"Aquel invierno fue el más crudo y largo, y, tras el blancor de los almendros, volvió el de la nieve. Nevó de improviso, cuando ya no se esperaba, y ni los más avezados a escrutar las nubes fueron capaces de prevenirlo, mucho menos los partes meteorológicos que oían. Nevó intensamente en la tarde de aquel domingo, de nuevo, y luego lo hizo durante los días siguientes, durante casi toda la semana. Dos o tres días se emplearon en la busca de las ovejas que no habían vuelto, y no pudo encontrárselas. No se encontraron tampoco pisadas de lobo, pero las ovejas podían haber ido muy lejos, o quizás se habían amparado a algún cobijo. Como no había helado mucho, quizás todavía pudiera encontrárselas con vida, y, antes de volver al pueblo, decidieron los buscadores dar una última batida, porque hallaron huellas, aunque desfiguradas porque estaban formadas por el esfuerzo hecho con las patas para salir del atolladero de la nieve, según les pareció. Las huellas se perdían, pero volvían a encontrarse, aunque no siempre en un supuesto camino hacia adelante, sino como serpenteando o, a veces, daban la impresión de describir círculos; como siempre sucedía, por lo demás, cuando se pierde un animal, y hasta cuando se desorienta un hombre; y, durante la marcha de la búsqueda, no faltó quien relató su propia confusión en medio de la nieve. Era una experiencia de muchos realmente, pero en algunos casos había sido muy extrema; y dos de los buscadores relataron que se habían salvado gracias al «Aprisco viejo», una antigua casa o cabaña de pastor que, por lo menos, ofrecía cuatro paredes y una chimenea, y amparaba también, con el calor con el que las solanas cobijan, a un regato que pasaba a su lado por la parte oriental, bajo una especie de resalte de tinada o tejadillo, que impedía que se helase. Y, en más de un caso, el que allí llegó no pudo ni hacer fuego, porque no llevaba consigo cerillas ni encendedor, pero pudo acostarse, de todos modos, en el heno, que buena pelliza era. El «Aprisco viejo» había salvado vidas, y, si se acondicionaba un poco, no resultaba mal refugio.
Decidieron entonces apurar una noche más allí, y luego, a la mañana siguiente, volver a rastrear el bosque de hayas en la parte de la jara y las zarzas, e incluso subir allá arriba, donde estaba la última aldea, y hasta la planicie y más en lo alto aún. Y se dispusieron a ello. Se quedaron, prosiguiendo el ojeo, dos de los hombres y tres de los mozos, y los otros cinco hombres bajaron al pueblo. Uno de los mozos bajaría en busca de unas viandas con las que cenar, y desde luego podían hacer una fogata en el hogar, y dormir calientes en el suelo de la cocina, donde además había un escaño grande, y una mesa para la charla y la cena. Y eso fue lo que se hizo."

José Jiménez Lozano
Un hombre en la raya


“En realidad, tenemos necesidad de toda la belleza del mundo para poder soportar la brutalidad de la historia humana y hasta los arañazos y desgarros de una vida en sociedad cada vez más hosca…”

