"Escribí este libro primero sin contar nada mío, y siguiendo el consejo de mis amigos en los primeros capítulos he añadido algunos episodios personales, a pesar del fastidio que me causaba. Después se ha producido un efecto totalmente contrario, conforme avanzaba en el relato, me ha gustado revivir el tiempo de la lucha por la libertad, que fue mi verdadera existencia, y hoy me gusta incorporarlo.
Por eso, contemplo el fondo de mi pensamiento como una serie de cuadros por donde pasan juntas miles de vidas humanas desaparecidas para siempre.
Estamos en el Campo de Marte, las armas en ristre; la noche es hermosa. A las tres de la mañana partimos, pensando en llegar a Versalles. Hablo con el viejo Louis Moreau, contento también de partir. Me ha dado una pequeña carabina Remington en lugar de mi viejo fusil. Por primera vez tengo una buena arma, aunque dicen que poco segura, lo cual no es cierto. Cuento los embustes que le he dicho a mi madre para que no se inquiete. He tomado todas las precauciones: llevo en el bolsillo varias cartas listas para darle noticias tranquilizadoras, les pondré la fecha después; le digo que me necesitan en un hospital de campaña, que iré a Montmartre en la primera ocasión.
¡Pobre mujer! ¡Cuánto la quería! ¡Cuán reconocida le estaba por la completa libertad que me daba para obrar según mi conciencia, y cómo hubiese querido ahorrarle los días tan malos que tuvo con tanta frecuencia!
Los compañeros de Montmartre están ahí, estamos seguros los unos de los otros, seguros también de los que nos mandan.
Ahora todos callamos, es la lucha; hay una subida y yo corro gritando: ¡A Versalles! ¡A Versalles! Razoua me lanza su sable para concentrarnos. Arriba nos estrechamos la mano bajo una lluvia de proyectiles; el cielo está en llamas, pero nadie está herido.
Nos desplegamos como tiradores, en campos llenos de pequeños tocones. Se diría que ya habíamos practicado aquel oficio.
He ahí les Moulineaux. Los gendarmes no resisten como pensábamos. Creemos que vamos a ir más allá pero no, vamos a pasar la noche unos en el fuerte, otros en el convento de los jesuitas. Los que creímos que íbamos a ir más lejos, los de Montmartre y yo, lloramos de rabia; sin embargo, tenemos confianza. Ni Eudes ni Ranvier ni los demás se entretendrían quedándose sin un motivo importante. Nos dicen las razones, pero no escuchamos. En fin, recobramos la esperanza; ahora hay cañones en el fuerte de Issy, será un buen trabajo mantenerse en él. Partimos con extrañas municiones (restos del sitio) piezas de doce para proyectiles de veinticuatro.
Ahora pasan como sombras los que estaban allí en la enorme sala abajo del convento: Eudes, los hermanos May, los hermanos Caria, tres viejos, valientes como héroes, el tío Moreau, el tío Chevalet, el tío Caria, Razoua, federados de Montmartre; un negro tan negro como el azabache, con blancos y puntiagudos dientes como los de las fieras; es muy bueno, muy inteligente y muy bravo; un zuavo pontificio convertido a la Comuna.
Los jesuitas se han marchado, excepto un viejo que dice que no tiene miedo de la Comuna, y que se queda tranquilamente en su celda, y el cocinero que, no sé por qué, me recuerda a fray Jean des Eutomures. Los cuadros que adornan los muros no valen dos reales, aparte de un retrato que representa bien la idea de un personaje, se parece a Mefistófeles. Debe ser algún director de los jesuitas. Hay también una Adoración de los Reyes, uno de los cuales se parece, en feo, a nuestro federado negro, cuadros de cronología sagrada y otras estupideces.
El fuerte es magnífico, una fortaleza espectral, destruido en lo alto por los prusianos, favorecidos por aquella brecha. Paso allí una buena parte del tiempo con los artilleros. Recibimos la visita de Victorine Eudes, una de mis viejas amigas, aunque sea muy joven. Tampoco dispara mal. He aquí las mujeres con su bandera roja agujereada por las balas, saludando a los federados. Establecen un hospital de campaña en el fuerte, desde donde envían los heridos a los de París, mejor acondicionados. Nos dispersamos, con el fin de ser más útiles; yo me voy a la estación de Clamart, atacada todas las noches por la artillería versallesa. Vamos al fuerte de Issy por una estrecha subida entre setos. El camino está todo florido de violetas que aplastan los obuses."

Louise Michel
La comuna de París



"Los cazadores tomaron un último trago de las calabazas de Alejo y de sus compañeros. Todos comieron con un apetito de exploradores de los hielos de unas conservas de no sé qué reses secadas al sol; se levantaron de la hoguera los dos hermanos, guiando la caza sobre la pista donde no se encontraría el oso, pero que aproximaba a los fugitivos al fin de su empresa, esto es, atravesar la Siberia por el lado del estrecho de Bering; y como la parte de la América del Norte no es de Rusia desde la muerte de Alejandro II, al llegar allí serían libres.
El proyecto de los Miralowski era hacer en compañía de Alejo una buena parte de la marcha. La seguridad al principio de un viaje es una buena manera de ponerse en disposición de felices aventuras.
Con la más escrupulosa atención, unas veces Iván, otras Fedor, levantaban las huellas del oso, explicando a los cazadores cosas que les maravillaban. La caza, llevada de un ardor juvenil, iba a paso de carga a través de las estepas. En el momento de descubrir el animal, desaparecía. Quizá era el espejismo, quizá la astucia desplegada por el oso para sustraerse a sus enemigos.
Lo más bonito del caso fue que el oso, como si hubiese querido burlarse de los que le perseguían, volvió gravemente sobre sus pasos y se extendió ante el fuego abandonado, limpiándose las patas con un cuidado muy particular.
Por la mañana, Iván y Fedor, que deploraban sin Cesar la mala suerte de la caza, se pusieron solos en campaña.
Querían a todo trance matar al oso, y a pesar de la oposición de los demás cazadores, se introdujeron por los claros del bosque, donde, decían ellos, el oso daba señales de su presencia. Pero no volvieron más.
El oso sin duda se los había comido. De allí un nuevo y grande ardor de venganza. Alejo juró no entrar en Tobolsk sin la piel del oso, que había por segunda vez devorado dos hombres.
¡Pobre oso! Mejor prefería un panal de miel que la carne humana, y con una gran sangre fría para un personaje perseguido, se fue, bien limpiado, a procurar hacer salir las abejas de las colmenas del bosque.
Mientras Alejo procuraba inflamar con sus discursos el ardor de sus camaradas; llegó un correo que les buscaba desde la noche, siendo posible encontrarles gracias a la particularidad de las soledades del Norte de oír a muchas leguas el sonido de la voz. La de Alejo, alta y fuerte, le había sido útil a través del profundo silencio."

Louise Michel
El mundo nuevo




“Puesto que parece ser que todo corazón que late por la libertad no tiene derecho sino a un poco de plomo, yo reclamo mi parte.”

Louise Michel