"Cuando termina de abrochar la hebilla del cinturón de cuero y meter la punta del cinturón en el pasacinto se golpea, suavemente con la yema de los dedos, el vientre y la cintura. Después se dirige al río, dejan­do atrás los árboles y atravesando una franja estrecha de tie­rra lisa que acaba de un modo brusco en un borde comido por el agua y a medio desmoronar, y se inclina lavándose las manos. Alza ligeramente la cabeza y mira el centro del río sin prestarle ninguna atención, y después se incorpora y vuelve a internarse entre los árboles, sacudiendo las manos en el aire para secárselas pasándoselas al fin por los flancos del pantalón. No vuelve en línea recta, repitiendo a la inversa el camino recorrido desde el sitio en que ha defecado has­ta el agua, sino oblicuamente, abriéndose paso en dirección a la casa, hasta que se interna otra vez entre los árboles y sus alpargatas comienzan a chasquear de nuevo contra los pas­tos. Avanza hasta que empieza a ver fragmentos de la cons­trucción de Rogelio entre las hojas, a unos cincuenta me­tros. Por entre los huecos de la fronda brillante se divisan porciones de las paredes blanqueadas, que relumbran, y los manchones amarillentos del techo de paja. Los algarrobos y los sauces y los aromitos forman un círculo casi perfecto, con una techumbre intrincada de ramas verdes bajo cuya sombra el pasto aparece ralo y crecido a una altura pareja, como si hubiese sido cortado a máquina. Se detiene y se de­ja caer, bocarriba. Después se da vuelta y se acomoda sobre el costado derecho echándose el sombrero de paja sobre los ojos y estirando el brazo izquierdo a lo largo del cuerpo. Do­bla el brazo derecho y apoya en él la cabeza. Cierra los ojos. Le parece escuchar la risa apagada de los hijos de Agustín y de Rogelito que juegan a las cartas en el patio trasero. No sa­be si en realidad ha soñado o si únicamente ha imaginado oírla. Con los ojos cerrados "ve" a los tres muchachos sen­tados alrededor de la mesa larga, alzando de vez en cuando y por turno la botella de vino y tomando un trago del pico; "ve" cómo el líquido oscuro, lleno de reflejos morados, dis­minuye en el interior de la botella de vidrio verde, y cómo la botella pasa de una mano a la otra y después queda inmó­vil sobre la mesa; la "ve" temblar ligeramente cuando algu­no de los muchachos, el hijo de Rogelio, a cuyos lados los hijos de Agustín se mueven y se ríen de un modo borroso, deja caer una carta golpeando primero la mesa con los nu­dillos y soltando la carta después; "oye" el golpe de los nudi­llos sobre la mesa, y los gritos y las risas que lo acompañan. Después es el Segundo, el menor de los dos varones mayo­res de Agustín, el que comienza a moverse y a juntar las cartas y a mezclarlas, y los otros dos los que se vuelven bo­rrosos, como si cambiasen alternativamente de lugar pasando a ocupar uno por vez un núcleo más iluminado, más brillante (el hueco entre la fronda de los paraísos y la luz cir­cular proyectada sobre el suelo cerca de la puerta del ran­cho) y alternándose, no sólo las personas, sino también las cosas: la botella de vino, las barajas, un cigarrillo a medio consumir apoyado sobre el borde de la mesa, humeando; y como si ese núcleo, ese círculo, fuese móvil y errabundease iluminado y dando nitidez a detalles mínimos del conjun­to. Pero ahora le parece oír de verdad las voces y las risas mezcladas a los crujidos secos y a los roces del sombrero de paja que suenan y se esfuman de golpe contra su oído. Unos pájaros vuelan y aletean y comienzan a chillar, en la altura, entre los árboles. También eso se oye con claridad. Abre los ojos y ve los diminutos filamentos de luz que se cuelan a tra­vés de las hendijas del tejido de paja del sombrero. Son unas rayas delgadas de luz que acaban con un destello en cada ex­tremo. Cierra los ojos, respirando con un ritmo lento, pre­ciso, acompasado."