José Jiménez Lozano
Los cuadernos de la letra pequeña, 2003




"La Gran Araña nunca pierde. Invierte en el vicio y en el crimen, pero también en la virtud y en la decencia, en la religión y en el arte. Escucha. Levanta prostíbulos, negocia con la trata de blancas o la droga, con cadáveres y seres vivos o con el átomo, paga revoluciones y reacciones, arruina o construye economías y mercados como castillos de arena los niños en la playa; pero financia hospitales igualmente, lucha contra el cáncer, organiza leproserías y orfanatos, rehabilitación de drogadictos, funerales, patrocina ligas contra el alcoholismo y el divorcio, concede el Nobel y paga maravillosas ediciones de los místicos renanos; felicita a los grandes, inscritos en el Gotha, por su cumpleaños; y conoce los nombres y el dinero de bolsillo de los componentes de las bandas de «El Tigre» y de «La Calavera». Exporta el sacramento de las cuatro letras, envuelto en sus litúrgicos o literarios prestigios —y muchos de los grandes de este mundo lo reciben—, y sostiene la lucha contra su envenenamiento: fase terminal romántica, especialmente. Benefactor Anónimo, y los criminales han sido barridos de la faz de la tierra.
Apenas aparece en cualquier parte del mundo un asesino, un violador, un ladrón, un traficante de armas, de drogas o de esclavos, un negociador de prostíbulos, raptor de niños, terrorista, pistolero, aparece también como una sombra protectora una cohorte entera de hombres de Freud, de Leyes, científicos, prestigios literarios, ángeles todos que redimen la culpa, y aquéllos quedan limpios. La Gran Araña no desea culpables, no puede haberlos.
[...]
Todavía, en la parte del barrio menos urbanizada, las mujeres se ponían a coser, charlar o jugar a las cartas a la puerta de una casa, en lo que sería luego la acera cuando aquí llegaran el cemento y el asfalto, sobre todo los domingos por la tarde. Como si estuvieran todavía en el pueblo, o como cuando en el barrio sólo había casitas molineras o, como mucho, de dos pisos. Como si no hubieran salido del pueblo verdaderamente, o se lo hubieran llevado allí; aunque no era lo mismo, claro está. Porque ni siquiera sabían el tiempo que podrían seguir haciendo aquello, y ya los transeúntes protestaban de que estorbaban, o los coches o las motocicletas mismos no permitían algunas veces ni un solo momento de tranquilidad. Y ahora precisamente, cuando habían comprado una casa por fin, aunque no hubieran terminado de pagarla, llegaba al barrio el paro "

José Jiménez Lozano
Teorema de Pitágoras


Nieve en primavera

Asómate a la ventana: llueven rosas,
mariposas quizás revolotean, construidas
en las aéreas estancias de lo Alto;
nacidas allá arriba, donde nuestros deseos
y esperanzas, al subir, sucumben.
¿Te acuerdas de la Vía Láctea en el verano,
que deja pasar la luz de la puerta del palacio
de los dioses, como si estuviera mal cerrada?
Por allí ha debido de bajar esta hermosura,
porque quizás los dioses celebran una fiesta
y envían tal regalo nupcial hacia la tierra.

José Jiménez Lozano



“No sé si una máquina algún día escribirá El Quijote o un drama de Shakespeare. Lo que sabemos es que no será capaz de besar las llagas de un leproso, con amor, o de morir por nadie.”

José Jiménez Lozano



“… hacer novillos o faltar a la escuela, que siempre fue la mayor de las delicias, por cierto, y que nadie que no la haya gozado podrá ni imaginar…”

José Jiménez Lozano
Los cuadernos de la letra pequeña, 2003



“Por esto seguramente, a medida que envejecemos, aunque pongamos pasión en afirmar lo que sabemos, nos importa cada vez menos tener razón.”

José Jiménez Lozano
Los cuadernos de la letra pequeña, 2003




"Sor Teresa, a la que acaban de canonizar ahora, era de aquí, de este pueblo, y prima hermana de la señorita Concha, hijas de dos hermanos, médicos los dos pero que cada uno de ellos tenía su ideal y, cuando llegó la guerra, cayeron mal los dos, porque el de aquí era el republicano y bien caro que le costó a su hija, la señorita Concha; y, al de allí, que era el nacional, bien caro que la costó también a Teresita, la monja: como que la fusilaron.
Aquí lo supimos en seguida, en cuanto acabó la guerra, cuando doña Consolación, la madre de Teresita, vino aquí como a buscar amparo, ¿y qué se encontró? Pues se encontró con que, aquí, de los tres, la señorita Conchita y sus padres, sólo aquella estaba viva, pero en el manicomio, y entonces fui yo la que tuve que contárselo: el porqué. Que detuvieron a don Casimiro, el padre de la señorita Conchita, y entonces ella intercedió por él ante quien yo me sé, que era un mandamás de entonces y un mandamás de ahora, y este se lo prometió. Pero bajo pago, ¿me entiende? Es decir, si se acostaba con él. Y ella aceptó. ¿Qué podía hacer? Lo sabía todo el pueblo porque él se pavoneaba de ello, y no sé cómo la señorita Conchita se atrevía a ir a misa cada mañana. Y, luego, al final de esta se ponía de rodillas ante el altar de la Virgen qué sé yo cuánto tiempo, con el rostro entre las manos, y se la oía llorar un poco a veces, hasta que ya, un día, sacó del bolso un envuelto en papel de plata, lo desenvolvió y estampilló con aquello, que era una boñiga de vaca, la cara de la Virgen; y algunas mujeres que había por allí cerca de la capilla de esta, dijeron que luego la señorita Conchita casi se desnudó del todo, y lo hubiera hecho, si aquellas no se la hubieran echado encima. Y aquella misma tarde de aquel día de domingo, la llevaron al manicomio.
Luego supimos que ese día en que había hecho eso la señorita Conchita fue en el que se enteró de que a su padre le habían fusilado la noche misma en que le habían detenido y sacado de casa. Así que esto fue lo que yo y otras amistades de la familia tuvimos que decir a la madre de Teresita, que ahora es santa porque la fusilaron en Toledo. Y parece, según dicen, que ella se fue a hablar con la señorita Conchita al manicomio, aunque de lo que allí hablaran o no hablaran, no se supo nunca nada, claro está, como yo se lo tengo escuchado más de cien veces a mi madre. Ni tampoco nos han dicho, ahora, si van a poner allí mismo en el altar de la Virgen la imagen que van a traer de Teresita, que aquí venía todos los veranos a casa de la señorita Conchita, su prima, que murió en el manicomio. Por eso sé yo la historia de la santa."

