"Cuando estuvo vestida, desapareció entre los arbustos. “De algo estoy seguro: no me ha visto”, pensó Juan y esto le tranquilizó.
Instantes después miró sigilosamente entre el follaje. Y vio a Anada que casi corría hacia la casa.
El también se puso en camino. Andaba lentamente, se detenía de vez en cuando y dejaba vagar su mirada sobre la otra orilla. Quería hacer tiempo para llegar a casa mucho más tarde que ella.
Ahora había decidido firme y terminantemente despedirla. Presentía de nuevo en Anada la mano del destino y sentía ahora una ruda fuerza interior, capaz de desviar aquella mano que pesaba sobre él.
Sí; ahora iría a la casa, se plantaría ante Anada y le diría:
“No preguntes por qué, pero tienes que dejar mi casa.
Nada malo has hecho, yo mismo soy tu deudor, pues merecidamente has ganado el derecho a que te demos pan y techo. Búscate otro lugar en el mundo, que cualquiera habrá de recibirte con agrado dondequiera que toques una puerta... “
Le daría trajes y provisiones para el viaje. Sí; y, además, dos monedas de oro para tranquilizar aún más su conciencia.
Esta decisión lo alegró y alivió. Sintió que su alma volvía a equilibrarse y no comprendía qué era lo que le había impedido hasta ahora tomar esta resolución.
¡No había nada más simple que esta solución! Lo debía haber hecho desde hacía tiempo, desde el primer momento en que notó el efecto que en él producía la presencia de Anada. Pero, gracias a Dios, aún no era tarde. Sí; así lo haría.
Pero, ¿qué le diría a Susana? No podía contarle la verdad. De comunicarle francamente sus pensamientos, la habría herido y humillado. No habría sido capaz de comprender que fuera posible que aparte de ella hubiera alguien a quien su marido...
No; no valía la pena pensar en ello. Por otra parte tampoco tenía importancia. Lo primero era hablarle a Anada.
Cuando llegó cerca de la casa dio un gran rodeo para que Anada, a la que casualmente había visto atravesar el patio, le viera llegar de una dirección enteramente distinta y no pudiera siquiera abrigar la sospecha de que había sido él quien la vio durante el baño.
Cuando traspuso el portón, Anada pasaba justamente por el patio."

Lajos Zilahy
Algo flota sobre el agua


"Cubría su esbelta figura con un ligero abrigo de tono gris, un tanto usado, pero todavía elegante. El paso del joven, firme y reposado, dejaba adivinar cómo sería a los sesenta años; un caballero distinguido, alto y enjuto, que caminaría con idéntica seguridad y aplomo que ahora, si bien su espalda aparecería algo encorvada y posiblemente usaría guantes negros, pues sin duda llevaría luto por la muerte de algún familiar. Hasta era posible que con el tiempo llegara a gozar del tratamiento de «señoría», como resultado de haber conseguido el título de consejero áulico o de senador. Con su flamante título de doctor en Derecho y el empleo en la sección jurídica de un gran establecimiento bancario, ¿no tenía aún toda una vida por delante?
Trazando molinetes con su bastón, el joven remontó nuevamente la Avenida Fehérvár. A lo largo de la desierta calle, de cuando en cuando pasaban por su lado presurosas criadas vestidas con crujiente percal. En los umbrales de las puertas, los porteros fumaban tranquilamente sus pipas. Sobre la ciudad, amarillento y melancólico, se extendía el suave aburrimiento de las tardes de domingo.
Frente al Puente Isabel, en el solar donde en otro tiempo se había alzado el Baño de Fango, una valla de madera ocultaba a la gente las obras emprendidas para la construcción del nuevo Hotel Szent Gellért. El joven se aproximó a la cerca y lanzó una mirada al interior a través de una rendija de la madera. Rodeados por zanjas y trincheras, que parecían obra de una gigantesca y maléfica mano, podían verse montones de vigas de madera y tablones. Herramientas y carretillas se mezclaban en pintoresco desorden, trayendo a la imaginación una escena llena de dinamismo, ensordecedora, formada por voces imperativas, el crujir de ruedas de carros cargados de materiales, un ruido de martillazos, densas nubes de polvo levantadas por las vigas al ser descargadas, en suma, un movimiento de activo hormiguero... Pero en aquel instante todo estaba sumido en la inercia del domingo.
El joven del bastón trató de imaginar las líneas ignoradas de aquel hotel en construcción. Arriba, allí donde aún transitaban libremente el aire y el sol y revoloteaba una bandada de gorriones, muy pronto habría habitaciones, camas, alfombras; surgiría el agua de los grifos, sonarían los teléfonos; los empleados del hotel prodigarían sus reverencias; huéspedes vestidos de etiqueta descenderían por las amplias escaleras; en las blancas y soberbias bañeras, tomarían sus perfumados baños las bellas mujeres; y por los pasillos desfilarían con su aire distinguido, como si flotasen sobre una nube."