Juan José Saer
El limonero real

   
        Cada uno crea
de las astillas que recibe
   la lengua a su manera
con las reglas de su pasión
—y de eso, ni Emanuel Kant estaba exento.

Juan José Saer



"El calor es sin duda la causa principal de su frugalidad, pero una especie de estoicismo que podría considerarse como deportivo, producto no de una regla que aplica a su vida entera, sino del capricho del día, le da a esa estrategia física una vaga coloración moral. De modo que se siente bien durante unos segundos, contento, leve, sano y, a pesar de no andar lejos ya de los cincuenta, cree poseer un porvenir -inmediato y lejano? claro, recto y vivaz, igual que una alfombra roja extendida desde la punta de sus pies hacia el infinito. Casi de inmediato, el rigor del verano, el tumulto de la calle, los gases negruzcos que despiden los coches y que envenenan el aire lo retrotraen a un poco más de realidad, a ese término medio del ánimo que equidista de la angustia y de la euforia y que los que creen conocerlo más o menos bien, y él mismo aun cuando por distracción se deja convencer por ellos, llaman con certidumbre injustificada su temperamento."

Juan José Saer
Las nubes


“El mundo es difícil de percibir. La percepción es difícil de comunicar. Lo subjetivo es inverificable. La descripción es imposible. Experiencia y memoria son inseparables. Escribir es sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y memoria para armar una imagen determinada, del mismo modo que con pedacitos de hilos de diferentes colores, combinados con paciencia, se puede bordar un dibujo sobre una tela blanca.”

Juan José Saer




"El tumulto de los altavoces de la terminal anunciando la llegada y la partida de los ómnibus, y propalando avisos comerciales y música popular, mezclado al murmullo humano, llenó los oídos de Rey y absorbió durante un instante su atención. Por un momento no oyó otra cosa, mientras se dirigía con lentos pasos hacia la calle principal, llena de gente, dejando atrás la ancha vereda del edificio de Correos, hecha de grandes lajas irregulares de una piedra lisa y blanca sobre la que la luz de la mañana de marzo reverberaba. Rey se detuvo sobre el cordón de la vereda antes de cruzar, aguardando el paso de un lento convoy de automóviles, ómnibus y camiones, y contempló los grandes y viejos árboles de la plazoleta, en la vereda de enfrente, en una de cuyas esquinas un charlatán callejero peroraba salmódicamente para un grupo sonriente de curiosos. Cuando el último de los vehículos pasó junto a él alejándose hacia el norte de la ciudad, Rey cruzó la calle con la cabeza elevada, mirando el turbio cielo de un azul puro, detrás y encima de los árboles.
Dejó atrás la plazoleta cruzándola en diagonal hacia la esquina del hotel, y pasó junto al grupo de curiosos reunidos alrededor del charlatán, un tipo vestido con ropas chillonas y un viejo pajizo fuera de temporada que rugía con voz ronca una interminable letanía. Al llegar a la esquina de la plazoleta Rey miró su reloj pulsera: eran las once y veinticinco. Cruzó la calle penetrando en el frío hall del Palace. Era un recinto pequeño y oscuro de zócalo de mármol blanco, con una escalera blanca que ascendía a los pisos superiores formando una espiral en cuyo centro la jaula del ascensor comenzaba a elevarse en el momento en que Rey entró. Una puerta doble encortinada de voile conducía al comedor, todavía desierto. El portero de uniforme gris, que llevaba puesta una gorra militar, hizo una pequeña reverencia cuando Rey pasó a su lado. El mostrador del conserje se hallaba a un costado de la entrada; en el otro extremo del pequeño recinto había unos sillones de cuero, uno de los cuales se hallaba ocupado por una mujer de edad, llena de pulseras, que hojeaba un ejemplar de Vea y Lea.
El conserje se hallaba haciendo unas cuidadosas anotaciones en el registro. Alzó la cabeza sonriendo hacia Rey; era un hombre bajo y calvo, de modos muy afectados, y estaba vestido con un ajado traje azul de tela ordinaria. Rey lo miró, entrecerrando un ojo."

