"En las primeras horas matinales de un domingo de septiembre, cuando todavía no me había levantado de la cama, oí los gritos de dolor de mi madre. Faltaban pocos días para que cumpliera cincuenta y un años. Durante los ocho años en que había venido padeciendo el cáncer, el dolor había sido a veces muy intenso, pero siempre lo había podido resistir, haciendo un esfuerzo sobrehumano. Ahora, en las últimas semanas, ya no podía. El dolor que le traspasaba los huesos era insistente y casi sin tregua. Sobre la una de la madrugada, me despertó su trémulo grito en la habitación de la parte anterior de la casa. Después oí las pisadas de puntillas de la enfermera señorita Slocum, seguidas de otras más fuertes de mi padre. En la habitación de mi madre, la señorita Slocum empezó a hablar en sibilantes susurros incomprensibles. Se oía intermitentemente la voz de mi padre, hablando en tono afligido y atormentado. Aquella noche, la radio del piso de abajo había anunciado una ola de calor, con las temperaturas más altas de toda la temporada. Yo estaba empapado en sudor bajo un ventilador eléctrico que, a cada medio círculo de su rotación, dejaba que el calor me envolviera de nuevo por todas partes y después me refrescaba con un soplito de aire. Desde la densa oscuridad del otro lado de la ventana donde yo sabía que las luciérnagas estaban parpadeando entre los dos pequeños macizos de flores de mi madre, aspiré el azucarado perfume de una clemátide de tardía floración. En otros meses de septiembre, el perfume de aquella blanca enredadera que se derramaba como una cascada siempre me había parecido exquisito; en cambio ahora, en mitad de la noche, me produjo un ligero mareo. Oí una vez más los tensos susurros de consuelo de la señorita Slocum.
De repente, mi madre lanzó un prolongado grito de desesperación, con una nota de angustia que yo jamás había oído en mi vida. Fue un grito que me recorrió el cuerpo desnudo de arriba abajo como una llama. Un sonido extraño, quiero decir tan ajeno a mi sentido de la lógica y a mi experiencia que, por un levísimo instante, me produjo el efecto de algo un poco histriónico sacado de una película de Drácula o Frankenstein, en la cual una mala actriz no hubiera logrado transmitir la pretendida sensación de terror. Pero yo sabía que era real y por eso hundí el rostro en la almohada, envolviéndome con ella la cabeza cual si fuera un húmedo amnios. Quería borrar el grito. Sordo en medio de la oscuridad, traté de pensar en cualquier cosa para distraerme. Pensé en la señorita Slocum, una exuberante enfermera de unos treinta años con un rostro en forma de corazón y unas mejillas simplemente lavadas y sin el menor asomo de maquillaje. Se parecía un poco a la patinadora Sonjia Henie, pero más gruesa y prosaica, y tenía un defecto que llamaba mucho la atención: dos pulgares rudimentarios, pegados a la parte exterior de sus pulgares normales. Es un detalle grotesco que no quisiera tener que mencionar, pero forma parte de un recuerdo muy complicado. Seis meses atrás, me había hecho una cierta gracia el deseo de mi madre de despedir a la señorita Slocum inmediatamente después de haberla contratado tras haber descubierto la existencia de aquellos dos pulgares adicionales. Mi madre, que cada día estaba más débil, necesitaba que la bañaran y le dieran masaje y la idea de que aquellos doce dedos le acariciaran la carne le producía una profunda aversión. ¿Por qué, le preguntó a mi padre, no se los había hecho extirpar, por el amor de Dios? Le repugnaba especialmente que la señorita Slocum se pintara las uñas de los pequeños pulgares con esmalte. Mi padre le contestó que no le parecía ilógico que lo hiciera, pues, en caso contrario, aquellos dedos hubieran llamado más la atención, añadiendo otras explicaciones por el estilo en un intento de convencerla. Sea como fuere, el asunto no pasó a mayores… y además, la señorita Slocum era un encanto, tenía mucha paciencia y era muy cariñosa. Cuando me quité la almohada que me envolvía la cabeza, los gritos de mi madre ya habían cesado."

