“A todos aquellos que quieran ser escritores yo les aconsejo que lean mucha poesía, porque enseña la síntesis del lenguaje, afina los sentidos, educa la sensibilidad, condensa las imágenes.”

Luis Landero


"Durante los días que tardé en encontrar una pensión, pude observar con qué infinita entrega, con cuánta dulzura y devoción lo cuidaba y se desvivía por él. Por las noches, dormía en un sillón a su lado, velando su sueño, acompañándolo en sus insomnios, protegiéndolo, acariciándolo, calmándolo, y de día no se separaba de su lado, le daba conversación, le hacía mimos, lo curaba sin hacerle el menor daño, jugaban a las cartas, y hasta cantaban viejas canciones a dos voces. Viendo aquello, yo empecé a cavilar acerca de mí mismo, repasando y analizando los caminos por los que había llegado hasta allí, y qué iba a ser ahora de mí y de mi futuro. ¡Santo Dios, tan joven y ya tan canalla!, me decía. ¿Qué has hecho con tu vida?, ¿cómo podrás llegar algún día a purificarte de tanta iniquidad? Pero era extraño, aunque sentía remordimientos, era como si todas mis infamias me fuesen ajenas, cosas que habían ocurrido porque sí, porque el destino o el azar así lo habían dispuesto. Pensé en Leo, y en el amor tan exaltado que había sentido por ella la noche del atraco. ¿Seguía sintiéndolo o había sido todo un espejismo creado por la rabia y la desesperación? Y en cuanto a Olivia, ¿por qué me había desenamorado de ella en un instante? ¿Por qué? No lo sabía. No sabía nada. Y era incapaz de saber y sentir.
Con la mente y el corazón inermes, me fui a la pensión, y durante muchos días intenté descubrir quién era yo. Me pasaba las horas fumando en la cama, o caminando a solas por el barrio. Ni siquiera veía a Leo, ni pensaba en ella, porque quizá en el fondo, me decía, ella no significa nada para mí. Sí, quizá lo que me pasaba es que estaba incapacitado para el amor y para la amistad. Como otros nacen con una deformación congénita, quizá yo había nacido inválido para los afectos. Por eso no había querido nunca a nadie. Quizá ese era todo el secreto de mi forma de ser y de sentir.
Un día de primavera recibí una carta donde mi madre me comunicaba en breves y exactas palabras la muerte de mi padre, su entierro (sí, me avisó después del entierro, y supongo que, además de la expulsión del hogar, ese fue el castigo o la venganza última de mi madre) y la notificación de la herencia: el piso y una cantidad de dinero, modesta pero suficiente para sobrevivir un tiempo e intentar reconstruir mi vida. Eso era todo. Yo me lo imaginé muerto, bocarriba, concentrado en sí mismo, con las manos enlazadas y orantes, y pensé: Bueno, ya está, papá, ya está, ya pasó lo peor, ya descansas en paz, y me persigné.
Ese mismo día fui al piso, y lo encontré limpio y con olor a limpio, las ventanas abiertas, las estancias llenas de luz y perfumadas por la primavera, y sin ninguna señal, ni ropa, ni objetos personales, ni un detalle, ni siquiera una foto que recordara a mis padres. Ni rastro de ellos, de su paso por el mundo. Era como si no hubieran existido y todo hubiera sido un sueño y ahora empezara una nueva vida para mí."

Luis Landero
La vida negociable



“El dinero es el poder que goza de mayor impunidad.”

