"Darcy volvió la cabeza y vio a Julie, que hasta entonces se había ocultado bajo su sombrero. Se levantó precipitadamente con una exclamación de sorpresa y se adelantó hacia ella, con la mano tendida. Después se detuvo de pronto, como si se arrepintiera de su familiaridad y saludó a Julie con una profunda inclinación, y expresó en términos muy «convencionales» el placer que le producía volverla a ver. Julie balbuceó algunas palabras corteses y enrojeció al ver a Darcy parado ante ella y contemplándola fijamente.
Poco después recobró el aplomo y lo miró a su vez, con esa mirada distraída y observadora a un tiempo que las personas de mundo adquieren cuando lo desean. Era un joven alto, pálido, con unas facciones que expresaban serenidad, pero una serenidad que parecía provenir menos de un estado habitual del espíritu que del dominio que había llegado a tener sobre la expresión de la fisonomía. Unas marcadas arrugas le surcaban la frente. Tenía los ojos hundidos, la comisura de los labios se dirigía hacia abajo y las sienes comenzaban a despoblarse. No tenía, sin embargo, más de treinta años. Darcy iba vestido con sencillez, pero con esa elegancia que indica el hábito de las buenas compañías y la indiferencia respecto a un tema que absorbe a tantos jóvenes. A Julie le agradó hacer todas estas observaciones. Observó también que tenía en la frente una cicatriz muy larga que intentaba ocultar con un mechón de cabello y que parecía haber sido hecha con un sable.
Julie estaba sentada al lado de la señora Lambert. Entre ella y Cháteaufort había una silla, pero en cuanto Darcy se hubo levantado, el otro puso una mano en el respaldo de la silla, la desplazó sobre una sola pata y la mantuvo en equilibrio. Era evidente que pretendía guardarla como el perro del hortelano vigila el saco de avena. La señora Lambert se apiadó de Darcy, que continuaba de pie ante Julie. Hizo sitio a su lado en el sofá en el que estaba sentada y se lo ofreció a Darcy, que de este modo se encontró al lado de Julie. El joven aprovechó su posición aventajada y entabló conversación con la señora de Chaverny."

Prosper Merimée
Doble error



"Las ventanas estaban cerradas. Antes de acostarme, abrí una para respirar el aire fresco de la noche, por cierto delicioso después de una copiosa cena. Enfrente se veía el Canigó, de admirable aspecto en todo momento, pero que aquella noche me pareció la montaña más hermosa del mundo, iluminada como lo estaba por una esplendorosa luna.
(...)
Los cabellos, levantados sobre la frente, parecían haber sido dorados en otro tiempo. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas griegas, estaba ligeramente inclinada hacia delante. En cuanto al rostro, nunca podré llegar a definir su extraña expresión; su tipo no se parecía al de ninguna de las estatuas antiguas que yo recordaba. No tenía esa belleza serena y severa que creaban los escultores griegos, los cuales, por sistema, daban a todos los rasgos del semblante una majestuosa inmovilidad. En éste, por el contrario, observé con sorpresa la manifiesta intención del artista de mostrar la malicia llegando casi a la maldad. Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los ojos eran algo oblicuos, la boca parecía un tanto levantada en los extremos y las narices un poco henchidas. Desdén, ironía, crueldad, todo esto sugería aquella cara, que, no obstante, era de increíble belleza. La verdad es que, cuanto más se contemplaba aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba el penoso sentimiento de que una hermosura tan maravillosa pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad."

Prosper Merimée
La Venus de d'Ille



"Nací —dijo— en Elizondo, en el valle de Baztán. Me llamo don José Lizarrabengoa, y usted conoce lo bastante España, caballero, como para que mi apellido le diga al instante que soy vasco y cristiano viejo. Si me pongo el don, es porque tengo derecho a ello, y si estuviera en Elizondo le enseñaría mi genealogía en un pergamino. Quisieron que fuera sacerdote, y me pusieron a estudiar, pero yo apenas sacaba provecho. Me gustaba demasiado el juego de la pelota, y eso es lo que me ha perdido. Cuando jugamos a la pelota, nosotros los navarros, nos olvidamos de todo. Un día que había ganado yo, un muchacho de Álava se metió conmigo; cogimos nuestras makilas y lo vencí también; pero esto me obligó a marcharme del país. Encontré a unos dragones y me alisté en el regimiento de Almansa, en caballería. La gente de nuestras montañas aprende pronto el oficio militar. Ascendí enseguida a cabo, y me habían prometido hacerme sargento cuando, para desdicha mía, me pusieron de guardia en la fábrica de tabacos de Sevilla. Si ha ido usted a Sevilla, habrá visto ese gran edificio, extramuros, cerca del Guadalquivir. Me parece estar viendo todavía la puerta y el cuerpo de guardia al lado. Los españoles, cuando están de servicio, juegan a las cartas o duermen; yo, como buen navarro, trataba siempre de estar ocupado. Estaba haciendo una cadena de alambre de latón, para sujetar la baqueta. De repente, los camaradas dicen: «La campana está tocando; las chicas van a volver al trabajo.» Sabrá, señor, que hay de cuatrocientas a quinientas mujeres empleadas en la fábrica. Son las que lían los cigarros en una gran sala, donde los hombres no entran sin un permiso del Veinticuatro, porque cuando hace calor, se aligeran de ropa, sobre todo las jóvenes. A la hora en que las obreras vuelven después de comer, muchos jóvenes van a verlas pasar y se las dicen de todos los colores. Pocas de ellas rehúsan una mantilla de tafetán, y los aficionados a esa pesca no tienen más que agacharse para coger el pez. Mientras los otros miraban, yo permanecía en mi banco, cerca de la puerta. Era joven entonces; siempre estaba pensando en mi tierra, y no creía que hubiera chicas guapas sin faldas azules y sin trenzas cayéndoles por los hombros. Además, las andaluzas me daban miedo; no estaba aún acostumbrado a su manera de comportarse: siempre de broma, jamás una palabra en serio. Así pues, tenía yo la nariz en la cadena, cuando oigo a unos ciudadanos que decían: «¡Ahí está la gitanilla!» Levanté los ojos y la vi. Era un viernes, nunca lo olvidaré. Vi a esa Carmen que usted conoce, en cuya casa lo encontré hace algunos meses."

