"Algunas confesiones del hidalgo confundían a Sancho, como cuando le dijo que estaba dotado de libre albedrío, atributo que le permitía distinguir entre el bien y el mal, y hasta le proporcionaba libertad para narrar una historia a la que imprimía la versión preferida mientras se respetara «un punto de vista de la verdad» narrativa. Mediante estos acuerdos, don Quijote acogía las penas de amor, los aciertos, los desaciertos y las mentiras desconcertantes.
Por otra parte, en la pila bautismal, la dama del caballero había recibido el nombre de Aldonza Lorenzo, pero, por ser aficionado a leer libros de caballerías y estar acostumbrado a héroes como Amadís de Gaula, temió que tal nombre fuera incompatible con el arrebato amoroso. Así, al sustituir el nombre de Aldonza por el de Dulcinea, el de Quijano por Quijote, y al llamar a su alazán Rocinante, dio vida a sus sueños, ajustó el mundo de la Mancha a su medida.
El caballero amaba a las mujeres sin perderse en la vorágine de la lujuria. Le bastaba con mantenerlas en la cumbre de la montaña, sobre el nivel del mar, donde les ofrecía sus delirios, pues le era fácil participar de un enredo tejido por los torneos de caballería, deleitarse con la sucesión de disparates concentrados en ciertas páginas literarias. Como aquella, de profunda inspiración: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura».
Feliciano, autor de tamañas perfecciones verbales, en su esfuerzo por juzgar las acciones humanas, por refinar el entendimiento que él tenía de la naturaleza de los hombres, debía de tener buenos motivos para escribir de esa forma. El propio Sancho, bajo la influencia del caballero, intentaba comprender qué unía a las personas, como el amor que don Quijote profesaba a Dulcinea. Pero nunca es fácil escrutar los caminos del corazón. Lo cierto es que, si dicha dama no hubiera existido de verdad, él no habría desarrollado la habilidad de engañarse.
Gracias a la lectura, el caballero había aprendido que el amor permitía imaginar damas como Dulcinea, cuyas virtudes eran comparables a las de una princesa de la corte. Y, para forjar a fuego semejante criatura, se había basado en los héroes que lo habían precedido en esa ruta. De sus «teatros de las comedias» habían surgido las Amarilis, las Filis, las Galateas..., figuras que, sin ser de carne y hueso, tenían un halo de misterio y voluptuosidad, y enriquecían el imaginario amoroso."

Nélida Piñón
La camisa del marido



“Creo que a veces se producen huidas terribles que evitan que uno recuerde, pero con ello la gente no se da cuenta de que nuestra historia no ha empezado hoy, que somos herederos de la historia.”

Nélida Piñón



"El semblante de su hermana perturba a Dinazarda. Juzga prudente aliviar a Scherezade de la presión que ejerce sobre ella, del estigma de ser copia suya. Le acaricia los dedos, la mejilla, le confirma que estará siempre a su lado. Que no se sienta desamparada por cumplir las leyes inexorables de su oficio. ¿No había sido ella, Scherezade, por otra parte, quien le había confesado que la impericia narrativa es también fruto de la experiencia?
Después de resucitarle el ánimo, se esmera Dinazarda en hablar del jardín, donde, por iniciativa propia, había bautizado algunas alamedas con los nombres de personajes de su hermana. Rincones aptos como escondrijos, propicios para vivir un amor prohibido. O para confesar al amante que había llegado el momento de decirle que ya no lo quiere, hay otro en vista, un príncipe que suspende el significado de la vida, en caso de que se ausente de ella. Pero no siendo artista como Scherezade, su contribución es traerle pinceladas esfumadas del paisaje de Bagdad.
Con la expectativa de que el Califa vaya a verlas, las horas pasan veloces. Y cuando él se acerca, precedido por dagas, banderolas, clarines, aparenta prisa. A pesar de la mirada lejana, él señala, arrogante, la cama, la cópula nocturna. Se desnudan parcialmente y él aguarda que el rostro de Scherezade incite al sexo. Pero antes de prolongar las evoluciones en la vulva de la joven, le sobreviene el espasmo, como si la muerte, y no el placer, lo hubiese visitado. Como consecuencia, las abluciones son rápidas. Aún enfurecido por los problemas del califato, ordena que Scherezade dé inicio a la historia que desde hace tres días le viene contando. Le insinúa que, si falla, al amanecer la entregará al verdugo. Pero, para agradarle, ella jura echar mano esta vez de lances osados, quitando para ello personajes y sustituyéndolos por otros, sin dejar la escena libre de situaciones embarazosas.
Scherezade sabe, de antemano, en qué frase había dejado suspendido el relato de la víspera. En qué exacta circunstancia el marido de Samira, abordado por el Gran Visir, que quería sobornarlo, había manifestado desapego por los bienes materiales. Una etapa que debería, no obstante, cerrar para siempre, si pretendía añadir desdoblamientos que encadenasen al Califa de nuevo, ahora abandonado sobre el lecho.
La falta de atención del soberano, cuya laxitud provenía no del sexo, sino del tedio, puede costarle la vida. Frente a tal peligro, Scherezade reacciona con presteza. Usa palabras que creen vendavales, remolinos. Prácticamente se incendia, para quemar con su fuego el corazón del Califa. Que nada quede incólume al furioso paso de su historia. ¿No ve él cómo los personajes, saltando del espíritu a la carne, finalmente jadean ávidos?
El soberano se rinde provisionalmente a la marcha de la tragedia en la que es introducido. Su mirada, voraz, no la deja capitular, exige la tarea cumplida. Ella afronta su juego nervioso e inestable con una sonrisa irónica. Casi le prueba ser dueña única de su imaginación, la agudeza de su instinto de enlazar palabras sueltas. Prefiere, sin embargo, impulsar el sentimiento fascinador con el que seduce al Califa desde su llegada al palacio. Son muchos los rituales que aún necesita cumplir."

