"Al día siguiente de la visita a casa Aixelà el doctor Suñé encontró a la enferma en un estado de extrema postración. Me parece que ayer quemamos el último cartucho, hermana, le dijo, me arrepiento de haberme dejado convencer. La monja le sonrió. No sabe cuánto le agradezco lo que hizo por mí, doctor. Confesó, comulgó y recibió los santos óleos; luego entró en coma. Avisada la familia de la enferma por la dirección del centro, dos individuos de avanzada edad, que dijeron ser hermanos de sor Consuelo, llegaron aquella misma tarde, en el momento en que ella exhalaba el último suspiro. Al doctor Suñé, que acudió a darles el pésame, le dijeron que habían dejado de ver a su hermana mucho tiempo atrás, cuando ella, siendo aún una niña, había abandonado la casa paterna para ingresar en el noviciado; al entrar en religión había cortado todo vínculo con la familia, dijeron; desde entonces sólo se habían producido entre ellos cuatro o cinco reencuentros espaciados, fugaces y siempre por motivos luctuosos. Por esta razón, confesaron, la desaparición de su hermana no les había entristecido demasiado. Pese a todo, en el transcurso del funeral el menor de los hermanos no pudo reprimir los sollozos en varias ocasiones y en el cementerio ambos estaban visiblemente conmovidos. Antes de partir preguntaron si la enfermedad o el entierro de su hermana habían ocasionado algún gasto, en cuyo caso, dijeron, ellos lo sufragarían. Les respondieron que no, que la orden religiosa corría con todos los gastos y esta respuesta acabó de sumirlos en un estado de gran desconsuelo. Pobre Constanza, dijeron, era nuestra hermana pequeña, pero nunca pudimos hacer nada por ella, ni siquiera ahora.
Aquella tarde, cuando el doctor Suñé se disponía a regresar a su casa después del sepelio, una enfermera le entregó una carta que, según dijo, había sido encontrada en la habitación de sor Consuelo por el equipo de limpieza y desinfección. Aunque se trataba de un objeto personal de la difunta, añadió la enfermera, la carta iba dirigida al doctor Suñé, por lo que había estimado oportuno entregársela a éste sin decir nada a la dirección del centro ni a los hermanos de aquélla. El doctor Suñé aprobó esta decisión y se llevó la carta a su casa, donde procedió a leerla sin demora. Estaba escrita con letra temblorosa, no siempre legible, y decía así: Ayer tarde, en el huerto de casa Aixelà, usted mostró una natural curiosidad por saber qué me había compelido tan poderosamente a visitar esa finca in articulo mortis, por así decir, y yo no fui capaz de corresponder con la sinceridad a la generosidad y gentileza que usted había mostrado al atender mi ruego. Lo cierto es que me negué a contarle lo que allí había ocurrido en cierta ocasión movida por un pudor tanto más absurdo ahora cuanto que en dicha ocasión, cuando precisamente debí haberlo tenido, no lo tuve. Lo que ocurrió, continuaba diciendo la carta, es muy simple: Allí, hace ya muchos años, perdí primero la cabeza y luego el honor entre los brazos de un hombre por cuyo amor habría abandonado la vida religiosa de no haber interpuesto Dios en mi camino Su inapelable Voluntad. La carta, escrita con más prisa que cuidado, sin duda bajo el apremio de unas facultades menguantes, seguía diciendo: Esto sucedió el año del diluvio: después de una larga sequía los cielos se abrieron y grandes lluvias asolaron la región; en Bassora se hundieron fábricas y casas, muchas familias se quedaron sin hogar y algunas personas perdieron la vida en la catástrofe, pero a mí todo aquello me daba igual, porque la brisa que entraba por la ventana del gabinete traía del jardín el aroma puro y alegre de las flores. Tal vez, añadía, habríamos podido ser felices si no se hubieran conjurado para separarnos todos los elementos naturales y una serie de acontecimientos fortuitos y terribles por añadidura. Yo no acudí aquella noche a la cita como había prometido porque sucesos sangrientos que aún tiemblo al recordar me impidieron cumplir mi promesa y mi deseo. Cuando finalmente llegué a la casa ya era tarde, él se había ido. El resto de mi vida ha sido una larga y callada falsedad: después de muchos años sigo refugiada en el cálido recuerdo del único momento de intimidad que me ha sido concedido en este mundo. Sin él no sé cómo habría podido soportar tanta soledad. Ahora ha llegado al fin el momento de rendir cuentas al Altísimo y lo afronto con miedo; confío en Su Misericordia Infinita, pero tiemblo al pensar en el rigor de Su Justicia, a la que he pretendido en vano burlar todos estos años, confesando mil veces el pecado, pero nunca la culpa, porque aún sigo allí, bañada por la delicada luz de aquella tarde de verano, sobrecogida y aletargada, indiferente a todo, aunque bien sé que es esta arrogante y empecinada insumisión lo que ha de condenarme. Los últimos párrafos de la carta, redactados con las fuerzas ya muy disminuidas, resultaban apenas comprensibles. Algunas frases o fragmentos de frase parecían escritos con más firmeza, pero su sentido seguía siendo oscuro. El sufrimiento, la dicha y pasión son sólo un sueño, decía en mitad de un párrafo, sin que viniera a cuento. Y otro, escrito en caracteres apenas descifrables, parecía decir: Siempre me ha dado miedo la eternidad; me la imagino como algo inmenso, poco propicio a los reencuentros; y si en efecto es así y nunca jamás hemos de volver a vernos, quiero que sepas, amor mío, que siempre te he querido y siempre te querré. A este incoherente y extemporáneo testimonio seguían todavía unos renglones cubiertos de simples garabatos, como si la mano que los había trazado hubiese continuado ejecutando el gesto mecánico de la escritura después de que el espíritu que la gobernaba hubiese franqueado ya las lindes de este mundo."