William Styron
Una mañana en la costa


"Fue en París, en una fría noche de octubre de 1985, cuando por primera vez tuve conciencia plena de que la lucha contra el desorden de mi mente...podía tener un desenlace fatal.
(…)
Desde la antigüedad -en el torturado lamento de Job, en los coros de Sófocles y Esquilo- los cronistas del espíritu humano han venido forcejeando con un vocabulario que pudiera dar expresión adecuada a la desolación de la melancolía.
(…)
Mi malsana tristeza, una marea tóxica e inenarrable, una forma de tormento, un trance de malestar supremo, el desvalido estupor, la vejación del insomnio, una forma de repudio derivado del autoaborrecimiento (distintivo señero de la depresión), ese lóbrego y tenebroso talante del color del verdín, el cataclismo inmediato que conmovía mi ser, la voz de la depresión, mi asedio, la espiral descendente, inmensa y dolorida soledad, una tormenta de tinieblas, gris llovizna de horror, la muerte soplando sobre mí en frías ráfagas, la desolación, el horror como una niebla compacta y venenosa. Se ha desvanecido cualquier sentimiento de esperanza, toda idea de futuro, es la desesperación lo que apabulla mi alma, una situación de herido ambulante que vive pegado a su lecho de clavos dondequiera que vaya, moviéndose de tortura en tortura, ordalías indistinguibles de nebuloso horror, este suplicio sin fondo, un simulacro de todo el mal de nuestro mundo, la desesperación más allá de la desesperación."

William Styron
Esa visible oscuridad



"La reata de esclavos se había detenido al borde de la carretera, poco antes del lugar en que comenzaba el camino de roderas que partía de aquélla. Si hubiéramos iniciado el viaje de regreso diez minutos más tarde, la reata de esclavos ya hubiera partido de allí, y nosotros no nos hubiéramos cruzado con ella. Los conté, y comprobé que allí había unos cuarenta negros, entre hombres y muchachos, miserablemente vestidos con pantalones y harapientas camisas de algodón. Iban unidos entre sí mediante cadenas puestas alrededor de la cintura, y cada uno llevaba dobles argollas de hierro que ahora reposaban en sus regazos o en el suelo. Jamás había visto negros encadenados. Cuando pasamos, ninguno de ellos habló, y su silencio fue opresivo, helado, abyecto, hiriente. Estaban sentados o en cuclillas, formando fila, junto a la cuneta, entre los grandes montones de hojas secas. Algunos comían, a puñados, pasta de maíz, y lo hacían sin apenas prestar atención, otros dormitaban apoyándose en el cuerpo de un compañero, uno alto y de lacios movimientos se alzó en el momento en que nosotros nos acercamos, y, sin expresión en el rostro, sin mirada en los ojos, comenzó a orinar en la cuneta. Un niño menudo, de unos ocho o nueve años, estaba tumbado, llorando desesperadamente, junto a un hombre de media edad, gordo, de reluciente color amoratado, que, sentado, dormía profundamente. Nadie habló, y mientras avanzábamos llegó a mis oídos únicamente el débil sonido metálico de las cadenas, y después el lúgubre sonido de las vibraciones de un birimbao, muy lentas, sin formar una melodía, plúmbea y extrañamente monótonas, como si alguien golpeara, a un ritmo carente de sentido, una barra de hierro. Los tres guardias de los esclavos eran hombres jóvenes, de rostros tostados por el sol, con cabello rubio y bigote. Iban con botas sucias de barro, y uno de ellos empuñaba un látigo de cuero. Este último fue el que se llevó la mano al ancho sombrero de paja para saludar al señorito Samuel, en el momento en que llegamos a su altura y nos detuvimos. En la cuneta sonaban débilmente las cadenas al entrechocar, y el birimbao seguía con su bunk-bunk-bunk-bunk."

