a un contenedor adyacente más pequeño, donde se le añadía cal muerta —hidróxido de calcio— para convertir la morfina, que no es soluble en agua, en morfinato cálcico, que sí lo es.
Después de secarse, pigmentarse y molerse, el producto acabado, de una blancura prístina, se vertía a chorro en los contenedores de plástico. Y era tarea de Russell comprobar la pureza de cada remesa. De ahí que para él fuera fácil guardar un buen puñado de mercancía en una bolsa de plástico y escondérsela en los pantalones.
Russell Birch acarició con satisfacción el bulto que llevaba en la ingle. Estaba ansioso por salir de allí y hacer el trayecto a los servicios, para asegurarse de que, a partir de ahí, toda la responsabilidad y el riesgo corriesen por cuenta de Taylor. No obstante, se entretuvo un rato tomando unas muestras y comprobando medidas. Era increíble lo que la gente era capaz de hacer por aquel producto. Pero de repente, cuando ya se daba la vuelta para irse, la puerta se abrió de golpe. El jefe de seguridad, Donald Hutchinson, apareció ante él flanqueado por dos guardias. Russell captó la expresión de turbación que traía en la cara, larga y demacrada, pero se fijó también en su mirada acerada.
—Donald…, ¿qué tal?…, ¿qué pasa?… —inquirió Russell Birch, como un tocadiscos recién desconectado.
—Entréganoslo —dijo Donald, extendiendo la mano.
—¿Qué? ¿De qué me hablas, Donald?
—Podemos hacerlo por las malas, si lo prefieres, Russell. Pero me gustaría ahorrarte el mal trago —respondió Hutchinson, al tiempo que señalaba, por encima del hombro de Russell, una cámara de seguridad colocada en la pared. Les apuntaba directamente y, junto a la lente, parpadeaba una lucecita roja.
Russell se volvió y, al verla, se le escapó un grito entrecortado. Lo acababan de desenmascarar, y no sólo como ladrón, sino, peor todavía, como necio. Estaba tan a la vista como todos los demás aparatos de la planta, y ni siquiera se había dado cuenta de que la habían instalado. Allí estaba, boquiabierto e impotente, preguntándose qué verían en su expresión los que estuvieran mirando la pantalla del otro lado. Humillación, miedo, odio a sí mismo, pero sobre todo tener que aceptar la derrota. Dio media vuelta, metió la mano en la parte de delante de los pantalones y sacó la gran bolsa plana de polvo blanco. A continuación la entregó y siguió a los hombres de uniforme, consciente de que, independientemente de lo que fuera a pasar a continuación, era la última vez que salía del laboratorio.
Durante el humillante trayecto a lo largo del pasillo, flanqueado por su inescrutable escolta, volvió a ver a Michael Taylor, que iba empujando un carrito de recipientes de comida metálicos desde la plataforma de carga y se dirigía al comedor. Esta vez Taylor lo miró a los ojos con expresión suplicante, pero Russell Birch estaba convencido de que su socio sólo pensaba en el vacío."

Irvine Welsh
Skagboys


"Estoy dejándome empapar por fuera, o por dentro... dejándome limpiar por fuera desde el interior.
Este mar interior. El problema es que este hermoso océano lleva montones de pecio y desechos consigo... ese veneno se disuelve en el mar, pero en cuanto el mar se retira, deja atrás la mierda, dentro de mi cuerpo. Quita lo mismo que da, se lleva mis endorfinas, mis centros de resistencia al dolor; tardan mucho en volver.
El papel de la pared es horripilante en este cagadero de habitación. Me aterra. Algún esquiva ataúdes debió instalarlo hace años... muy apropiado, porque eso es lo que soy, un esquivaataúdes, y mis reflejos no van a mejorar... pero está todo aquí al alcance de mi mano sudorosa. Jeringuilla, aguja, cucharilla, vela, mechero, paquete de polvos. Todo está en regla, todo es hermoso; pero temo que este mar interior se apacigüe pronto, dejando tras de sí este naufragio de mierda venenosa dentro de mi cuerpo.
Empiezo a preparar otro chute. Mientras sostengo temblorosamente la cucharilla sobre la vela, esperando que el caballo se disuelva, pienso: a corto plazo, más mar; a largo plazo, más veneno. Este pensamiento, no obstante, no es ni de lejos suficiente para impedir que haga lo que tengo que hacer."

Irvine Welsh
Trainspottin



“No hay nada al margen del momento.”

Irvine Welsh


"Nuestro primer hogar en Suráfrica fueron algunas habitaciones de la gran casa del tío Gordon en los suburbios del noreste de Johannesburgo. Al tío Gordon le gustaba decir que estábamos «todo lo lejos posible de Kaffirtown (Soweto) sin dejar de estar en Jo’burg».
Aunque yo no era más que un niño, la impresión que me daba la ciudad era la de un lugar moderno triste e inhóspito. Desde el cielo resultaba espectacular al dar vueltas sobre ella cuando íbamos a aterrizar en el Aeropuerto Internacional Jan Smuts, que llevaba ese nombre, me dijo John con orgullo, en honor de un militar surafricano que había sido un gran colega de Winston Churchill. Sólo cuando la vi desde el suelo me di cuenta de que no era más que otra ciudad más y que todas tenían mejor aspecto desde el cielo. Visto de cerca, el centro de Johannesburgo no me parecía otra cosa que un enorme Muirhouse-al-sol. Los viejos puebluchos mineros proporcionaban un menguante telón de fondo a los feos rascacielos, autopistas y puentes que habían sustituido desde hacía mucho a las chabolas de los primeros pioneros buscadores de oro que levantaron la ciudad. Estaba muy desilusionado, pues mamá me había contado en el avión que la llamaban la Ciudad de Oro, y yo esperaba que las calles estuvieran literalmente empedradas de oro y que los edificios también estuvieran compuestos de oro.
La casa de Gordon en Kempton Park era desde luego bastante salubre, pero lo único que parecía haber al final de su avenida era una carretera bordeada de árboles que conducía hacia más casas y terrenos. No había chavales jugando en las calles desiertas; aquel lugar estaba muerto. Yo me quedaba en casa la mayor parte del tiempo, o jugando en el jardín, merodeando con Kim. Pero aún con todo, estaba bien: había muchas cosas que ver alrededor de la casa."

Irvine Welsh
La pesadilla del Marab


“Pero no quiero que dirijas esa ira hacia dentro, porque a eso se le llama depresión.”

Irvine Welsh



“Sólo quieres lo que no puedas tener y las cosas que en realidad te importan un comino son las que se te presentan en bandeja.”

Irvine Welsh




“Sólo se aprende a través del fracaso, y lo que se aprende es la importancia de la previsión.”

Irvine Welsh