"Claude Wheeler abrió sus ojos antes de que el sol estuviera en la cúspide y sacudió vigorosamente a su hermano, que dormía en la otra mitad del mismo lecho.
Ralph, Ralph, despierta. Ven y ayúdame a limpiar el coche.
¿Para qué?
¿Por qué no vamos hoy al circo?
El coche está bien. Déjame solo. El niño se dio la vuelta y y se cubrió con la sábana, para evitar la luz que estaba comenzando a filtrarse a través de las cortinas de las ventanas.
Claude se levantó y se vistió,-una sencilla rutina que le llevó muy poco tiempo. Descendió por el tramo de escaleras, a tientas en la oscuridad, con su cabello rojo apelmazado, como la cresta de un gallo. Pasó a través de la cocina al baño contiguo, que tenía dos soportes de porcelana con agua corriente. Todos se habían lavado antes de ir a la cama, aparentemente, y los cuencos estaban rodeados de un oscuro y duro sedimento, que el agua alcalina no había disuelto. Cerró la puerta del desordenado baño, volvió a pasar por la cocina y cogió una lata de Maheiley y se roció el rostro y la cabeza con agua fría, comenzando a atusarse su húmedo cabello. La vieja Mahailey llegó desde el patio con un delantal lleno de mazorcas de maíz para encender un fuego en la estufa de la cocina y le sonrió de forma infantil como solía hacer cuando se encontraban a solas.
¿Por qué te despiertas tan temprano? ¿Vas al circo antes del desayuno? No hagas ruido, o de lo contrario todos estarán aquí antes de que encienda el fuego. Por supuesto, Mahailey. Claude cogió su gorro y bajó las escaleras, descendió por la ladera hasta llegar al establo. El sol se cernía sobre el borde de la amplia pradera, con su rostro sonriente. Su luz se vertía a través de las estrechas praderas y colinas de agosto, la devanada madera de la cala, el pequeño arroyo de fondo arenoso, que se enroscaba y retorcía alborozado a través de la zona sur del gran rancho de los Wheeler.
Claude se dirigió hacia el pequeño Ford del cobertizo, llegó hasta la tanqueta de los caballos y comenzó a arrojar agua sobre las costras de barro de las ruedas y el parabrisas. Mientras se afanaba, dos trabajadores, Dan y Jerry, llegaron desde la colina para alimentar al ganado. Jerry estaba quejándose y jurando acerca de algo, pero Claude escurrió sus trapos mojados, y aparte de un leve gesto, apenas les prestó atención. De alguna forma su padre siempre lograba contratar a los más rudos y desaliñados trabajadores del condado.
Claude tenía un agravio contra Jerry en relación a su forma de tratar a los caballos."

Willa Cather
Uno de los nuestros


"El doctor Howard Archie había regresado de una partida de billar con el sastre judío y dos viajeros que pernoctaban en Moonstone. Sus oficinas estaban en el bloque sobre la farmacia. Larry, el ayudante del doctor, había encendido la luz del techo en la sala de espera y la doble lámpara del escritorio. Las teas de carbón estaban encendidas y el aire en el estudio estaba tan caliente que cuando el doctor abrió la puerta de la habitación donde no había estufa, la sala de espera estaba alfombrada y amueblada como un salón. El estudio estaba deteriorado y el piso sin pintar, pero disponía de un cierto confort en el tiempo invernal. La mesa del pupitre del doctor era larga y bien diseñada. Los papeles estaban apilados de forma ordenada, bajo pesos de vidrio. Detrás de la estufa había una estantería con doble puerta de cristal, que se extendía desde el suelo hasta el techo. Estaba repleta de libros de medicina de de todos los grosores y colores. En el soporte del estante superior había una larga fila de treinta o cuarenta volúmenes, dispuestos por igual en la oscuridad moteada con sus cubiertas de cuero.
En las villas de Nueva Inglaterra el doctor solía ser proverbialmente viejo, por lo que hacía veinticinco años que en las ciudades de Colorado el médico era generalmente joven. El doctor Archie apenas rozaba la treintena. Era alto, de hombros macizos, que mantenía rígidos y una cabeza grande y bien formada. Era un hombre de aspecto distinguido, al menos para esa parte del mundo.
Había un cierto toque personal en la forma en que su pelo castaño rojizo se separaba limpiamente a ambos lados, rozándole la frente. Su nariz era recta y espesa, y sus ojos denotaban inteligencia. Llevaba un bigote rojizo afeitado al estilo de los cuadros de Napoleón III. Sus manos eran largas y cuidadas, pero de aspecto resistente y sus espaldas estaban sombreadas por pelo rojizo. Llevaba un traje azul de lana, de manga ancha; los viajeros a simple vista habían apreciado que había sido confeccionado por un sastre de Denver. El doctor estaba siempre muy bien vestido."

Willa Cather
El canto de la alondra



“La historia de cada país empieza en el corazón de un hombre y de una mujer.”

Willa Cather


“Te digo que existe algo como el odio creativo.”

Willa Cather