"Ahora nuestra Catalina está sola en las cimas de los Andes, y en soledad aterradora, pues se encuentra a solas con su propia conciencia afligida. En otras dos ocasiones estuvo en soledad igualmente profunda, sobre las aguas agitadas e inciertas del Pacífico, pero entonces tenía la conciencia tranquila. Ahora no queda nadie capaz de ayudarla; su caballo ha muerto —los soldados han muerto. Con nadie puede hablar, salvo con Dios; muy pronto veremos que en verdad habla con Él, pues en esos vastos desiertos aéreos ya Él le ha dicho algo al oído. En algunos aspectos la condición de Catalina se parece a la del Viejo Marino de Coleridge. Pero es posible, lector, que te cuentes entre los muchos lectores poco atentos que nunca han comprendido cabalmente en qué consistía tal condición. Permíteme que te ilustre, pues de otra manera no entenderás la historia del marino que, al perder todo su patetismo, perderá la mitad de su belleza.
Hay tres clases de lectores del Viejo Marino. El primero es tan simple que cree que todas las imágenes de las visiones del marino expresadas por el poeta son hechos realmente acaecidos; como eso es imposible todo el poema queda reducido, para ese lector, a un cuento de hadas sin fundamento alguno. El segundo lector es más agudo; sabe que las imágenes son producto de un delirio febril: vistas, ciertamente, pero no en tanto que realidad exterior. El marino fue víctima de una fiebre pestilente que acabó con todos sus camaradas; sólo él sobrevivió; desvanecido el delirio, las visiones que lo atormentaban subsistieron. «Sí», dice el tercer lector, «subsistieron; así fue, naturalmente, pues la fiebre las grabó con fuego en su cerebro; mas ¿cómo es posible que siguiese creyendo en ellas como en verdades innegables? Desvanecido el delirio ¿por qué no se desvaneció también su decorado alucinante, por qué no se transformó en el momento visionario de una angustia ya superada? ¿Por qué se apoderó la locura del cerebro del marino obligándolo, como si fuese un Caín u otro Judío Errante, a “pasar como la noche de comarca en comarca”, torturándolo a intervalos determinados para que confesase sus faltas, aun al duro precio de “ahuyentar a los niños de sus juegos y a los ancianos del hogar”»? Esa locura que el tercer lector descifra brota de un suelo más hondo que cualquier enfermedad corporal. Su raíz es el dolor de la penitencia. ¡Qué pena tan amarga la de un corazón leal cuando descubre, demasiado tarde, la profundidad del amor pisoteado! El marino había asesinado a la criatura que lo quería más que nadie en el mundo. Sumido en la oscuridad de su cruel superstición la mató para salvar a sus hermanos de un desastre imaginario; pero, con ese mismo acto de crueldad, atrajo la destrucción sobre sus cabezas. La inevitable Némesis lo castigó en ellos —a él, que cometió la falta, a través de aquellos que con la propia falta había tratado de salvar."

Thomas de Quincey
La monja alférez


"Aislado en 1803 e introducido su uso general en los albores de 1820, la morfina era desde un principio más una herramienta de uso médico que destinada al pueblo que de carácter popular o familiar, menos disponible fácilmente y más cara que el opio sin refinar y aunque presentaba la ventaja de una fuerza predecible-el alcaloide aislado era de una concentración consistente mientras que los diferentes lotes de opio en bruto podían variar radicalmente en cuanto a la proporción de sus elementos constituyentes-nadie estaba seguro de cuál era la forma más adecuada de usarlo-, pero con la introducción a mediados de 1850 de un dispositivo más exclusivo, la jeringa hipodérmica, la morfina llegó a ser más efectiva y más restringida a la práctica de la profesión médica. Una inyección de solución de morfina rápidamente llegó a formar parte del inventariado médico y la ineficacia del tratamiento precedente en todos los casos de dolor severo llegó a ser incluso más evidente cuando la nueva tecnología se propagó por todos los escenarios bélicos de Europa y los Estados Unidos durante 1860. En torno a 1880, la terapia era tan habitual en la práctica diaria médica que el autor de una enciclopédica británica proclamó, "La jeringa hipodérmica y la solución de morfina son ahora los elementos casi tan imprescindibles para un médico como el estetoscopio o el termómetro." De hecho, se extendió la imagen del médico como el hierofante del arcano de las misteriosas tecnologías curativas del último tercio del siglo-causa en parte responsable del constante estado de incremento de la profesión médica-hecho inextricablemente ligado a la administración de inyecciones de morfina. Un practicante americano de esta nueva terapia aseveró: "El paciente concede crédito al milagro"."