Juan José Saer
La vuelta completa





"Junto a él, sobre la paja, había una palangana con agua y una gruesa manta militar. El viejo prodigaba infinitos cuidados a la yegua, que soportaba el parto con una especie de dolor abstraído, como de una portentosa santidad.
Los siete contemplaban la escena. Los hombres graves, solemnes, con los brazos delicadamente pegados al cuerpo, en una posición como de homenaje, permanecían inmóviles sostenidos en una ligera inclinación hacia el hombre y la yegua, intimidados y como perplejos ante esa suerte de familiaridad heroica en que el hombre y la bestia desenvolvían su trato.
Las mujeres, capaces de una mayor adecuación a las situaciones de la vida y la muerte, pero incapaces de asumirlas fuera de sus propias individualidades, habían adoptado una actitud más transitoria y activa que la de los hombres, ya que mientras el rostro de Victoria se había estirado empalideciendo y afilando demasiado la línea de su nariz, los ojos de la Chola contemplaban aquello con una mezcla de repugnancia despectiva.
Solamente Ana no tuvo el valor de mirar. Con su fina mano apoyada suavemente entre los senos, desvió la cabeza hacia los destellos inmóviles del cielo azul nítidamente estampado detrás de las lustrosas varas del árbol desnudo, y con una expresión de delicado sufrimiento permaneció inmóvil, con la garganta estrangulada por algo que ella imaginaba y sentía como una blancuzca placa orgánica y húmeda. Sin mirar, percibía por un ligero instinto de adivinación o una indirecta forma de conocimiento, así como sabemos sin mirar ni oír que algo se desplaza detrás nuestro, los concentrados movimientos amorosos del viejo y las débiles sacudidas de la bestia. Paso a paso siguió los detalles de la situación imaginando a un oscuro organismo húmedo, viscoso, que, formando un suave y débil pseudópodo intentaba lograr contacto con otro organismo similar, que se estiraba también lenta y pesadamente.
Paso a paso. Pero la mano suavemente depositada sobre el pecho fue modificando su posición y su actitud de la misma manera, paulatinamente, ya que primero aferró con la punta de los dedos una arruga del pullover rosa y cuando ya la sustancia de la cual asirse y en la cual descargar el dolor fue insuficiente para la magnitud del dolor mismo, la mano fue trepando, blanca, carnal y sufriente por el pecho y se detuvo en el blanco, carnal y sufriente cuello angustiado. Pero el dolor era demasiado como para que el simple roce, el mero tacto, lo comunicaran a la carne, siempre decidida a soportar más de lo que se ha dispuesto infligirle, así que los dedos se engarfiaron en la suave piel del cuello, y la simple conmoción de la piedad y del amor sólo fue total cuando la sangre participó de ella, cuando la sangre la dignificó asignándole eternidad y grandeza.
El viento golpeó otra vez la ventana y se detuvo. El intervalo se extendió, se extendió hasta esa combada medida en que sólo puede desenvolverse el silencio. Por un instante no se percibió movimiento y el color, el amarillo rojizo de la paja y el azul acero del cielo detrás de las lustrosas varas del árbol sin fronda, destelló por última vez, permaneciendo la luz desde entonces viva pero invariable, en un resplandor final sin cambio y sin tiempo."

Juan José Saer
En la zona 


"La crepitación de la leña, el olor de la carne que se asa en la templanza benévola de los patios, del campo, de las terrazas, no desencadenan por cierto ningún efluvio metafísico predestinado a esa tierra, pero si en cambio, repitiendo en un orden casi invariante una serie de sensaciones familiares, acuerdan esa impresión de permanencia y de continuidad sin la cual ninguna vida es posible. Al anochecer, se encienden los primeros fuegos. Un olor a leña, y después de carne asada es lo que sobresale cuando empieza a oscurecer en el campo, en las orillas del río, en los pueblos y en las ciudades. Repartido en muchos hogares, no siempre equitativos, el fuego único de Heráclito arde plácido o turbulento, iluminando y entibiando ese lugar, que, ni más ni menos prestigioso que cualquier otro, es, sin embargo, único también, a causa de unos azares llamados historia, geografía y civilización; el fuego arcaico y sin fin acompañado de voces humanas que resuenan a su alrededor y que van transformándose poco a poco en susurros hasta que por último, ya bien entrada la noche, inaudibles, se desvanecen."

