A un arcángel sombrío

Algún día
el sigiloso administrador de la divinidad,
aquel doncel extraño,
descenderá, para llevarme allí
donde su espada da luz a los elegidos
y la radiante oscuridad de sus ojos
satisface la integridad del hombre,
así como la fruta madura
sirve al inextinguible apetito de la muerte.

Removerá con su oscuro aleteo
el aire corrompido de la tierra
dejando que sus candorosos pies
levanten la polvareda de los caminos
y un viento invernal
hiele el corazón de las criaturas
y haga caer como frías muecas de consumación
los viejos ramajes de los árboles.

Dejará que los que le temen
oculten su vergüenza en la penumbra
y acallando sus pechos
musiten las plegarias que destinan
al huracán que arranca las cosechas
o a la pálida peste
que devora a sus hijos.

La vida que despierta,
el inclemente pasmo de su felicidad,
borrará pronto las huellas
de tanto horror,
y una radiante luz estacionada,
un nimbo clarividente y majestuoso
delatará a los hombres
que allí vive el elegido de su corazón,
y nadie osará desplegar los labios
ni cruzar con la irrespetuosa cabeza cubierta
por aquel vergel intransitable y quieto
donde se celebran las nupcias perennes del amor.

El murmullo de la vida
discurre bajo los apagados mármoles eternos,
y las flores que crecen
en los cercos de aquel confín
ostentan un no sé qué de repleto y magnífico,
y el balanceo de sus tallos
adquiere allí toda la gentileza de lo irremediable.

¡Venturoso el corazón que alberga
tu terrible placidez!
Aquellos sobre los que has descendido libremente
-como en nuestra melancólica tierra
solemos encontramos,
cual insospechado vestigio de tu existencia,
las encantadoras criaturas
sobre las cuales posamos nuestros ojos
con angustia mortal-
tendrán al fin aprisionado
en el frágil reducto de su cuerpo
tu luz enternecedora,
el filo de tu espada que da vida,
yen torno a sus mudas frentes de placer
el aleteo negro de tu fruición
estará moviendo aquellas lacias cabelleras deseadas.

Así reinas,
divino ser del universo,
sobre aquellos que te amaron ciegamente
a través de las apariencias.

La primera tentación de la serpiente

En el tiempo en que el hombre estuvo solo,
en la paradisíaca complacencia
de lo creado, errante por los bosques
de las primeras sombras tentadoras

al descanso, cuando el sol y la luna
parecían venir y suspenderse
para mirar atónitos la gracia
originaria, el don de la sonrisa

en este solitario favorito
de la divinidad, un gran trastorno
turbó sus naturales inocencias
porque la sierpe atenta le espiaba

sus paseos dichosos. No le tuvo
que hacer llegar al claro son del agua
para rendirlo allí a aquel sobresalto
de su desnudo cuerpo. El hombre mismo

lo iba presintiendo lentamente
en un extraño triunfo deleitoso
subiéndole a los labios el aroma
de una oscura arrogancia. El se veía

contemplado en los ojos infinitos
de Dios, con tales muestras de ternura
surcadas por las ondas amorosas
de la benevolencia, que en su hondo

corazón, recién hecho para el juego
demoníaco, oyó que unos murmullos
iniciaban los pálidos temblores
de la inquieta soberbia. Los prodigios

le rodeaban, valles y montañas,
los mugidos pasmosos, los olores,
la virtud transparente de los aires,
el agua que deslumbra y los astros

musicales; a todo prefería
Dios al mirarlo el soplo de su cuerpo,
ese cuerpo que el hombre adivinaba
tan leve y soberano entre las cosas.