Nélida Piñón
Voces del desierto




"En el cementerio, pronunció una oración fúnebre.
—El Brasil —dijo— pierde hoy uno de sus más ilustres hombres —y añadió, con tono misterioso—: Para no mencionar su actuación en la guerra del Paraguay, de donde vino cargado de medallas. Todos tenemos motivos para lamentar su pérdida.
Miguel desestimaba las poses belicosas de su hermano. Bastante tenía con Esperanza, una guerrera dispuesta siempre a derribarlo, a hacerlo caer al suelo. De donde Miguel se levantaba con la ilusión de tomarse la revancha al día siguiente. Ambos trataban de esquivar a Bento, negándole incluso el derecho de tomar partido a favor de alguno de los dos. No querían que se apropiara de sus tácticas, ni comprendiera sus impulsos. Sólo a ellos cabía respetar la tristeza del otro, cuando se reconocía vencido. Por eso, el ganador extendía la mano al caído, ayudándolo a soportar la derrota. Vivían, así, en un continuo balancín de triunfos y rendiciones. Cuando Esperanza ganaba el sitio de arriba, con los muslos delatados por el viento, Miguel, abatido, salía corriendo al cuarto de la madre. La interrumpía así en el momento en que, preocupada por la palidez de Odete, trataba de arrancarle la promesa de acudir al médico.
Odete se resistía. No estaba enferma. Dios le había concedido una salud de hierro, prueba por lo demás de que la miraba con buenos ojos. Eulalia se mostraba en desacuerdo. A veces Dios quería probarnos, ofreciéndonos una salud precaria, para que así pudiésemos apreciar mejor la vida que a Él debíamos. Ciertas dolencias, incluso, nos eran enviadas como aviso, para ayudarnos a derrotar el tormento de la vanidad y de la arrogancia. ¿No era acaso lo único importante saber que estábamos de paso en la tierra, y que todo lo debíamos a Él, que nos había prestado la vida para vivirla en Su Nombre, dando así testimonio de Su existencia, gracias a la cual habíamos sido creados?
Cuando Eulalia hablaba de Dios, Odete la oía con temor y respeto. Pero estas alusiones no eran muy frecuentes. Eulalia las reservaba para momentos cruciales de aflicción o gratitud. Pues pensaba que no se debía abusar de Su Santo Nombre. Muchas veces rezaba sin confesarse a sí misma que lo hacía. Quería evitar la tentación de proclamar un dios nacido de vanas alabanzas.
A pesar de los dolores en la columna, Odete no se permitía una sola queja. Pero su palidez era buena prueba de que algo le pasaba. Si bien se resistía a ser tratada, la alegraba en cambio saber que Eulalia sufría por ella, como si fuese alguien de la familia. Y para aceptar mejor una piedad a la que no quería en modo alguno negarse, entornaba los ojos, con gesto ligeramente lúgubre.
A todas éstas, unos golpes en la puerta anunciaban la presencia de Esperanza. Agitada e impaciente, pedía permiso para salir. Ante aquella adolescencia fogosa, Eulalia dudaba en hacer valer una autoridad que jamás le interesó recalcar. No hallaba la manera de frenar el ímpetu de una hija que, en ocasiones, la interpelaba como si fuese una adversaria. Por lo general, después de una breve negativa, la madre terminaba cediendo. Lo cual hacía sentir a Esperanza que su libertad dependía de un arbitrio falible e inestable. Por ello perdía confianza en los designios de la madre. Aunque comprendiese, también, cuán desagradable era para ésta verse obligada a señalar rumbos a su vida."

Nélida Piñón
La república de los sueños



"Una vez por semana visitaba a la mujer. Para exaltarse, lo decía conmovido. Ella lo creía, y lo recibía con pastel de chocolate, licor de peras y frutas recogidas en la huerta. Los vecinos comentaban aquellos extraños encuentros, pero ella lo quería cada vez más. Él, adivinando su vida fácil, le pedía disculpas con los ojos, como diciendo, de qué otro modo debo amarte. Comía el pastel y rehusaba lo demás. Aunque la mujer insistiera. Es por ceremonia, pensaba ella escondiéndose en su sombra."

Nélida Piñón
Ave de Paraíso