Lajos Zilahy
Dos cautivos


"Del monte, teñido de colores primaverales, descendían parejas de enamorados. Las mujeres arrastraban lánguidamente por el suelo sus sombrillas mientras los hombres caminaban en silencio.
En la orilla, un hombre sin sombrero, cruzado de brazos e inmóvil, contemplaba el agua en la que, susurrantes e incansables, se perseguían trémulas olas con reflejos cobrizos. Los laterales del río, en forma de anfiteatro, rebosaban de gente: ancianos caballeros, damas con la juventud ya lejana, que daban su habitual paseo, muchachas del brazo, y criadas aprovechando sus momentos de asueto. Todo el mundo contemplaba vagamente las cambiantes olas del río. En el lado de Buda, un joven paseaba entre dos castaños, reiterando incesantemente su deambular.
Casi de modo imperceptible, empezó a caer la noche y el crepúsculo trajo consigo una tenue y fría lluvia entre los dos árboles. De vez en cuando, como cansado, el joven se dejaba caer en un banco cercano.
Al fin abandonó el lugar, se dirigió hacia la orilla de Pest y, una vez hubo atravesado el puente, se encaminó hacia el Hotel Griff. Una vez en éste, se encerró en su habitación y, sentado al borde de la cama, encendió un cigarrillo, que se fue consumiendo entre los dedos dejando en el aire unas largas y temblorosas volutas de humo.
Al poco, el joven encendió la lámpara que había sobre la mesa y sumergió la cabeza en el círculo de luz proyectado por la pantalla y empezó a escribir una carta."

Lajos Zilahy
Primavera mortífera


"Después de la primera cena en común, no cabe duda de que los padres hablarían de mí. Tal vez me encontraron simpático. ¡Quién sabe si no les habrá pasado por las mientes la idea de que yo podría ser el único marido posible para su hija, precisamente porque me falta un brazo! Quizás este tema de conversación les tuvo despiertos hasta el amanecer. Son unos padres como los hay a millares, a millones; y en ciertos casos de la vida ya se sabe que los temas de conversación de los padres son siempre los mismos. Tal vez este rápido cambio en el modo de tratarme, este súbito tuteo, obedezca a esta razón. Incluso ella, la madre, me ha llamado por mi nombre de pila. Esto permite suponer muchas cosas. Quién sabe si el sacerdote, el amigo de la familia, no ha sido invitado adrede para recabar de él una opinión desapasionada. De este modo serían tres a desliar la madeja. Y ahora viene a confirmar mis sospechas el relato de la señora, al informarme, con tan matemática precisión, de la situación financiera de su hija y de su reciente mejora a consecuencia de la herencia y de la compra de la nueva finca. Por último, viene la invitación a visitar el pabellón de caza, en compañía de Etel. ¿Cómo me las voy a componer para pasar medio día con una muchacha muda? El hecho de ir a caballo no resuelve más que en parte el problema.
En este momento siento una profunda compasión por ellos. Comprendo perfectamente a los padres: me imagino cuántos ingenieros forestales, jóvenes y fuertes, se habrán escapado de esta misma habitación que ocupo yo en este momento; indudablemente, en cuanto se habrán dado cuenta de lo que se tramaba detrás de ellos, no habrán tenido otro remedio que la fuga."