Tocaba su nacida primavera,
el puro despertar de los sentidos,
la latente llamada de su pecho,
la fresca frente en medio de las crines

o plumas negras suaves a sus manos.
Y cayó enamorado de sí mismo,
en una gran torpeza venturosa
medio triste y contento en ese instinto

precursor de su raza. Iba solo
por las recientes sombras de la tierra,
para escuchar el crespo torbellino
de su sangre; la sierpe proyectaba

su doble imagen, y la idolatría
adolescente puso sus cimientos
en esa soledad reveladora
de la belleza. Dios quiso salvarle

de esa gran tentación, y entre las hojas
de un arbusto florido abrió la vida
de la mujer, que apenas despertada
vio al hombre ante sus ojos indefensos

y lo halló ya tan lleno del misterio
de existir que, inclinada libremente,
sintió hacia él su dulce dependencia.
La pupila de Dios volvió al reposo

de sus mejores días tras el goce
del sueño realizado, mas no pudo
borrar de algunos hijos de los hombres
aquella inclinación estremecida

que sellaba una herencia, y en los brazos
de estos ensimismados pecadores
mécese la ilusión de aquel amante
igual a nuestro rostro en el espejo.

Juan Gil-Albert



“Del ayer vengo, al mañana voy, pero el hoy es ese momento inverosímil, por lo real e inapresable, en que yo escribo, canto o muero.”

Juan Gil-Albert
Los días están contados, 1974
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 10



El artista

Sobre montones de cadáveres,
sobre espesuras de gritos que han quedado
hemos bruñido un torso resplandeciente
o espabilado la gracia lunar,
sobre las sombras de los seres resentidos y acres.

Sobre figuras que acapara el polvo,
sobre el humano río que se queja,
sobre la torva espalda del trabajo
la indiferencia de los pájaros que cantan
y la huida cobarde.

Así, porque los guantes ocultan un corazón helado,
porque las bellas palabras son fermentos reverdecidos,
porque la soledad es nuestro nido de gusanos,
se nos llama tulipán o rosa
sobre piras inmensas de hambre.

Juan Gil-Albert


El lujo

«¿Dónde estás, dónde, en qué país extraño
has ido a hundir el rostro venerable
en el agua que aniña y que refresca
los insignes harapos? ¿A qué tierra
 
ignorada del hombre te volviste,
llorando los caudales misteriosos
de una gran deserción, de una congoja
de algo viejo y pesado que se hunde?
 
¿Por qué caminos fuiste abandonando
el gran oro del sol, cuando mirabas
temblar la tierra, llena del reflejo
de tus antiguos ojos de esmeralda?»
 
Pocos recuerdan ya tus esplendores,
algún anciano amable, alguna dama
que acaba de expirar te sonreía
en su dichoso espejo. Y eso es todo.
 
Tus huellas más recientes se han perdido
entre la ciudadana indiferencia
de este gran malestar, y algún objeto
sale a veces cual lívido fantasma
 
hasta el ceño y encono de unos ojos
endurecidos. Polvo y terciopelo
son hoy tristes hermanos que se aman.
Mas nosotros seguimos el camino.
 
Y sin embargo yo te recordaba,
porque de niño pude vislumbrarte
cuando, tus equipajes preparados,
brilló una extraña cola tras la puerta
 
del dorado salón. Yo nunca supe
si eras hombre o mujer, porque fue un goce
tan cálido aquel soplo amarillento
que tenía delante, que confieso
 
me perdió, cual trastorno, una molicie
fría y severa en torno a unos modales
cuyo recuerdo guardo como un santo
la verdad revelada. Ví un sombrero
 
tan hermoso, posado en la cabeza
de un ser extraordinario, con sus plumas
de bengala caídas con un dejo
de tal inolvidable negligencia,
 
que me rendí a la sombra de su influjo
ceremonioso. En una mesa antigua
vi unos guantes en tono de canela
escarchados de perlas diminutas.
 
Ajetreadas gentes se movían
sobre un musgo de púrpura, y abajo
de los anchos balcones esperaban
los landeaux, entre un humo delicioso
 
de caballos que piafan impacientes
con sus sombrías riendas perfumadas,
y el primitivo fuego en las antorchas
de los ujieres, pálidos de muerte.
 