William Styron
Las confesiones de Nat Turner



"MAGRUDER: ¿Qué hora es?
SCHWARTZ: Poco más de las seis. Falta media hora para diana. (Bosteza.) ¡Dios, qué cansado estoy! No sé por qué, pero la verdad es que no he podido dormir.
MAGRUDER (también bosteza): ¿Dónde está Lineweaver?
SCHWARTZ: No lo sé seguro, pero sospecho que está durmiendo. Hoy ha tenido permiso de noche, y al llegar se ha ido a dormir al laboratorio. Una mañana saqué la cabeza y le vi allí, roncando como un niño, entre muestras de orina y mecheros Bunsen. ¡La que se armará el día en que el doctor Glanz le pille!
MAGRUDER (bostezando casi con dolor): La verdad es que tampoco yo he podido dormir de veras. Me he pasado toda la noche revolviéndome en cama, y con unos sueños muy raros.
SCHWARTZ: Sí, muy malos han tenido que ser, Wally. No has hecho más que dormir y hablar en sueños. Sólo he podido entender una palabra de lo que has dicho. Ha sido una palabra curiosa.
MAGRUDER: ¿Qué he dicho?
SCHWARTZ: ¿Sabes lo que has dicho? Pues has dicho «Vladivostok».
MAGRUDER: ¡Vladivostok! ¿Y por qué habré dicho esto?
SCHWARTZ: No lo sé, Wally. Quizás estabas soñando en Vladivostok. Está en Rusia, ¿verdad? Está muy lejos de aquí. Probablemente has tenido uno de estos sueños que el rabino Weinberg llama de cumplimiento de deseo. (Alarga la mano para coger el libro.) El rabino tiene soluciones para casi todos los problemas. Deja que te lo lea.
MAGRUDER: ¡No! ¡No quiero saber nada del rabino, esta mañana! ¡Basta de Weinberg! ¡Por favor! ¡He de salir de este sitio!
SCHWARTZ: Cálmate, Wally. Cálmate. No eres el único encerrado en este antro.
(Se acerca a MAGRUDER, como si quisiera calmarle, y, entonces, tose.)
MAGRUDER: No te acerques, Schwartz. ¡Vete!
SCHWARTZ (con suavidad): Wally, Wally, no puedo contagiarte la tuberculosis al toser. ¡La tengo en el riñón! Cálmate. Tranquilízate. Domínate un poco, Wally.
MAGRUDER (súbita e intensamente avergonzado): Lo siento, Schwartz. De veras que lo siento. Estoy avergonzado. Dios, si no me muero de ataxia locomotora me moriré de aprensiones. (Hace una pausa.) ¡Esto, esto es lo que me hace falta, precisamente! La verdad es, Schwartz, que si supiera un poco, si estuviera un poco enterado, podría superar la situación. Bueno, quiero decir, por ejemplo, que ayer me sacaron sangre para otro análisis. Y sólo pensar en ello me aterra. Quiero decir que no sé nada de análisis de sangre. Soy un analfabeto en materia de medicina.
SCHWARTZ: ¿Quieres decir que realmente quieres saber más acerca de lo que tienes? Perdóname, Wally, pero, cuando se trata de sífilis, la ignorancia es una bendición de Dios."