Lajos Zilahy
Vida serena



"Diez años, diez años… Latían en mi interior, continuamente, estas dos palabras, como el latido del corazón. No sé por qué razón pero me había imaginado que volvería a los diez años. Y, en aquellos instantes de despedida, intentaba mirar a todos desde la perspectiva de aquellos diez años, sobre todo a los viejos. Sí, estos, dentro de diez años, ya no vivirían… El tío Karády, el doctor Vendliczky, la vieja señora de Ezentesi, el señor Saroglya, pintor de brocha gorda, ni la tía Blanca, que ya ni siquiera camina y se limita a tenderme la mano desde su ventana de la planta baja, por entre los tiestos de geranios… Yo, ahora, estrecho las manos de unos difuntos.
El tío Lebschütz me espera en la puerta de la farmacia con un paquetito preparado de antemano.
-Ten, hijo; es un botiquín de viaje: aspirina, tintura de yodo, gotas tonificantes para el estómago y otras cosillas… En cada una aparece escrito para lo que sirve. Sales para un largo viaje; te podrá servir algún día.
También el tío Lebschütz habrá muerto. También él. ¿Voy a echar sobre él aún una mirada retrospectiva? << ¿Qué sí, que sí.>> Nos hacemos señas con la mano.
Por fin, la estación. Mi madre llora ruidosamente. También Rózsa. Se apoyan una a cada lado de mis hombros. Gyula ha palidecido visiblemente. Nos queda muy poco tiempo pues el rápido ya no se detiene en nuestro pueblo más que un solo minuto.
Desde la ventanilla miro a mi madre. Sólo la miro a ella, con una mirada fija, violenta. Rózsa y Gyula no me interesan. No les toca ni el más mínimo pestañeo de mis ojos. Ellos son jóvenes.
Mi madre ladea un poco la cabeza; las comisuras de sus labios se contraen; su rostro está trabajado por el llanto. Tal como está allí, sin que se interponga el brillo de sus gafas, veo directa y profundamente en el fondo de sus ojos.
El tren arranca, se pone en marcha. Me inclino por la ventanilla y grito algo con todas mis fuerzas a mi madre. Mi voz suena como si pidiera auxilio.
Agito mi pañuelo por la ventanilla; mas no me quedan fuerzas para moverlo. No veo nada, mirada está velada. Me quito las lentes y me froto los párpados; aún les vislumbro por última vez. Rózsa y Gyula conducen a mi madre, sosteniéndola cada uno por un brazo, avanzan con paso lento. Ella, como si estuviera a punto de desplomarse. La había visto de la misma manera en el entierro de mi padre, cuando la obligaron a retirarse de la tumba.
Medio minuto más tarde, el tren traquetea ya por el puente de hierro del río. Y desaparecen la torre del pueblo y la chimenea de la fábrica de harinas."

Lajos Zilahy
El alma se apaga

"Extraña, extraña fue aquella noche de verano.
Un ángel de odio batía su tambor en el cielo. A las ocho de la noche el catafalco estaba dispuesto en el vestíbulo de palacio, donde durante toda la noche fue velado por lacayos ataviados con las suntuosas libreas de los Dukay. Innumerables coronas recubrían los muros. Sobre un almohadón de terciopelo yacían las condecoraciones papales, el collar del Toisón de Oro, la Corona de Hierro de primera clase, la Gran Cruz de la Orden del Papa, la legión de Honor francesa, en total unas dieciséis condecoraciones. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el público comenzó a acudir. Todos contemplaban el rostro de papá como si fuese el de un Tutankamón húngaro bajo una máscara de oro, el difunto faraón de una exótica belleza viril, con sus riquezas, rango, alegría y frivolidad. Supongo que contemplaban también su vida, como si hubiese transcurrido veloz, montada en una carroza engarzada de joyas, tirada por ocho caballos, o bien como si recordase un cañón de museo, un objeto pasado de moda que ya no se fabrica en los talleres del siglo XX.
Por la noche acompañamos el féretro a Ararat. El castillo estaba dispuesto con toda su pompa funeraria. el día 3, domingo, por la mañana, se dijo una misa de difuntos en la capilla del castillo, oficiada por tío Zsigmond. en el vasto patio en forma de U se reunieron más de mil personas, en completo silencio.
Parecía que hasta las fuentes quisieran superarse a sí mismas para la ocasión. los chorros se elevaban de forma inusitada y caían formando un irisado polvillo de agua bajo la luz del sol.
Nosotros, los familiares, esperábamos en el gran salón rojo, que estaba iluminado por esa luz verde-oro que reluce en el dorso de algunos escarabajos. Las ramas del venerable nogal silvestre filtraban la luz, que penetraba por los ventanales, bañando no sólo los marcos de los cuadros, sino también los zapatos de Kristina y la punta de la nariz episcopal de tío Zsigmond. Te cuento estos detalles para que puedas juzgar lo irreal que me parecía todo lo que me rodeaba. La casa en la que yo había nacido y crecido me resultaba, después de haber vivido unos años en nueva York, totalmente extraña. Debido a la gran profundidad de la habitación y a la antigüedad de los muebles y pinturas, el ambiente evocaba el de una corte principesca en Florencia, o el de los grandes castillos del Loira en los días anteriores a la revolución Francesa, o quizá, aun más, el del Tiers État post-napoleónico, lo cual, mientras viví aquí jamás había detectado. Mamá estaba de pie en el centro de la habitación, con su habitual porte regio. A su derecha se hallaban Kristina y Zia, totalmente cubiertas con tupidos velos de luto. Sólo sus rostros permanecían al descubierto."