La voz timbrada de una dulce amiga
me dijo adiós, y al ir con reverencia
a besarle la mano en que oprimía
un haz de violetas como el cetro
 
de una divinidad, vi tras los velos
espesos que cubrían su semblante
como un tigre que enfunda su fiereza
con felina elegancia. Nunca supe
 
si era hombre o mujer. Salieron todos
con un frou—frou radiante de festines
y bailes, algo lúgubres en cambio.
Oí que los cocheros repetían:
 
«¡Hacia San Petersburgo!» En poco tiempo
todo había pasado. Y estas luces,
que alumbran como estrellas en el cielo
el tétrico paisaje de la Historia
 
se irán helando en siglos y distancias,
en silencioso polvo diamantino,
cual una nebulosa diadema
inalcanzable al ansia del arqueólogo.

Juan Gil-Albert



“Es atributivo del cine lograr convertir lo privado en público, lo selecto en mayoritario, lo silencioso en vociferante.”

Juan Gil-Albert
Los días están contados, 1974
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 17



Himno a la vida

Cuando eras una joven indefensa
con aquel cuello frágil levantando
la lozana cabeza en que esplendía
el amplio sol su dulce arrobamiento,
y cual pájaro o flor que nada teme
abre al espacio el curso de sus alas
o sus pétalos tiñe ardientemente
con el claro rubor de su existencia,
entonces te canté como si hermana
fueras de mi ilusión, y en tu regazo
fraternal vuelo alzaba contemplando
esa faz adorable. Era aquel tiempo
en que tus ojos garzos me miraban,
del color de los bosques, y surgías
toda tú cual un árbol silencioso
llevándome contigo lentamente
hacia la esbelta copa en que soñaban
las misteriosas aves matutinas.
Allí la transparencia deseada
de miles de deseos tentadores
brillaba como engaño delicioso,
y una invisible mano removía
mis cabellos cual eco prematuro
de los desordenados sentimientos
que el amor transportaba entre sus brazos.
¡Ah, lenta violencia de mi vida,
trastornadora gracia del abismo,
ese negro principio originario
que trepa con tu verde savia alada
el confín sin medidas! ¡Dónde fueron
los que como racimos se mecían
en nacarado aire, tallas ubres
de una vitalidad encantadora,
entre las hojas mágicas de fuego
de aquel festín? ¿En dónde han escondido
sus verdes oleadas de cenizas
esas fragantes rosas tentadoras,
como senos de virgen que se han ido,
dejando sobre el tallo que las tuvo
sólo una sombra gris y porfiada?
Tu color se ha mudado, criatura,
el encendido rostro del que vive
esa ascensión incólume y hermosa
pasa de aquel fulgor del oro vivo
a este gris terrenal que esparce ahora
sobre tu sien la angustia de unas alas.
Postreras alas, cumbres que nos llevan
hacia dentro en un vuelo inesperado,
por extrañas regiones invisibles,
más allá de los lindes de la tierra,
aquí en el fondo mismo del abismo
donde mi vida vive su existencia.
Vuelve hacia mí tus lágrimas sombrías,
fraternal resonancia de ancho seno,
antigua jovencilla ilusionada
cuyos largos cabellos aún evocan
aquella brisa errante. Ahora el hermano
tiende a tus pies las viñas de amargura
y en derredor los campos que florecen
leves lirios oscuros se preparan
a vernos enlazados como amantes
cruzar las blancas crestas de la tierra
por donde están las uvas que no apagan
el eterno sabor incandescente
de su fértil amargo. Allí te esperan
más que tus rosas, ¡oh hija de la carne!,
calladas violetas vespertinas
sobre las cuales vamos densamente
uno hacia el otro, amándonos confusos,
en el cálido soplo que nos lleva.