Thomas de Quincey
Confesiones de un fumador de opio


"Cuando un asesinato está en el tiempo paulo-post-futurum-, esto es, cuando no se ha cometido, ni siquiera, de acuerdo con el purismo moderno, se está cometiendo, sino que va a cometerse -y llega a nuestros oídos, hemos de tratarlo moralmente por todos los medios. Supongamos en cambio que ya se ha cometido y que podemos decir de él: “tetelestai”, está terminado o (con el dimantino verso de Medea) “eirgastai”, hecho está, es un fait accompli; supongamos, a continuación, que la pobre víctima ha dejado de sufrir, y que el miserable que le ha dado muerte se ha esfumado y que nadie conoce su paradero; supongamos, finalmente, que hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance al estirar las piernas y correr tras el fugitivo, aunque sin éxito -abii, evasit, excessit, erupit, etc-llegados a este punto, ¿de qué sirve la virtud? Bastante atención le hemos dedicado ya a la moral; le ha llegado el turno al gusto a las bellas artes.
(...)
El asesinato, en casos comunes, donde la simpatía está enteramente dirigidas al caso de la persona asesinada, es un incidente de horror tosco y vulgar; y por esta razón, que arroja el interés exclusivamente sobre el natural pero innoble instinto por el cual nos aferramos a la vida; un instinto, el cual, al ser indispensable a la primera ley de auto-preservación, es el mismo en tipo (aunque diferente en grado), entre todas las criaturas vivientes; este instinto, por tanto, a causa de que aniquila todas las distinciones, y degrada la grandeza de los hombres al nivel del “pobre escarabajo que pisamos”, exhibe la naturaleza humana en su más abyecta y humillante actitud. Tal actitud sería poco conveniente a los propósitos del poeta. ¿Qué debe entonces hacer? Debe dirigir el interés sobre el asesino. Nuestra simpatía debe estar con él (por supuesto quiero decir una simpatía de comprensión, una simpatía por la cual penetramos dentro de sus sentimientos, y los entendemos, no una simpatía de piedad o aprobación). En la persona asesinada, toda pelea del pensamiento, todo flujo y reflujo de la pasión y de intención, están sometidos por un pánico irresistible; el miedo al instante de la muerte lo aplasta con su mazo petrificado. Pero en el asesino, un asesino que un poeta admitiría, debe estar latente una gran tormenta de pasión -celos, ambición, venganza, odio--que creará un infierno en él; y dentro de este infierno nosotros miraremos."

Thomas de Quincey
El asesinato considerado como una de las bellas artes



“En estos asesinatos de príncipes y hombres de Estado, nada excita nuestra sorpresa. Importantes cambios dependen, con frecuencia, de su muerte; y desde el alto sitial que ocupan, están expuestos a atraer las miradas de todo artista poseído del deseo ardiente de producir un efecto teatral.” 

Thomas de Quincey


"Estoy plenamente seguro de que nada existe parecido a un olvido definitivo; las huellas, una vez impresas en la memoria, son indestructibles."

Thomas de Quincey


"La condición de emperador romano nunca fue enteramente apreciada; no fue suficientemente percibido su carácter único. Había sólo una Roma: ninguna otra ciudad, aunque nos consideremos satisfechos por la colación de hechos, ya sea antiguos o modernos, puede rivalizar con la grandeza y magnitud de esta asombrosa metrópolis; y no muchas-si exceptuamos las ciudades de Grecia, y no todas-en la excelencia de su arquitectura. Hablando incluso de Londres, debemos decir la nación de Londres y no la ciudad de Londres; pero de Roma en sus días de apogeo nada menos puede ser afirmado desde la severa desnudez de la lógica. Un millón y medio de almas-esa población, aparte de algunas otras distinciones, es de por sí para Londres, causa justificativa de esa clasificación. Hablamos de una ciudad que de un extremo a otro de sus poderosos suburbios estaba integrada por no menos de cuatro millones de habitantes, en base a las revisiones que han sido escritas y probablemente muchos más. La República de Roma tenía su tribu prerrogativa y su ciudad prerrogativa; y esa ciudad era Roma."