William Styron
Pabellón especial



"Mi hogar era, en aquel tiempo, un minúsculo cubículo de dos metros y medio por cuatro y medio en un edificio de la calle Once Oeste, situado en el Village y perteneciente al grupo de construcciones University Residence Club. A mi llegada a Nueva York, este lugar me había atraído no sólo por su nombre, que traía a mi imaginación la camaradería propia de la Ivy League, mesas cubiertas de bayeta en el salón de tertulia y, esparcidos sobre ellas, ejemplares del New Republic y de la Partisan Review, criados de cierta edad con levita yendo de un lado a otro llevando mensajes y encargándose de todo lo que uno necesitara, sino por sus reducidos precios: diez dólares semanales. La semejanza con la Ivy League resultó ser, por supuesto, una necia ilusión. El University Residence Club no era más que un pequeño bloque sobre un hotel de mala muerte, y difería hasta tal punto de los apartamentos de la calle Bowery, por ejemplo, que la denominación de «privado» que se daba a los alojamientos era tan nominal que se reducía a una puerta cerrada con llave. Todo lo demás, incluida la pensión, se parecía mucho al resto del edificio, un hotelucho, excepto en los pequeños detalles. Paradójicamente, el decorado de los cuartos era admirable, casi elegante. Desde una ventana con incrustaciones de mugre, la única de mi habitación, que era interior y se hallaba en el cuarto piso, podía dirigir la mirada hacia el encantador jardín de una casa de la calle Doce Oeste, y a veces, contemplar a los que yo consideraba dueños de aquel edén: un hombre de aire joven siempre vestido con trajes de cheviot, a quien yo imaginaba como un astro ascendente de los que aparecían en The New Yorker o en Harper’s, y su rubia y vivaracha esposa, sorprendentemente bien proporcionada que pirueteaba por el jardín en pantalones o en traje de baño, retozaba con un ridículo y excesivamente atildado podenco afgano, o yacía, piernas y brazos abiertos, en una poltrona marca Abercrombie & Fitch, donde yo la poseía de pensamiento, hasta quedar agotado, después de lanzarle con mi mirada un sinfín de dardos de deseo silenciosos, lentos y certeros.
Por aquel entonces, la sexualidad, o más bien su ausencia, con la ayuda de aquella monada de jardincillo, sin olvidar las personas que lo ocupaban, parecía ponérseme delante para hacer aún más insoportable el degenerado carácter del University Residence Club y agravar mi pobreza, mi soledad y mi condición de marginado. Los clientes de aquel edificio, todos masculinos, la mayoría de media edad y aun más viejos, gente a la deriva o fracasada cuyo próximo paso atrás los conduciría a un barrio de mala vida, desprendían una agria emanación de vino y desesperación cada vez que nos ladeábamos para hacernos paso al cruzamos en los estrechos y descascarillados pasillos. No un viejo y amable conserje, sino algunos empleados con aspecto de reptil (todos con este tono de piel verdoso propio de los seres privados de luz diurna) montaban guardia en el vestíbulo, iluminados por la trémula luz de una bombilla que pendía del techo; también hacían funcionar el único y crujiente ascensor, misión que cumplían tosiendo y rascándose, llenos de hemorroidales torturas, durante la interminable ascensión al cuarto piso donde tenía mi habitación, en la que aquella primavera, noche tras noche, me confinaba como un anacoreta medio loco. La necesidad me había obligado a soportar todo esto, no sólo porque no tenía dinero suficiente para darme una vida más amena, sino porque, siendo relativamente nuevo en la metrópoli y sintiendo menos timidez que orgulloso retraimiento, carecía tanto de la iniciativa como de la oportunidad de hacer amigos. Por primera vez en mi vida, que a lo largo de los años había sido a veces neciamente gregaria, descubrí el dolor de la soledad no deseada. Como un criminal súbitamente reducido a solitario confinamiento, me encontré alimentándome de la grasa aún no quemada de unos recursos somáticos interiores cuya existencia apenas conocía. Cierto atardecer de mayo, en el University Residence Club, mientras contemplaba la mayor cucaracha que hubiese visto ramonear alguna vez mi ejemplar de La poesía y la prosa completas de John Donne, vi de pronto el rostro de la soledad, y me percaté de que, sin lugar a dudas, era un rostro desagradable y despiadado. "

William Styron
La decisión de Sophie


“Pegado a un lecho de clavos... como si mi cuerpo se hubiera vuelto deleznable, hipersensible, desarticulado y torpe. Sentía el horror como una niebla compacta y venenosa. Inmensa y dolorida soledad. Incapacidad para concentrarme. Tormenta de tinieblas... miedo intenso al abandono. Pensamientos de muerte soplaban por mi mente como heladas ráfagas de viento. Falta de fe en el rescate, en el restablecimiento.”

William Styron


"Un gran libro debe darnos muchas experiencias y dejarnos algo cansados cuando lo terminamos, pues al leerlo hemos vivido varias vidas."

William Styron