Prosper Merimée
Carmen



"No puedo perdonaros que admiréis a Goya... Para mí no hay nada mínimamente agradable en sus pinturas o en sus aguafertes."

Prosper Mérimée, conocido también como Próspero Merimée




"Separado muy de niño de su padre, Orso no había tenido tiempo de conocerlo. Se había marchado de Pietranera a los quince años para ir a estudiar en Pisa, y de allí había pasado a la Escuela Militar, mientras que Ghilfuccio paseaba por Europa las águilas imperiales. Orso no le había visto en el continente sino en raras ocasiones, y hasta 1815 no fue a servir al regimiento que mandaba su padre. Pero el coronel, inflexible en la disciplina, trataba a su hijo como a todos los otros jóvenes tenientes, es decir, con mucha severidad. Los recuerdos que Orso había conservado de su padre eran de dos clases. Lo recordaba en Pietranera, confiándole su sable, haciéndole descargar su escopeta cuando volvía de cazar, o cuando le hizo sentar por primera vez, pequeño aún, a la mesa familiar. Después recordaba al coronel della Rebbia arrestándolo por cualquier tontería y no llamándolo nunca más que teniente della Rebbia. «Teniente della Rebbia, no está usted en su puesto de batalla: tres días de arresto. — Su pelotón está a cinco metros más de lo debido de la reserva: cinco días de arresto. — Está usted con gorra de cuartel a las doce y cinco: ocho días de arresto.» Sólo una vez, en Cuatro Brazos, le dijo: «Muy bien, Orso; pero ten prudencia.» Por otra parte, estos últimos recuerdos no eran los que le evocaba Pietranera. La vista de los lugares familiares a su infancia, los muebles de que se servía su madre, a la que había querido tiernamente, suscitaban en su alma una multitud de emociones dulces y penosas; después, el sombrío porvenir que se le presentaba, la vaga inquietud que su hermana le inspiraba, y, por encima de todo, la idea de que miss Nevil iba a venir a su casa, que le parecía ahora tan pequeña, tan pobre, tan inadecuada para una persona habituada al lujo, el desprecio que ésta sentiría tal vez, todos estos pensamientos formaban un caos en su cabeza y le producían un profundo desaliento.
Se sentó, para cenar, en un gran sillón de encina ennegrecido, en el que su padre presidía las comidas de familia, y sonrió al ver que Colomba vacilaba en sentarse a la mesa con él. Le agradeció por otra parte, el silencio que ella guardó durante la cena y lo pronto que se retiró al acabar, porque se sentía demasiado emocionado como para resistir a los ataques que sin duda le preparaba; pero Colomba lo comprendía y quería darle tiempo de reflexionar. Con la cabeza apoyada en una mano, permaneció largo rato inmóvil, repasando en su cabeza las escenas de los últimos quince días que había vivido. Veía con espanto lo que todos esperaban de él respecto a los Barricini. Se percataba ya de que la opinión de Pietranera empezaba a ser para él la del mundo. Tenía que vengarse, so pena de pasar por un cobarde. Pero ¿en quién vengarse? No podía creer que los Barricini fueran culpables de asesinato. Es cierto que eran enemigos de su familia, pero se necesitaban los groseros prejuicios de sus compatriotas para atribuirles un asesinato. A veces contemplaba el talismán de miss Nevil, y repetía en voz baja el lema: «¡La vida es un combate!» Al final se dijo con tono firme: «¡Saldré vencedor!» Con tan buen pensamiento se levantó, y, tomando la lámpara, iba a subir a su cuarto, cuando llamaron a la puerta de la casa. La hora no era propia para recibir visitas. Colomba apareció inmediatamente, seguida de la mujer que los servía. «No es nada», dijo corriendo hacia la puerta. No obstante, antes de abrir preguntó quién llamaba. Una voz suave contestó: «Soy yo». Enseguida se quitó la tranca atravesada en la puerta, y Colomba volvió al comedor seguida de una niña de unos diez años, descalza, harapienta, con la cabeza cubierta por un mal pañuelo, bajo el que asomaban unas largas mechas de cabellos negros como alas de cuervo. La niña era delgada, pálida y tenía la piel quemada por el sol; pero en sus ojos brillaba el fuego de la inteligencia. Al ver a Orso, se detuvo tímidamente y le hizo una reverencia como la que hacen los campesinos; luego habló a Colomba en voz baja y le puso en las manos un faisán recién matado."

Prosper Merimée
Colomba



“Toda mentira de importancia necesita un detalle circunstancial para ser creída.”

Prosper Mérimée


“Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los ojos eran algo oblicuos, la boca parecía un tanto levantada en los extremos y las narices un poco henchidas. Desdén, ironía, crueldad, todo esto sugería aquella cara, que, no obstante, era de increíble belleza. La verdad es que, cuanto más se contemplaba aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba el penoso sentimiento de que una hermosura tan maravillosa pudiera aliarse con la ausencia de toda sensibilidad.”

Prosper Mérimée