"DON DIEGO: Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo."

Leandro Fernández de Moratín
El sí de las niñas

"El Confalonier o Jefe del Senado se elige, de dos en dos meses, entre los nobles llamados Quaranta, aunque aquel cuerpo pasa de este número. Al tomar posesión, adorna su casa y la abre al público, recibe la enhorabuena del Colegio de España, que va en carroza dorada, llena de pelucones, golillas, becas y guantes; sale procesionalmente; una gran merienda, escoltada por los Suizos del Legado, destinada a que se la devoren o la vendan, y consiste en cuarenta o cincuenta mozos cargados de pirámides, urnas, jaulas, y otros armatostes, cubiertos de botellas, salchichones, tocino, pan, aves, frutas y algunas terneras y vacas, dorados los cuernos y adornadas de flores. Hay gran comilona para la nobleza; muchos tortellini, especie de macarrones, codegnini de Módena, embuchado, que se lleva tras sí los dedos, mucho vino de Cypro, Málaga y sorbetes. El populacho de birriquines aúlla entre tanto por la parte de afuera, hasta que se abren las ventanas, y empieza a caer sobre él una gran lluvia de panecillos, a que sigue después otra de dinero en monedas menudas, concluyendo la función con fuente de vino, del cual llenan a porfía cubetos y cacharros, con grandes voces, empujones, puñadas y garrotazos, que dan los alguaciles en los pucheros luego que están llenos, sin duda para mantener el orden público.
La fiesta de la Porchetta, que se celebra el día de San Bartolomé, es la más famosa de todas. Se hace una gran valla en la plaza, delante del Palacio del Legado, con algunas graderías, donde se acomoda la gente que gusta de ver más de cerca la función; fórmense en escuadrón o en ovillo, o en laberinto, las milicias de a caballo, acaudilladas por el capitán Giraldi, hombre de aquellos a quienes, si se les mira a la cara, no se les puede prestar, ni aun sobre prenda, seis maravedís. Su tropa es de lo más gracioso que en mi vida he visto, pero sería mucho episodio pintar la figura de los soldados, sus desastrados uniformes, sus armas y arreos, y, sobre todo, la flaqueza, la caducidad y derrengamiento de sus caballos, baste decir que, aunque no lo parecen, lo son en efecto, según me aseguró el citado Giraldi, hombre que no dirá una cosa por otra si le frieran vivo. Esta tropa y los alguaciles contienen los ímpetus del agitado vulgo."

Leandro Fernández de Moratín
Viaje a Italia


"Las mujeres son lo que se quiere que sean." 

Leandro Fernández de Moratín


"Lo cierto es que con esta diligencia cesó el combate. Las tropas se retiraron a los parajes señalados, y el dios, satisfecho de aquella obediencia, marchó con el perillán que había pescado, asiéndole fuertemente de las agallas, que no le dejaba gañir.
Quiso ante todas cosas dar cuenta a Apolo de lo ocurrido, y abriendo un camaranchón sucio que había servido muchos años de carbonera, metió en él su presa. Torció la llave, se la colgó del dedo meñique, y en un santiamén buscó a su hermano, que estaba hojeando a toda prisa El arte de la guerra del filósofo de Sans-Souci y disponiendo un plan de fortificación y defensa. Le dio buenas esperanzas y le contó ni más ni menos cuanto se acaba de referir.
Se holgó en extremo el dios intonso con las noticias que le dio Mercurio. Se trató de lo que en el caso convenía, y resolvieron que Apolo recibiese la embajada con toda ceremonia, para dar a la pompa y aparato un remusguillo de amenaza; que se oyese con benignidad al enviado o, por mejor decir, al traído, y que aunque fuese necesario ceder un poco a las circunstancias, se procurase no exasperar a unas gentes demasiado dispuestas a cometer cualquier exceso; y en fin, que mientras durase la grave escena, Mercurio desgastara los talares en ir y venir, y volver y tornar para lo que ocurriese en una y otra parte.
Hecho esto, mientras Apolo se fue a vestir de gala y alheñarse la cabellera, su hermano marchó a buscar el preso. Se asomó de camino a un agujero que caía al portalón, y vio que estaban todos quietecitos como unos muertos, sin chistar ni mistar, ni decirse los unos a los otros una mala desvergüenza.
Se alegró mucho de ver aquella tranquilidad, y se fue en derechura a la carbonera donde estaba su hombre. Escuchó un poco por la cerradura, y le pareció que estaba recitando versos, y así era la verdad, porque en menos de un cuarto de hora que llevaba de encierro había ya compuesto dos ovillejos, un madrigal y tres sonetos caudatos quejándose de su mala suerte, y llorando su prisión como pudiera el mismo Macías.
-¡Cuerpo de tal conmigo -dijo Mercurio-, y qué pájaro tenemos en la jaula! Para mis barbas, si no es éste el peor de su rebaño. ¡Haya picaruelo! ¿No ha nada que entró en cisquero, y ya tenemos coplillas de pie quebrado, y estrambotes, y «mariposilla incauta», y «arroyuelo murmurador»? Por mi vida, que el tal improvisante debe de tener manejo y vena.
En esto le abrió la puerta del cuchitril, diciéndole halagüeño:
-Salga acá fuera, señor galán, salga acá fuera, que ya he llegado a entender su habilidad. Salga y véngase conmigo, que mi hermano Apolo está deseoso de conocerle.
-¡Oh, favor! -exclamó el de los ovillejos-, ¡oh, favor!
Y tendiéndose en el suelo cuan largo era, agarró de las piernas a Mercurio y le besó los pies una y muchas veces. El dios se resistía, pero no lo pudo evitar. Levántale con mucho agasajo, y el poeta, sin curarse de limpiar el cisco y telarañas que tenía en el rostro, manos y vestido, siguió a Mercurio haciéndole mil reverencias, quitándole con ridícula oficiosidad las pelusitas que llevaba en la ropa, y adelantándose a espantar con un pañuelo asqueroso las moscas, para que no ofendiesen a la deidad, que al ver aquellos obsequios apenas podía contener la risa."

Leandro Fernández de Moratín
La derrota de los pedantes


"Los ojos de una mujer que llora parecen perlas." 

Leandro Fernández de Moratín



"Ya nada de ti pretendo, sino que mi fe, mi amor, viva en tu memoria eterno." 

Leandro Fernández de Moratín