"El señor Tristram se sintió aliviado. Ahí, por fin, tenía el reproche que estaba esperando.
Le tranquilizó diciéndole que hacía bien en estar enfadada. Él se acusó una vez más. Denunció la maldita moral de la época según la cual él debía haber ascendido; la moral, ojalá lo supiera, de todos los hombres no casados.
«Eso es un golpe contra el señor Scarlett», se dijo con desdén y, a continuación, su mejilla palideció cuando recordó que, después de todo, Hugh no estaba exento. Se sintió repentinamente cansada, impaciente, pero esperó en silencio la inevitable proposición.
El señor Tristram, que tenía el don de la expresión enfática y superficial que las gentes convencionales consideran la rúbrica del genio, se había quedado tan enredado en la moral de la época que le costó cierto tiempo liberarse del tema antes de poder pasar a suplicar con vehemencia la causa del hombre que, por indigno que pudiera ser, la había amado mucho tiempo, la amaba ahora y la amaría siempre, en este mundo y en el venidero.
Fue la proposición más extensa que Rachel había recibido, y había recibido muchas. Pero si la proposición fue extensa, la negativa lo fue más. Rachel, que tenía buena memoria, la introdujo opinando que la vida artística planteaba grandes exigencias, que el verdadero artista debe vivir enteramente para su arte, que la vida doméstica podría revelar ser un impedimento. Había leído en algún sitio que las altas esperanzas se desvanecen al calor de una chimenea. El señor Tristram echó por tierra estas objeciones tan despiadadamente como los patos picotean a sus polluelos cuando no los han visto durante un par de días.
Aun cuando se vio obligada a volverse más explícita, al señor Tristram le resultaba imposible creer al principio que ella lo rechazara. Pero el conocimiento, bien arraigado como el roble de un bosque, de que ella le había amado con devoción no logró imponerse frente a la odiosa convicción de que estaba decidida a no casarse con él."

Mary Cholmondeley
Un guiso de lentejas



"Pero antes de llegar al mar, y contra la marea, dieron la vuelta para regresar a Londres. Mary no se había atrevido a hablar con Elsa en toda la tarde, y apenas quedaba tiempo ya: recordaba el telegrama y aquella frase, «Después de lo de Speaker’s Stairs». ¿Debía hablarle con claridad a Elsa? ¿No debía avisarla de cómo era realmente Lord Francis, según Mary había sabido por su propia amiga y por otros confidentes? ¿No debía decirle que aquel hombre sólo podría traerle miseria y dolor? Mary luchaba con sus buenos sentimientos. Pero algo que ella confundió con el sentido común le dijo que Elsa nunca le haría caso, que Elsa no era tan ingenua como para no saber que Lord Francis ya le había hecho la corte a otras jovencitas, aun estando casado. Aquel sentido, o aquella corazonada, le decía a Mary que la sangre de Elsa no era pura, que su temperamento, heredado de innobles acciones, la llevaría a ser una mala esposa para cualquier hombre, que en realidad iba a convertirse en la amante de Lord Francis porque así debía ser, porque era su destino. Incluso si Mary la persuadía de no rendirse ante su amante, Elsa seguiría siendo culpable, durante toda la eternidad, de pensamiento, y eso, se decía Mary, era lo mismo que cometer el pecado; era igual a la acción.
Elsa ya estaba perdida.
Aunque sobre aquella voz, que alguien llamaría cordura, se impuso durante algunos minutos otra que la avisaba: «Elsa está confusa, no sabe lo que hace, ayúdala».
Pero Mary también sentía ira contra Elsa. No entendía la atención que le prestaban todos —el propio capitán Lestrange hacía un momento—. Mary era demasiado conservadora para entender las acciones impulsivas, se tratara del amor o de las mariposas."

Mary Cholmondeley
Un inconveniente



“Una infancia feliz constituye uno de los mejores dones que los padres pueden otorgar.” 

Mary Cholmondeley