Eduardo Mendoza
El año del diluvio



"Decididamente, me gusta mi vecina. A veces uno busca lejos lo que tiene bien cerca. Es una cosa que nos sucede a menudo a los astronautas."

Eduardo Mendoza
Sin noticias de Gurb

"En el camino de vuelta a la pensión Onofre salió al encuentro de Delfina.
—Estaba dando un paseo –le dijo el muchacho a la fámula– y por casualidad te he visto venir. ¿Puedo ayudarte?
—Me basto y me sobro –repuso la fámula acelerando la marcha, como para demostrar que el peso de los capazos atiborrados no la lastraba.
—No he dicho que no pudieras con la compra, mujer. Sólo pretendía ser amable –dijo Onofre.
—¿Por qué? –preguntó Delfina.
—No hay por qué –dijo Onofre–. Se es amable sin motivo. Si hay motivo, ya no es amabilidad, sino interés.
—Hablas demasiado bien –atajó la fámula–. Vete o te azuzo al gato."

Eduardo Mendoza
La ciudad de los prodigios



"Que los dioses te guarden, Fabio, de esta plaga, pues de todas las formas de purificar el cuerpo que el hado nos envía, la diarrea es la más pertinaz y diligente. A menudo he debido sufrirla, como ocurre a quien, como yo, se adentra en los más remotos rincones del Imperio e incluso allende sus fronteras en busca del saber y la certeza. Pues es el caso que habiendo llegado a mis manos un papiro supuestamente hallado en una tumba etrusca, aunque procedente, según afirmaba quien me lo vendió, de un país más lejano, leí en él noticia de un arrollo cuyas aguas proporcionan la sabiduría a quien las bebe, así como ciertos datos que me permitieron barruntar su ubicación. De modo que emprendí viaje y hace ya dos años que ando probando todas las aguas que encuentro sin más resultado, Fabio, que el creciente menoscabo de mi salud, por cuanto la afección antes citada ha sido durante este periplo mi compañera más constante y también, por Hércules, la más conspicua.
(...)
Caí dormido en cuanto mi cuerpo fatigado se derrumbó sobre el tosco jergón del establo de la arpía, pero repetidas veces durante la noche fui presa de agitación y de nuevas e inquietantes catarsis, la mayoría de las cuales tenían como protagonista a Zara la samaritana, en todo semejante a una diosa, incluido el precio, pues las diosas, al no haberse de preocupar por el sustento, suelen entablar trato con los humanos guiadas únicamente por el corazón, por la concupiscencia o incluso por la piedad, sin reclamar a cambio ningún estipendio. De estos raptos me despertaba súbitamente, ora a causa de mi persistente afección intestinal, ora por bruscos ruidos provenientes de la calle, ora por los empellones de las cabras que, no obstante los malos tratos recibidos aquella misma mañana, mostraban una afición hacia mi persona que hacía aún más doloroso el contraste entre el mundo real y el onírico. Entonces, a la luz de la fría lógica, comprendía lo absurdo de mis anhelos y lo inviable de mis esperanzas.
Me levanté al despuntar la Aurora de espléndido trono con el cuerpo dolorido, el ánimo abatido y la mente embotada. Procurando evitar un encuentro con la arpía, que sin duda me reclamaría, bien el pago del hospedaje, bien un trabajo compensatorio, salí a la calle y me dirigí directamente al Templo con la intención de suplicar a Apio Pulcro que me proporcionara los medios necesarios para abandonar cuanto antes una ciudad en la que sólo podía ocasionar quebrantos y cosechar desengaños y a la que no me ataba ninguna obligación ni afecto, pues no habiendo percibido de Jesús los honorarios establecidos por mi cooperación, nada podía serme reclamado en nombre de la moral ni del derecho."