Juan Gil-Albert



La melancolía

En los postreros días del invierno
las claras lluvias alzan del abismo
un velo luminoso. Despejados espacios
flotan sobre las aguas invernales,
y un recóndito prado verdeante
surge ligero. Entonces una sombra
graciosamente andando reaparece
hacia el claro horizonte derramada,
y tras su espalda se abren los rumores
de una ofrenda gentil. En sus tobillos
sopla la brisa el surco de su velo,
y cual aparición queda en las almas
de arrobamiento. Apenas alejada,
sombra o verdad que cruza melodiosa,
sentimos nuestros pies paralizados
por su espectro ligero, y en las plantas
de nuestra mansedumbre ya verdea
el pálido confín, y los arroyos
se vierten como música en la tierra.
Sagrada luz resbala en nuestros hombros
cual un tibio vestido y contemplamos,
como hijos del sol, la nube henchida
vagar y en la ceñosa peña abrirse
la llama de la rosa. Es, nos han dicho,
la dulce Primavera; id a los bosques
donde al pasar la oscura tentadora
ha quedado un temblor insatisfecho
entre las misteriosas aves frías
que pueblan esas bóvedas silvestres.
Joven es el amigo que acompaña
nuestro pasmado anhelo con su casto
corazón encendido; ya no sabe
si es amor o amistad la que enamoran
sus delicados ojos, y se turba
ante la hermosa vida revelada.
¡Cuán breve es la embriaguez para los hombres!
Hoy, cuando he visto a aquella que ensimisma
los terrenales campos y los llena
de un fulgor amoroso, fui delante
de la visión que antaño sedujera
mi mortal alegría y la vi extraña,
Con sus negros cabellos recogidos
por triste diadema, cual la sombra
de los que como el oro recordaba
brillar entre sus velos. Sus ropajes
cuelgan ensombrecidos con un gesto
de cansada arrogancia. No muy lejos
se oyó cantar la tórtola dolida
en íntimos coloquios, y la dama
miraba con intensa servidumbre
las frescas violetas germinando
entre las verdes hojas de la noche.
Al acercarme vi su frente blanca
de extenuación y dije: ¿Tú quién eres?
Soy la Melancolía.

Juan Gil-Albert



"La soledad es nuestro nido de gusanos."

Juan Gil-Albert



Los mitos

¿Queréis que entre el arrullo de mis brazos
tiemble el dormido corazón de Helena
como entre sus asiáticas murallas
y el vulnerable hijo de Peleo
otra vez en su lecho halle al amigo
por el que rugió hermoso? ¡Ay, quién pudiera
con su soplo alentar tales prodigios
y devolver la vida con su canto
a quienes se mostraron por la tierra
con tal deseo espléndido! Una aurora
puedo mecer en vuestros corazones
despertando la rosa en las mejillas
de aquellos hechos, dando a sus miradas
glaucos ojos y finas como liebres
piernas aventureras que recorran
con pasmo el verde mundo y, al regreso
de sus trabajos, bellos cual conquistas
de extraños soles, darles el acanto
como fresco cojín de sus placeres.

¿Mas debe el hombre transmitir el culto
de sus demencias? ¿Debe en sus delirios
arrancar de la nada los secretos
del caudaloso manantial antiguo
sobre el cual las voraces primaveras
desfilaron cual mármoles de sueño
su gentil pubertad? Aquellos seres,
aquellas enigmáticas hazañas,
aquel juego de dioses sometidos
a la gran seducción de nuestra muerte
y al efímero arder de nuestra carne,
sombras deslumbradoras eran antes
de sonar la verdad, pero unas voces
siguen viviendo ocultas en las blancas
médulas de los árboles, devueltas
a la naturaleza en que nacieron.

Y expiarán allí su eterno encanto,
transmitiendo al silencio sus gemidos
profundos, como de élitros que suenan,
ese informe clamor que a quien lo escucha
convierte en criatura inconsolable.

Juan Gil-Albert


“Mucho de lo que vemos nos es tan conocido que se cae de viejo; más flamante hoy, por fuera, más empedernido por dentro; pero es lo mismo: rutina, tozudez, erotismo, delirio de grandeza y su consecuente lacayo: la cursilería.”

Juan Gil-Albert
Los días están contados, 1974
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 25



“Pero como el español no puede vivir sin creer –sus mismas virtudes vitales se lo impiden-, se fanatiza; dice entonces, y con qué ahínco, con qué desgarro, que cree en lo que no cree.”

Juan Gil-Albert
Los días están contados, 1974
Tomada del libro GuiaBurros Las mejores citas (Las Mejores Citas De Pensadores Españoles) de Delfín Carbonell, página 37



“Tenemos pues una vida y esa vida nos pertenece; es, en verdad, nuestro único patrimonio.”

Juan Gil-Albert
Los días están contados, 1974