Luis Landero



"El padre entonces, fuera de sí, con un gruñido en la garganta, le tiró el tizón a la cara y, al tiempo, avanzó para golpearlo. Pero al esquivar el tizón lo esquivó también a él, que falló el golpe y se quedó tan indefenso y al alcance que, sin pensarlo, Dámaso alzó el puño y le dio en el rostro con todas sus fuerzas. En parte por el puñetazo y en parte por el impulso que llevaba, cayó al suelo entre un estropicio de leña y cacharros de loza. Los tres se quedaron espantados de lo que acababa de ocurrir. El padre lo miraba boquiabierto, profundamente estupefacto. Sólo cuando oyó gemir a la madre –un lamento triste, débil, como de pequeño animal recién nacido–, se rehízo del asombro y empezó a comprender.
–¡Maldito seas! –dijo el padre con voz queda y ronca–. ¡Maldito seas para toda la vida! Y maldito sea el día en que te engendré. Sal de esta casa y no vuelvas a ella jamás. Y hazlo pronto, antes de que te mate.
Recogió algunos objetos personales, y ya se iba cuando oyó decir a su voz interior: «Llévate la pistola, que ahora más que nunca has de mirar por ti. Tú eres ahora tu único prójimo y debes cuidar tu propia viña». Y él obedeció, mientras la voz le iba diciendo: «Has obrado como es debido, como te exigía tu dignidad de primogénito. Y aun así, no lo has castigado apenas por tanto mal como te ha hecho. Pero aquí no acaba la cosa. Todavía queda mucho camino por andar. Y yo te guiaré por él, hasta que llegues al final». Y por primera vez Dámaso sintió aquella voz como algo en verdad ajeno a su conciencia, un oscuro poder que no podía controlar sino que lo dominaba por completo con la autoridad de sus palabras sabias y persuasivas. Y no, no era exactamente su voz; era más bien la voz emancipada del odio convertida en criatura espiritual y finalmente transmutada en demonio."

Luis Landero
Hoy, Júpiter


"Eso fue antes del naufragio amoroso, de la intrincada red. Luego, cuando ya estaba negociando con sus demonios y ángeles custodios la fecha de la fuga, una noche de principios de diciembre apareció el señor Levin y con la cabeza lo invitó a acompañarlo. Fueron a la cafetería, y no solo esa noche sino otras, unas dos veces por semana, y así fue convirtiéndose en contertulio y confidente del señor Levin, de sus discursos a media luz, vagos y fragmentarios, oscuros y con repentinas iluminaciones, con rachas de ficción y con crudos arranques de franqueza, como es propio de la sensación de impunidad que produce el alcohol, el insomnio y la noche."

Luis Landero
Absolución


"Estaba pensando que quizá ésta sea la última vez que oigo llover. Cuando llueve me gusta salir al balcón, si estoy en casa, y a la puerta cuando estoy en la tienda. ¡Ah!, ¿que no le he contado aún a qué me dedico? Soy comerciante, tendero. Tengo una papelería, con algo también de librería, y revistas, y me agrada mi oficio. Es independiente, apacible, y no me ocupa mucho tiempo. Quiero decir que, entre cliente y cliente, tengo muchos ratos libres para leer, para hacer crucigramas, para estudiar partidas magistrales de ajedrez, para pensar o fantasear, para ver y oír llover, para curiosear en internet o para no hacer nada.
Y es una ocupación que no me obliga a hablar demasiado. Porque yo amo el silencio, no se ría, no se deje malmeter por las apariencias. Jamás he hablado tanto como hoy. Quizá de joven sí, alguna vez, pero luego fui enemistándome con las palabras, desconfiando de ellas, de ese poder que tienen para envenenar y corromper el alma y enturbiar la mirada. ¿Me permite de nuevo un pequeño discurso? No existe, no puede existir el mirar puro, porque enseguida las palabras se meten por medio y se convierten en protagonistas. Pero, por otro lado, ¡pobres palabras! Palabras que uno creía fieles y seguras, de pronto las ves lucir en la boca o en la pluma de gente inicua, y entonces sientes una mezcla de piedad y de rencor por ellas. Y luego están los que trafican con las palabras, los que las violentan, las esclavizan, las falsean, las deforman, las mutilan, o con dos hacen una, o juegan promiscuamente con varias, dándoles trato público de putas callejeras. Es como el niño que, embobado por el funcionamiento del juguete, lo destripa y ya no quiere jugar más. Como el general que en pleno campo de batalla sufre un delirio repentino que lo lleva a hacer un número de majorette con su bastón de mando. Como los bomberos que, olvidándose del incendio, pasan a disputarse entre sí la manguera. O como esas nobles casas solariegas en que los hijos laboran pacíficamente los campos, hasta que luego, muerto o asesinado el padre y descuidadas e infecundas las tierras, los herederos se disputan los aperos y, haciendo las partijas y tomando cada cual lo que puede, se independizan y fundan casa propia. No, mejor el silencio. Cualquier cosa menos esa trifulca de perros repartiéndose a dentelladas la carnaza del diccionario. Sí, hay días en que me repugna el lenguaje, los que hablan, los que oyen, los que rezan, los que blasfeman, los que callan, todos, todos por igual."

Luis Landero
Retrato de un hombre inmaduro