"Cuando llegué a mi cubículo estaba realmente aterrada. Comprendí que tenía que mantenerme firme o quedar ante todos como una embustera, y pensé por primera vez que tendría que esgrimir argumentos para que mis dudas fueran plausibles. En ese estremecedor momento me di cuenta de que nada sabía acerca del ateísmo. Si me hubiera encontrado fuera, en el mundo, habría podido consultar los libros escritos sobre el tema, pero en el convento, como es natural, no había manera de conseguir literatura atea. Me llegaban las voces de las niñas riendo en el patio. Me acerqué a la ventana y las miré desde lo alto, sintiéndome absolutamente aislada, prisionera de mi propia vaciedad. A nadie podía recurrir, salvo a Dios, pero esta era una ocasión en que las oraciones de nada podían servir. Rezar para pedir argumentaciones ateas (¿de veras?) solo serviría para que saliera a la superficie el aspecto severo del carácter de Dios. ¿Qué podía hacer?
Me senté en la cama, e hice un inventario de mis recursos. Pues sí, me dije de repente, a fin de cuentas algo sabía del escepticismo religioso, gracias a la propia madame MacIllvra. Las argumentaciones de los escépticos estaban basadas en la ciencia —la falsa ciencia, decía madame MacIllvra—, y aseguraban que Dios no existía porque no se le podía ver. Esta era una tonta y materialista «demostración» que, desgraciadamente, yo sabía anular. ¿Se puede ver el viento? Y sin embargo está en todas partes, lo mismo que la invisible gracia que Dios sopla en nuestras almas. Los escépticos negaban la vida después de la muerte, y decían que el cielo no existía, ya que lo único que había era el azul del espacio en la bóveda celestial. Estaba demostrado por la ciencia, decían, y la ciencia también demostraba que no había ardiente infierno bajo la tierra. Pero la contestación a esto nos la habían dado la semana anterior en la clase de doctrina cristiana mediante las aceradas palabras de san Pablo, que tuvimos que aprendernos de memoria: «Lo que el ojo no ha visto, o el oído no ha oído, tampoco ha entrado en el corazón del hombre, sino las cosas que Dios ha preparado para quienes le aman». Me hundí en una estéril desesperación. ¿Iba a ofrecer demostraciones que cualquier imbécil podía refutar? Cualquier tonto sabía que los científicos instrumentos humanos no podían aprehender a Dios. La existencia del cielo y del infierno no era contraria a la ciencia, sino a algo muy diferente, más allá de la ciencia. ¿Y los milagros qué?
De repente, me erguí. Los milagros no eran invisibles. Se decía que ocurrían ahora y aquí, en la tierra. En las fotografías de Lourdes quedaban demostrados por el testimonio de todas aquellas muletas colgadas, en acción de gracias por las curas. Pero, me dije con gran satisfacción, yo no había visto ni un milagro, por lo que quizá aquella gente mentía o había sido engañada. La ciencia cristiana también se apuntaba curas, y todos sabíamos que se trataba de pura imaginación. Voltaire era un hombre inteligente y se reía de los milagros. ¿Por qué no yo?"

Mary McCarthy
Memorias de una joven católica


"De hecho, así opinaba la mayoría de los miembros de la colonia, que pensaban que Preston había sido injusto al salir de allí enfadado y culpando a su mujer del accidente y del retraso en el desayuno, mientras que una minoría disidente no tenía intención de cambiar su veredicto, según el cual ella había inundado la cocina y su marido la había pillado cuando trataba de cargarle el muerto a Joe. El código de honor vigente en la colonia no era en absoluto tan teatral como el de Preston: Macdougal Macdermott, por ejemplo, se habría partido de risa si alguien hubiera propuesto que su Eleanor «confesara» un descuido ajeno; «Por Dios, Preston, déjalo estar; ¡no estamos en la Edad Media!». Las riñas maritales de los Norell, además, eran algo demasiado frecuente en esta sociedad como para despertar ninguna curiosidad, pues todos salvo los interesados sabían cuál sería el desenlace. Solo el joven pastor, para quien la capacidad de cuestionarse a uno mismo constituía una aptitud vocacional, podría haberse abierto paso a través de este sinuoso laberinto de errores y trivialidades, pues gozaba de la tolerancia que otorga el sacerdocio. La capacidad de Katy para arrepentirse, así como el hecho de que hubiera estudiado Clásicas, lo había convencido de que la joven poseía una auténtica naturaleza religiosa (la ética, en su opinión, tenía poco que ver con la religión; el tercer domingo de cada mes, causaba sensación entre su rebaño rural cuando les pedía a las damas del gremio de altares y de la Girls’ Friendly Society que dejaran a un lado la engañosa certeza de que la salvación llegaría por las obras).
Katy, en todo caso, se dejó convencer e hizo su aparición en el comedor con un paso luctuoso que recordaba al coro completo de Las suplicantes. La imagen de un dolor silencioso, sereno, implacable se había adueñado de su mente, y enseguida entregó sus sentimientos más íntimos y sinceros al público, segura del poder de aquella pietà para despertar la compasión de su marido. Pero cuando, tras barrer la habitación con la mirada, lo descubrió sentado en el extremo de una larga mesa entre dos colonos, con expresión obstinada y la tez púrpura, el corazón le dio un vuelco. Katy recordó que su marido podía pasarse de mal humor un día entero y se sintió en auténtica desventaja en aquel tedioso proceso de reconciliación, que, considerando su arrepentimiento, se le antojaba tan innecesario como cualquier procedimiento legal o el costoso trámite de obtener un pasaporte. Su interés por expiar sus culpas se había esfumado ahora que tenía que materializarse. No le importaba lo más mínimo. «Es una grandísima tontería», pensó, experimentando por sí misma esa irritación racional ante el sufrimiento que la hacía detestar la crueldad, la injusticia, la pobreza y las guerras. A ojos de Katy, los hombres habían nacido para amarse los unos a los otros y atribuía su negativa a hacerlo a esa misma terquedad obstinada de la que su marido hacía gala en aquel salón fraternal."

Mary McCarthy
El oasis



"El orgasmo era algo poco frecuente, algo que el marido tenía que provocar mediante la cuidadosa observación de su esposa y la estimulación manual. Pero siempre se podría aprender a utilizar preservativos. ¿Los has visto? Es tan sencillo como lavarte los dientes."

Mary McCarthy
El grupo



"Si alguien te dice que va a tomar una "decisión realista", inmediatamente comprendes que ha resuelto hacer algo malo."

Mary McCarthy