Thomas de Quincey
Los césares


"La peor lectura que se ha hecho de cualquier pasaje del Nuevo Testamento es la de Francis Bacon, cuando llama «burlón» a Pilatos. Pilatos fue perfectamente serio de principio a fin; en ningún momento se tomó nada a broma y sólo desistió de su denodado empeño por salvar a Cristo cuando su propia situación empezó a verse gravemente comprometida. ¿Se piensan los necios acusadores de Pilatos que éste era cristiano o sentía los deberes morales de un cristiano? Sí no era así, ¿a cuento de qué iba él a buscarse la perdición en Roma por ayudar a un hombre a quien no pudo salvar en
Jerusalén? Que Judas tenía razones para confiar en la intervención de la autoridad romana resulta evidente por lo que efectivamente ocurrió. También confiaba en el pueblo, una confianza que sabemos justificada, por el miedo que Cristo inspiraba en los gobernantes judíos, del que tenemos muchos ejemplos. Si lo temían era precisamente porque lo secundaba el pueblo; de no haber sido por ese sostén. Cristo no les habría infundido más miedo que su mensajero, el Bautista. Pero en lo que quiero insistir aquí (porque el lector podría malinterpretar algunas expresiones) es en que Jeremy Taylor no comete el error de creer que Judas tenía pensado desde el principio perder a su maestro. En ningún momento entiende que se «arrepintió» porque tuvo remordimientos al ver que sucedía algo que ya había previsto y aun deseado.
Admite que Judas fue un traidor, sí, pero sólo en el sentido de que buscó engrandecer a su maestro por métodos que lo llevaron a rebelarse contra él, métodos que no sólo suponían una desobediencia clara y abierta, sino que contravenían el espíritu de todo aquello que su maestro había venido a
realizar al mundo. Fue la rebelión no de un hombre pérfido y malvado, sino de un ciego arrogante y terrenal. Fue la rebelión (como acierta a decir Jeremy Taylor) de una persona que quiso hasta el final que la voluntad de su maestro se cumpliera, pero usó medios que contravenían esa misma voluntad. Con respecto al triste fin que tuvo la vida de Iscariote y al desconcertante relato que hacen de él los Hechos de los Apóstoles, nuestro obispo concluye así su narración; «Judas se ahorcó y su castigo fue tanto más notorio y eminente porque ocurrió algo que no es habitual en esa clase de muerte: se hinchó hasta reventar y sus entrañas se derramaron. Ahora bien, el comentarista griego y algunos otros cuentan, siguiendo a Papías, estudioso de san Juan, y que Judas, antes de morir, cayó de la higuera de la que se había colgado y sobrevivió durante algún tiempo. El espectáculo de su agonía fue triste y lamentable; un tumor creció en su vientre, que se dilató más allá de lo naturalmente posible hasta reventar».
Esta versión corregida de Papías es sin duda un relato más inteligible de lo que de otra manera dista mucho de serlo, por ejemplo ese «cayó de cabeza». Pero en todo lo demás no es sino un disparate, y el único rayo de luz que arroja —a saber, la presencia de una higuera desde cuya altura es posible caer de cabeza o de cualquier forma— prueba que en este punto el texto sufrió una grave alteración: si no. ¿Cómo se explica que una circunstancia tan importante desapareciera sin más ni más del relato? En todos los libros canónicos hay pasajes en los que el azar o la somnolencia, la ciega estupidez o la presunción temeraria de los copistas han introducido errores que alteran gravemente el sentido y la coherencia del texto. Felizmente, muchos de estos errores se han corregido gracias a sugerencias ingeniosas, muchas de las cuales las ha sancionado luego el descubrimiento de nuevos manuscritos o el cotejo cuidadoso de los viejos. En este caso, bastaría un cambio mucho más leve de lo que podría imaginarse para dar un sentido nuevo y pleno al texto que ha sobrevivido. Para empezar, entiendo que la frase «cayó de cabeza» no se refiere a la caída de una higuera ni de ningún otro árbol, para el caso. Esa higuera es sin duda producto de la imaginación y la inventiva, lo que permite agruparla con otras muchas conjeturas audaces que chocan al lector discreto por impertinentes, licenciosas y gratuitas pues no se basan ni siquiera en indicios que puedan apreciarse en el texto."

Thomas de Quincey
Judas



"La soledad, si bien puede ser silenciosa como la luz, es, al igual que la luz, uno de los más poderosos agentes, pues la soledad es esencial al hombre. Todos los hombres vienen a este mundo solos y solos le abandonan."

Thomas de Quincey

“(...) La tendencia a juzgar crítica o estéticamente los incendios o los asesinatos es universal. Al contemplar un gran incendio, el primer impulso es, sin duda, apagarlo. Sólo que el campo de acción es limitado y pronto es ocupado por una multitud de profesionales regulares, entonados y equipados para este servicio. En el caso de un incendio que tiene lugar en una propiedad particular, la compasión por el desastre de un vecino nos impide ante todo tratar la cosa como un espectáculo. ¿Pero acaso el incendio está confinado a edificios públicos? En todo caso, después de haber pagado nuestro tributo de pena a la calamidad, llegamos a considerarla como un espectáculo teatral. La multitud exclama, en una especie de éxtasis, ¡es grandioso! ¡es magnífico!” 