Lajos Zilahy
El ángel del odio


“Nunca el hombre puede ser tan sensato y tan perverso como cuando ama. En todas las demás situaciones de la vida puede fingir comedias. Pero en el amor, no. En el amor emerge todo cuanto hay en él.”

Lajos Zilahy
Algo flota sobre el agua


"Oculto en un cañaveral, bebió ávidamente la leche, que le dio nuevas fuerzas. Luego, refrescado y sereno, continuó el camino que se extendía a lo lejos, en línea recta. Por el momento, no le amenazaba ningún peligro. Sentíase solo en aquella llanura abandonada y en el valle inmenso dio libre curso a sus pensamientos. Estaba animado por resoluciones grandes y hermosas, y ya no lo atormentaban los escrúpulos o los remordimientos. Era capaz de medir y ponderar sus acciones, con ideas claras y simples. Sí, estaba bien y era justo que se encontrase allí y, con la ayuda de Dios, no tardaría en llegar a Budapest.
Recordó cuando habitaba en compañía de Zsibai y con él tomaba parte en las agitaciones universitarias, y también la mañana en que manifestó a Zsibai que iba a visitar a un pariente suyo y, en vez de hacer eso, se dirigió a un bosquecillo. El sol de septiembre bañaba los árboles de maravillosa luz y el viento hacia caer algunas hojas doradas. Paseó durante bastante tiempo por el sendero, con las manos a la espalda. Entonces tenía diecinueve años y era estudiante del primer curso de Derecho.
Ahora, allí, en aquel gigantesco y desierto valle de los Alpes, se sintió en la misma disposición de ánimo que aquel día de su solitario paseo por el bosquecillo. Imaginaba tener delante una gran multitud de hombres que llenaban el valle. Veía muchas miradas fijas en él y sentía todos los corazones conmovidos por las corrientes de pasión que surgían de su alma. En el corazón y en la mente reaparecían las frases que compusiera entonces con el fuego y el entusiasmo de sus diecinueve años. Pero, ¡cuánta fuerza, cuántas pasiones y cuánta amargura inundaron luego aquellas palabras! En cada una de ellas retumbaba el estampido del cañón durante cuatro años. Las palabras inanimadas recibieron un alma y una vida; vivían, respiraban, sangraban y gemían, como los heridos tendidos en los bancos de arena del Piave. Adquirieron terrible significado, como la noticia sin importancia de un periódico que habla de un accidente tranviario y que se transforma inmediatamente en cuanto sabemos que la víctima es nuestra madre o nuestro hermano. El vacío de aquellas palabras se llenaba de cadáveres, de los que pertenecían a sus amigos. Se veía en la tribuna pronunciando palabras ardientes ante la multitud revolucionaria. Y habría pronunciado aquel mismo discurso que desde los quince años resonaba en su corazón y repitió muchas veces."

Lajos Zilahy
El desertor


"Quería y prefería a Teresa sobre todas sus amigas. En la muchacha suiza se fundían el encanto de la mujer francesa con la solidez del carácter alemán. Su vasta cultura, sin el menor lastre de pedantería, imponía respeto; estaba capacitada para aclarar cuestiones inabordables a veces para Miett: la alta política, la música o la literatura mundiales, con precisión poco menos que enciclopédica. Miett apreciaba en su amiga la lógica de la razón pura así como la elevada moral de su manera de pensar, gracias a la cual había logrado formarse un juicio concreto y en apariencia muy sencillo sobre todas las cosas. No obstante, lo que posiblemente encontraba más agradable en su amiga era el pudor especial que caracterizaba por encima de todo el refinadísimo ser de Teresa Agnier. Este pudor, tanto anímico como físico, llegaba a tales extremos que en determinados momentos Teresa protestaba a veces violentamente contra la presencia de Miett. Miett no recordaba haber visto jamás el pecho desnudo de Teresa.
Desde que estaba separada de Pedro, durante aquellos largos meses de soledad, cuando a la hora de la siesta se revolcaba sobre el sofá, agitada por extraños e inquietantes pensamientos, sintiendo aún sobre ella las miradas de deseo de algunos hombres desconocidos, miradas que había recogido en la calle y en el tranvía y que parecía tener pegadas a la ropa y al cuello; y, sobre todo, cuando oía hablar de aventuras de otras mujeres o encontraba planteado el problema en sus lecturas, siempre se le aparecía la figura pura y noble de Teresa Agnier. Teresa había logrado conservarse inmaculada, Y la virginidad le proporcionaba la alegría del alma y la seguridad y la elasticidad de su cuerpo."

Lajos Zilahy
Las cárceles del alma