Juan José Saer
El río sin orillas


"Las criaturas oscuras que observo todos los días desde mi oficina dan la impresión de haber reglamentado al milímetro no únicamente su funcionamiento biológico, sino también su vida imaginaria. Parecen atrapadas en el círculo vicioso de sus costumbres, de sus creencias irrazonables, de sus fantasías."

Juan José Saer
Gens nigra


"Los paseos, en realidad, tienen un sentido puramente biológico. Como éste es un siglo en el que se han inventado las superestructuras, en libros autorizados debe decirse que su finalidad es sociológica. Por supuesto que se efectúan (los paseos) irracionalmente, en cuanto para efectuarlos se utiliza un pretexto de segundo orden. Existen los sitios convencionales, de la misma manera que horas y días convencionales. Un sitio convencional es la calle San Martín, una hora convencional las siete de la tarde, un día convencional el domingo. Asisten hombres y mujeres, el método (no la finalidad, porque si lo fuera pasaría al terreno de lo decadente) es el exhibicionismo, el medio es la excitación, el fin último la procreación.
Las hembras se higienizan y van al cine o al teatro (que son también lugares convencionales, pero que a su vez complementan otros sistemas) donde tiene lugar un curioso fenómeno: besos, amores idealizados, fetichismo de diversos órdenes, homosexualidad sugerida inconscientemente (que hace las veces de excitante) preparan a las hembras y a los machos para penetrar en un estado psíquico particular; la excitación, consiente o inconsciente, da a las personas un aire nuevo, renovado, que promueve a su vez excitación en la parte contraria. A la salida del cine o el teatro, van al sitio convencional y se pasean. El color de los vestidos de las hembras (nótese que en verano se usan tonos más chillones y fuertes, y el verano es un época de mayor celo general), de los carteles luminosos, el ruido, los destellos de las luces y las vidrieras y el reflejo de los zócalos de granito constituido, promueven una sensibilidad desordenada, vehemente y caótica, similar a la del acto sexual."

Juan José Saer
Papeles de trabajo I


"Los pensamientos le vienen inesperados y rápidos, igual que fogonazos diminutos, repetitivos, obstinados. Recuerdos que se empecinan en volver, imágenes fragmentarias y casi olvidadas que empiezan a cobrar un sentido nuevo, imprevisto, y desde luego irrefutable, se precipitan al mismo tiempo en su interior, y Bianco, infructuoso, trata de poner orden en ellos, de aplastar la humillación y el furor con paladas débiles e irrisorias de llamados al orden y a la calma, convencido como está ahora de que Gina, desde que han empezado sus ejercicios de comunicación telepática, le miente con deliberación, con saña incluso, con el fin de confundirlo, de perderlo, de debilitar sus poderes. Y la convicción es para Bianco mucho más humillante en la medida en que ha contado justamente con esos poderes para seducirla, fascinarla, hacerse aceptar y admirar por ella y dominarla. Antes del casamiento, cuando se quedaban solos, Bianco le hablaba de sus poderes y Gina parecía escucharlo con interés, con pasión algunas veces, y le había dicho que le gustaría probar sus propios poderes —Bianco pasea la mirada por la calle desierta, los baldíos soleados, los jardines en los que la primavera ha hecho florecer las santarritas, las dalias, los conejitos y las calas, las veredas irregulares, de tierra o de ladrillo, aparte de la suya, de mosaicos grises, los yuyos que crecen no únicamente en los baldíos sino también en las cunetas, en los bordes de las veredas, en las cornisas de las casas, «Por mucho tiempo, todo esto será campo todavía, ellos las llaman ciudades, pero son campo todavía», piensa distrayéndose un momento de su humillación, con uno de sus automatismos pragmáticos que lo asaltan en medio de sus emociones más violentas o de sus reflexiones más abstractas, y, parándose de golpe, entra nuevamente en la casa. Cuando deja atrás el zaguán y desemboca en el patio, su mirada va hacia la puerta del dormitorio, entreabierta, mostrando una franja vertical de penumbra, y empieza a dirigirse hacia ella, pero a mitad de camino cambia de idea y gira en dirección al patio trasero. A diferencia del primero, no está embaldosado sino dividido en varios sectores, jardín, huerto, gallinero, y en el fondo un establo y un corral para los caballos. Al verlo aparecer, tres o cuatro caballos que mastican, abstraídos, alzan la cabeza, le echan una mirada indiferente, y la vuelven a bajar.
Agitándose un poco, sin saber por qué, Bianco les devuelve una mirada de odio e, incapaz de soportar su presencia, se da vuelta y regresa al primer patio. Por la puerta entreabierta, la franja de penumbra que viene del dormitorio le hace señales silenciosas, insistentes, y le parece percibir una atmósfera extraña, de peligro inminente, que emana del interior."