Thomas de Quincey


"Nada escapaba a la consternación de la ciudad. Hasta los que no estaban incluidos en la aparente regla que regía los ataques de La Máscara, sentían una indefinida sensación de terror que pendía sobre ellos. El sueño ya no era seguro. El refugio del hogar privado de un hombre, la intimidad de los dormitorios, no servían de protección. Las cerraduras cedían, las rejas caían y las puertas se abrían ante La Máscara, como por arte de magia. Las armas parecían inútiles. En algunas ocasiones, habían desaparecido grupos de hasta diez o doce personas, sin haber alertado a la vecindad. Y no era éste el único misterio. El lugar donde se llevaba a sus víctimas era aún más misterioso que los medios con los que lo conseguía. Todo era incertidumbre y temor, y toda la ciudad se encontraba agitada por el pánico.
Se empezaba a sugerir la necesidad de establecer una guardia nocturna, con lugares fijos de ronda, que recorriese las calles a intervalos. Todos accedieron gustosos, pues, pasada la primera semana de los misteriosos ataques, se comprobó que los partidarios imperiales también eran atacados indiscriminadamente, además de los aliados de los suecos. Muchos estudiantes declararon públicamente que habían sido perseguidos por varias calles por una Máscara armada. Otros se habían encontrado con ella en lugares poco frecuentados de la ciudad, bajo la oscuridad de la noche, y habían estado a punto de ser atacados, cuando alguna alarma, o la aproximación de pasos distantes, la habían hecho desaparecer. Los estudiantes parecían ser el principal objeto de sus ataques. Y dado que, en general, se mostraban partidarios de los intereses imperiales, ya no se consideraba que los motivos de La Máscara fuesen políticos. De este modo, los estudiantes se ofrecieron en bloque como voluntarios para la vigilancia nocturna de la ciudad. Al ser jóvenes, de costumbres militares en su mayoría, y estar habituados a soportar la dureza de las guardias nocturnas, parecían especialmente adecuados para el servicio; y como el caso ya no despertaba las sospechas del Landgrave, fueron aceptados y alistados. Y con tanta más presteza, al aprobarlo los aliados reconocidos del príncipe."

Thomas de Quincey
Klosterheim, o la máscara



“No existe el olvido total; las huellas: una vez impresas en el alma, son indestructibles.”

Thomas de Quincey


"Se me hace difícil creer que nadie que haya gustado los divinos placeres del opio pueda luego descender a los goces groseros y mortales del alcohol [...] Acerca de todo lo hasta ahora escrito sobre el opio por los viajeros que han recorrido Turquía o los profesores de medicina que hablan ex cathedra he de pronunciar, con el mayor énfasis posible, una sola crítica: ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! [...] Lector, puedes estar seguro, meo peri culo, que ninguna cantidad de opio emborrachó ni puede emborrachar nunca a nadie[...] El placer que da el vino va siempre en aumento y tiende a una crisis, pasada la cual declina; el del opio, una vez generado, se mantiene estacionario durante ocho o diez horas [...] Pero la
diferencia principal estriba en que mientras el vino desordena las facultades mentales, el opio (si se toma de manera apropiada) introduce en ellas el orden, legislación y armonía más exquisitos. El vino roba al hombre el dominio de sí mismo; el opio, en gran medida, lo fortalece [...] La súbita expansión de la cordialidad que acompaña a la borrachera es
siempre más o menos sensiblera, lo cual la expone al menosprecio de los espectadores. Aquí será el estrecharse la mano, el jurarse amistad eterna y el echarse a llorar, aunque nadie sepa por qué: el predominio de la criatura sensual es evidente. En cambio, la expansión de los sentimientos
benévolos característica del opio no es un acceso febril, sino una saludable restauración al estado que la mente recobra de modo natural al suspenderse cualquier honda irritación de dolor que altere y contrarreste los impulsos de un corazón de por sí justo y bueno [...] En suma, para decirlo todo en una palabra, el hombre que está borracho o que tiende a la
borrachera favorece la supremacía de la parte meramente humana, y a menudo brutal, de su naturaleza, en tanto que el comedor de opio (hablo de aquél que no sufre de ninguna enfermedad ni de otros efectos remotos del opio) siente que en él predomina la parte más divina de su naturaleza: los afectos morales se encuentran en un estado de límpida serenidad y
sobre todas las cosas se dilata la gran luz del entendimiento majestuoso."

Thomas de Quincey

Citado por Antonio Escohotado en el libro Historia general de las drogas, página 425


“Si algo estuviera equivocado, hagamos responsable al Sueño. El Sueño es una ley en sí misma; se bate contra un arco iris para mostrar, o para no mostrar, un arco secundario… El Sueño conoce mejor; y el Sueño, lo repito, es la parte responsable.”

Thomas de Quincey
Tomado del libro de Susan Sontag, El benefactor



“Si me detengo a reflexionar en lo que es propio decir a ésta o aquella persona, pronto dudaré que exista una parte de mi relato que con propiedad pueda contarse.”

Thomas de Quincey


“Si un hombre se deja tentar por un asesinato, poco después piensa que el robo no tiene importancia, y del robo pasa a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto pasa a la negligencia de los modales y al abandono de sus deberes.”

Thomas de Quincey