Eduardo Mendoza
El asombroso viaje de Pomponio Flato


"Tenía por el contrario, la frente convexa y abollada, los ojos muy chicos, con tendencia al estrabismo cuando algo la preocupaba, la nariz chata, porcina, la boca errática, ladeada, los dientes irregulares, prominentes y amarillos. De su cuerpo ni que hablar tiene: siempre se había resentido de un parto, el que la trajo al mundo, precipitado, y chapucero, acaecido en la trastienda de la ferretería donde mi madre trataba desesperadamente de abortarla y de resultas del cual le había salido el cuerpo trapezoidal, desmedido en relación con las patas, cortas y arqueadas, lo que le daba un cierto aire de enano crecido, como bien la definió, con insensibilidad de artista, el fotógrafo que se negó a fotografiarla el día de su primera comunión so pretexto de que desacreditaría su lente.
(...)
Este parece ser el destino de algunos de los seres humanos, como parecía dar a enteneder su padre no hace mucho, y no seré yo quien objete ahora precisamente el orden del universo. Hay pajaritos que sólo sirven para polinizar flores que otros animales se comen para dar leche. Y hay quien de esta concatenación saca enseñanzas. Es posible que las haya, no sé. Yo, pobre de mi, siempre me he empeñado en ir a la mía, sin tratar de entender la maquinaria de la que quizá soy pieza, como el escupitajo que en las gasolineras echan a las ruedas después de inflarlas. Pero esta filosofía, si es que es alguna, no me ha dado buen resultado."

Eduardo Mendoza
El misterio de la cripta embrujada



“Un problema deja de serlo si no tiene solución.”

Eduardo Mendoza


"Verdugones, agitado y sudoroso, entró en la sala. Prullàs se levantó de nuevo presa de gran desconcierto: el jerarca llevaba ahora un vistoso uniforme, botas fuertes, correaje y una boina blanca de la que colgaba una borla carmesí. Disculpe la tardanza, dijo; ya sabe lo difícil que resulta a veces establecer una comunicación telefónica eficaz, dijo; tan pronto se corta la línea como se producen a media conversación las interferencias más inopinadas y chocantes. Y para colmo de males, he de asistir dentro de unos minutos a una inauguración, ¡figúrese, a estas horas y con esta temperatura! Me temo que después habrá una cena de gala. ¡Sigüenza! ¿Dónde se habrá metido este inútil? ¡Sigüenza, leche, mis atributos!
El solícito funcionario entró patinando. Con ambas manos sostenía un estuche de madera brillante tapizado de terciopelo. Se lo presentó a su jefe, éste eligió una medalla aparatosa y se la dio a Prullàs. Préndamela en la pechera, Prullàs, hágame este favor. Yo siempre me pongo las insignias torcidas; soy un manazas. Y Sigüenza no digamos, ¿verdad, Sigüenza?
Prullàs hizo lo que le pedía el jerarca y éste dijo: A donde voy no le puedo llevar; pero no se pierde nada: cuatro discursos, cuatro brindis y poca cosa más. Sigüenza lo acompañará a la salida y hará que le devuelvan el coche. Si advierte alguna anomalía en el vehículo no se extrañe: por pura rutina lo habrán registrado. Ya le digo, pura rutina. Más vale hacer de más que de menos, como dicen ustedes los catalanes. Huy, es tardísimo; hace rato que debería estar allí y sin mí no puede dar comienzo el acto. Le pido disculpas una vez más por haberlo retenido para nada. Entre unas cosas y otras se ha hecho casi de noche y usted tendrá ganas de retirarse a descansar. Váyase a casa, cene y acuéstese; mañana nos espera un día muy agitado. Pasaré a recogerle a las nueve y media, si no le va mal: hemos de visitar el lugar de autos o como dicen ustedes los literatos, la escena del crimen. El criminal siempre vuelve a la escena del crimen, ¿no es así? La frase hecha, quiero decir, ¿no es así? ¡La escena del crimen! Curiosa expresión. ¡El crimen como representación escénica, qué idea tan romántica! Suena a drama pasional, ¿verdad, Sigüenza?, a historias turbulentas de rivalidad y celos... Bah, inútiles fantasías: estoy convencido de que la realidad será mucho más prosaica. Bueno, el tiempo lo dirá."

Eduardo Mendoza
Una comedia ligera