Juan José Saer
La ocasión


"Podría suponerse que lo dice complacido, pero hay más alivio que placer en su expresión. Como parece esperar grandes cosas de mi persona, el hecho de haber sido reconocido sin verse en la obligación de dar demasiados detalles sobre sí mismo debe simplificar su estrategia y facilitar las maniobras de aproximación. Es evidente que quiere pedirme algo, y la prueba de que no va a obtener nada es que se le haya ocurrido pedírmelo precisamente a mí que hasta hace un par de meses nomás estaba hundido hasta los tobillos en el agua negra del fondo, y que todavía hoy llevo las manchas de barro reseco en las botamangas del pantalón. A menos, y los ojitos afligidos parecen confirmarlo, que el agua negra se lo esté tragando también a él, y a causa de haber visto en mi cara los rastros del hundimiento reciente –las manchas resecas de las botamangas–, haya decidido sacar partido de mi experiencia. La cosa es que nos quedamos inmóviles en la vereda desierta, en el anochecer de invierno, bajo los letreros luminosos de todos colores, mirándonos, ya sin total desconfianza de mi parte quizás –tendría que pensarlo mejor– y que me cuelguen si no empieza a abrirse paso en mí la sensación abominable de que esa cara un poco blanda que incita a la crueldad, aunque no nos parezcamos en nada, es en cierto sentido la mía que se refleja en un espejo.
[...]
Y la conversación se despliega, si podemos llamar a esto –su insistencia poco disimulada y ansiosa, la altanería paródica de que me valgo para ocultar mi indecisión– una conversación. Según Alfonso, tiene ganas de conocerme desde hace mucho y, cinco o seis años atrás, por el setenta y cuatro más o menos, cuando extendió la distribuidora al norte de la provincia y a Entre Ríos, pensó en proponerme la dirección de la nueva zona, con un porcentaje sobre las ventas, prebenda justificada, según él, por mi prestigio intelectual, del que debían emanar beneficios comerciales indiscutibles. Un nombre, dice, por caro que se lo pague, siempre reditúa. Pero las cosas se emputecieron –es la palabra que emplea–: en el setenta y cinco se descubrió que uno de los vendedores utilizaba la distribuidora como pantalla para hacer circular propaganda de una organización clandestina –Alfonso baja la voz y mira para todos lados cuando me hace estas confidencias– y en el setenta y seis el ejército secuestró a una pareja de vendedores, marido y mujer, que no tenían nada que ver con nada y que nunca más volvieron a aparecer. A él mismo lo detuvieron una semana en un regimiento, hasta que un pariente militar obtuvo que lo dejaran en libertad."

Juan José Saer
Lo imborrable