“En algún lugar del alma se extienden los desiertos de la pérdida, del dolor fermentado; oscuros páramos agazapados tras los parajes de los días.” 

Sealtiel Alatriste


"Estaba como engarrotado a causa de mi sufrimiento, dormía y comía con él, como si fuéramos marido y mujer, y si me asaltaba un motivo de felicidad sentía que estaba cometiendo adulterio. Permítaseme confesar con serena firmeza que las cifras de mi existencia en ese tiempo eran: 1) la cultura como tortura; 2) la envidia como expresión de la lucha de clases; 3) la rivalidad como la forma más acabada de la amistad; y 4) mis sueños como prueba fehaciente de que vivía en la realidad. Por una mera casualidad no hice del chantaje o del rapto mi forma usual de trato social.
Todavía hoy, cuando evoco esa época, se me confunden tiempos y sensaciones, a veces creo que lo que hicimos no fue tan malo, un poco ridículo sí, pero no tan desastroso como parece, y sin embargo, siempre que pienso en mí me considero un clown fellinesco, trágico más que gracioso, y mi imagen me resulta siniestra. La de Reyes, por el contrario, me es disímbola: tiendo a recordarlo como una especie de marajá de la Condesa —rubicundo y glotón—, pero al mismo tiempo como si se hubiera vuelto un pobre hombre malhumorado e insatisfecho. No nos veíamos, es cierto, pero todas las noticias que recibía acerca de él iban acompañadas de una nada grata descripción de su estado de ánimo: del tipo bonachón, bromista, dicharachero, quedaba poco; había perdido la galantería; y la risa, que fue su gran paliativo en los momentos desafortunados, brillaba por su ausencia; del gran humanista que yo conocí, quedaba un gordo hosco, presumido, cuyo único placer era engullirse (literal pero no literariamente) los platillos que preparaba su cocinera. ¿Qué no le habría hecho ya a mi Pita? ¿A cuántas bajezas no la habría sometido si por aquel cambio que se operó en su carácter hubiera pasado de ser un amante contemplativo, a uno furioso, posesivo y agresor? Yo, que no sabía lo que le pasaba más que por referencias, daba por un hecho que Reyes se repantigaba de placer con ella, con mi amor platónico. Nunca he estado tan equivocado, pero nunca tampoco he sentido tanta envidia, por lo que en vez de apenarme por Alfonso e ir a aclarar las cosas con él, me quedaba con la pura envidia, rumiando mi coraje."

Sealtiel Alatriste



"La agonía de su madre suavizó y previno ese aire de callada rivalidad que Jean Renoir había establecido con su padre por el amor de Dédée. Ambos sabían que para que la vieja Aline muriera en paz necesitaba saber que su fa­milia estaba al buen resguardo de una mujer. No en balde pasó sus últimos días diciéndole a la muchacha lo que tenía que hacer con cada quién apenas ella se fuera de este mundo. Sus palabras eran confusas, su estado de salud estaba muy quebrantado, y tan pronto ofrecía al padre como al hijo para futuro marido. La madre y la esposa habían desaparecido hasta que el mundo de sus afectos se redujo a un solo sentimiento: el cuidado de sus hombres. Jean y su padre vivieron esos días esquivándose, ocultando al mundo su cariño por Dédée, sin decidirse a declarar yo soy el bueno, el elegido, aunque al final Jean supo que él sería el perdedor: su madre, dando los últimos estertores, le hizo prometer a su marido que seguiría pintando, y Auguste Renoir le juró que to­davía tendría fuerzas para iniciar una nueva etapa de su pintura. "Inspíralo", le dijo Madame Renoir a Dédée con el último suspiro de aristocracia del que fue capaz, y murió ante toda la familia.
Nadie imaginó que don Augusto cumpliría el juramento hecho a su esposa. Con ella muerta, ¿a quién confiaría sus pasiones secretas, sus mórbidas imágenes, sus de­seos de viejo rabo verde?, y eso para no hablar de sus múltiples achaques, pues desde hacía mucho tiempo (para no citar más que lo obvio) estaba prácticamente inmo­vilizado: no podía caminar, tenían que amarrarle el pincel a las manos porque la artritis le había arrebatado el mo­vimiento a sus dedos, y para realizar ciertos proyectos se conformaba con dictarle la forma y el color a un joven, Gino (un discípulo de su amigo Maillol), que de mala gana venía una vez a la semana pensando en los conocimientos que robaba al buen Auguste Renoir. Pero créase o no, el pintor recobró repentinamente el ánimo, sus dedos se empezaron a mover, y ya cuando salieron del cemen­terio de Essoyes (donde enterraron a Madame Aline Re­noir), dijo que pintaría los cuadros más bellos y audaces de su vida. Dédée empujaba su silla de ruedas y le aca­riciaba consoladoramente las mejillas. Auguste Renoir no perdería ese vigor hasta el momento mismo en que cayera de bruces sobre el caballete en el que pintaba una na­turaleza muerta con manzanas, porque se le había de­tenido el corazón para siempre.
Jean Renoir fue incapaz de combatir esa última fortaleza de su padre y se dedicó a restablecerse de sus heridas en el silencio de su rebelión dolorida e incesante. Su timidez no tenía palabras. Andaba a tientas y tropezones entre sus gestos infantiloides. Se limitaba a atisbar de cuando en cuando a Dédée mientras modelaba para su padre, evitando su presencia con mil pretextos."

Sealtiel Alatriste
Verdad de amor