"Conduce junto al cauce pequeño, el incremento de terribles vapores asoma por los recodos del río. Hay un cochecito de niño roto en la maleza, un tambor de gasolina cuya lengua está seca por el óxido y el cadáver de una nevera en las zarzas. Un perro esmirriado y lleno de cicatrices olfatea el coche y hace que unos niños se hacinen contra la ventanilla. Él se muestra indiferente al ajustar las esclusas con su codo. Un niño es lo suficientemente ágil como para saltar sobre el capó sin apenas ruido, agarrar el limpiaparabrisas y arrancarlo hacia afuera. Los niños patinan alegremente sobre las plantas de sus pies descalzos. Las adolescentes corren con sus bajos shorts. Una de ellas ríe, pero luego se detiene, inmóvil y en silencio. El niño se desliza fuera de la campana y los patinadores sueltan el parachoques y de repente el río estaba, inesperado, frente a él. Gira el coche marrón rápidamente, sujetando el volante con firmeza. Las hierbas altas se incrustan bajo las ruedas. El coche se desvía de nuevo hacia la carretera y los niños corren al lado, alborotados. En la otra orilla, dos viejas se levantan de donde están lavando sábanas con lejía. Mueven la cabeza con una media sonrisa y continúan limpiando. Él se dirige alrededor de otra curva cerrada hacia una línea ciega de árboles, más allá de los restos de una caja de lechuga destrozada en la hierba, y allí, a través de un puente destartalado, se halla el asentamiento gitano gris, abandonado en una isla en medio del río, como si el agua misma hubiera cambiado de opinión y fluyera a cada lado. Casas precarias. Chozas sin ventanas. Tuberías y madera podridas. Pañuelos finos de humo se elevan desde las chimeneas. Cada techo está salpicado de una antena parabólica y remendada con trozos de hierro corrugado. A lo lejos, en la distancia de unas solapas individuales de Blue Coat, se aprecian las tediosas ramas de un árbol. Dirige el coche por la hierba larga, parándose y tirando del freno de mano. Finge que está buscando algo en la guantera, aunque no hay nada allí, para darse un pequeño respiro. Los niños se asoman a las ventanas. Se abre la puerta del coche y lo único que se oye es una docena de radios a todo volumen. Canciones eslovacas y checas."

Colum McCann
Zoli



"El Vimy Vickers. Un bombardero modificado. Madera, ropa de cama y alambre. Jack Alcock es ancho y pesado, pero todavía piensa ágilmente. Él le da una palmada cada vez que se sube a bordo y se desliza en la cabina junto a Teddy Brown. Un suave movimiento de su cuerpo. Mano en el acelerador, los pies sobre la barra del timón, ya puede sentirse en el aire. Lo que más aprecia es alzarse sobre las nubes y luego volar, al abrigo de la luz solar. Puede asomarse por el borde y ver el juego de sombras sobre la blancura de abajo, expandiéndose y contrayéndose en la superficie de las nubes. Brown, el navegador, es más reservado - se avergüenza de hacer tanto alboroto. Se sienta delante de la cabina, alertando de cualquier indicio que la máquina puede dar. Sabe cómo intuir la forma del viento, pero deposita su fe en lo tangible: las brújulas, los gráficos, el nivel de aire a sus pies. Un fuerte viento arrecia desde el oeste en irregulares ráfagas. La niebla se ha levantado y los informes meteorológicos a largo plazo son buenos. No hay nubes. La velocidad del viento inicial es preocupante, pero posiblemente se calmará en torno a unos veinte nudos. Habrá después una buena luna. Alcock lleva los motores a plena potencia. Los motores tosen y las hélices del Vickers Vimi giran en medio del pequeño vendaval, ligeramente inclinados hacia el viento. El motor ruge. Velocidad y levante."

Colum McCann
Transatlantic



"Lo que más le gustaba era correr por la cuerda floja sin vara de equilibrio, pues en ese momento conseguía la fluidez corporal más pura de la que era capaz. Lo que comprendía, incluso cuando se adiestraba, era que no podía estar arriba y abajo al mismo tiempo. La imposibilidad del intento. Podía sujetarse con las manos o rodeando el cable con los pies, pero eso era un fracaso. No se cansaba de buscar nuevos ejercicios: la vuelta completa, de puntillas, la caída fingida, la voltereta lateral, hacer que un balón de fútbol le rebotara en la cabeza, caminar con los tobillos atados. Pero eran ejercicios, no movimientos que le sirvieran para caminar realmente por la cuerda floja.
Cierta vez, durante una tormenta, recorrió el cable como si fuese una tabla de surf. Aflojó los tensores para que el cable fuese más temerario que nunca. Las ondas que creaba la oscilación tenían un metro de altura y eran brutales, erráticas, iban de un lado a otro y de arriba abajo. El viento y la lluvia le rodeaban. La pértiga de equilibrio tocaba el extremo de la hierba, pero nunca el suelo. Se reía mientras el viento le azotaba la cara.
Sólo más tarde, cuando regresó a la cabaña, pensó que la pértiga había sido un pararrayos. Todo era apropiado para que la electricidad atmosférica fuese a su encuentro: un cable de acero, una vara de equilibrio, un amplio prado.
La cabaña de madera llevaba varios años deshabitada. Una sola habitación, tres ventanas y una puerta. Tuvo que destornillar los postigos para que entrara la luz. El viento húmedo también penetraba. Del techo pendía una cañería oxidada, y cierta vez se olvidó de que estaba allí y chocó con ella. Observaba las acrobacias de las moscas que rebotaban en las telarañas. Se sentía a sus anchas, incluso cuando las ratas arañaban las tablas del suelo. Decidió entrar y salir por la ventana en lugar de hacerlo por la puerta, un viejo hábito cuyo origen desconocía. Se ponía la pértiga sobre el hombro y caminaba por la hierba alta hacia el cable.
A veces, unos alces de las Montañas Rocosas se acercaban al borde del prado para pastar. Levantaban las cabezas, le miraban y desaparecían entre los árboles. El se había preguntado qué veían y cómo lo veían. La oscilación de su cuerpo. La vara sostenida en el aire. Se sintió encantado cuando los alces empezaron a quedarse. Grupos de dos o tres, manteniéndose cerca de los árboles, pero cada día atreviéndose a acercarse un poco más. Se preguntó si irían a restregarse contra los gigantescos palos que había insertado en el suelo o si los morderían y roerían, dejando el cable flojo.
Un invierno regresó sin la intención de entrenarse, sólo para relajarse y revisar sus planes. Se alojó en la cabaña de madera, en lo alto de la colina frente al prado. Extendió los planos y las fotografías de las torres en la mesa rústica, junto a la ventana que daba al vacío."

Colum McCann
Que el vasto mundo siga girando


“Lo único que necesitas saber de la guerra, hijo mío, es esto: no vayas.”

Colum McCann