José Jiménez Lozano
Un dedo en los labios


“Tenemos que conservar la alegría de los adentros y de estar vivos.”

José Jiménez Lozano
Los cuadernos de la letra pequeña, 2003
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 5



"¿Y los hombres? Mataban a los de su sexo si les negaban el saludo, pero soportaban, abyectamente, que las bellas damas se les mostrasen desdeñosas. Suplicaban, lloraban, se negaban a comer, no dormían. También ceñían su cuerpo hasta estrujarlo, se vestían de abultadas artificiales braguetas de sementales, rellenas de paja, hacían agotadores ejercicios de esgrima y de carrera, mientras sus damas guardaban en la misma arqueta los dineros con que las mantenían y las encendidas cartas de algún guapo mozo que había tenido que suplicar menos que ellos.
«Mejor es no pensar en las abyecciones de muchas alcobas», se dijo también el cardenal. Pero, por la confesión, sabía muy bien en cuánto se parecían, con frecuencia, las alcobas a las cámaras de tortura o a las misas negras. El amor de las bestezuelas de Dios era más puro. Porque no era complicado. Y los señores casuistas se habían perdido en ese laberinto de los lechos.
Todavía estaba en el recuerdo de todos la leyenda de los terribles ritos de la Montespán para ganarse al Rey. Pero la verdad —como lo sabía muy bien Monseñor de Noailles— era más terrible que la leyenda. Apenas había sido capaz de comenzar a leer los papeles del proceso, que estaban en la Bastilla. Allí, se contaba todo con la frialdad, esta vez viscosa, de la prosa curialesca.
Madame de Montespán había entrado en contacto con Catalina Monvoisin, llamada La Voisin por las gentes, que comenzaba apenas la carrera de la brujería, pero que ya tenía cierta fama. Era una morena de treinta años, de aspecto un tanto vulgar, pero nada terrible. Vivía en la calle Bouregard y, junto a la casita, tenía un jardín. Su oficio, como decían las gentes, era «el de ayudar a venir al mundo a los niños y el de ayudarlos a salir de él, si fuera preciso»; y, en el jardín, se había hecho edificar un horno donde quemaba los pequeños cuerpecitos y los fetos y un depósito de huesos para los embrujos, además de un laboratorio en el que se fabricaban cirios de grasa humana. Era la amante de un sacerdote renegado, el Abate Guibourg; y, cuando supo que la marquesa, que se presentó, naturalmente, con una máscara en la cara, pero que no ocultaba su alto rango, pretendía un filtro de amor, La Voisin pensó en seguida en una misa negra.
La ceremonia se celebró en la capilla del castillo de Villeboussin toda tapizada de negro, con una cruz blanca sobre el tabernáculo. Las vestiduras del altar también eran negras y la blanca casulla y el alba del oficiante ostentaban igualmente puntillas negras y obscenos bordados de falos erguidos. La marquesa se tendió, completamente desnuda, sobre el altar, aunque sin descubrirse el rostro, y el oficiante, Guibourg, comenzó la ceremonia con un beso sobre su cuerpo. La habían colocado con los brazos abiertos y, en cada mano, sostenía un cirio de cera negra."

José Jiménez Lozano
Historia de un otoño


“Yo sí quiero entender lo que oigo y leo, como las personas profanas.”

José Jiménez Lozano
Los cuadernos de la letra pequeña, 2003