"Era casi como si hubiera tomado posesión de ella en todas sus dimensiones. Eso era lo que le daba miedo. Al principio no dudaba de que una parte de ella pudiera permanecer libre de cualquier cosa que hicieran ella y Robert; era la parte que pertenecía a su familia y a su vida en Madison County.
Pero él simplemente se apropió de todo. Francesca debería haberlo sabido en el momento en que él bajó del camión a pedir indicaciones. Entonces le pareció un chamán, y ese juicio original fue correcto.
Hacían el amor durante una hora, a veces más, luego él se apartaba lentamente y la miraba, encendiendo un cigarrillo y otro para ella. O bien simplemente se quedaba tendido a su lado, siempre con una mano moviéndose sobre su cuerpo. Después volvía a penetrarla, susurrando suavemente en su oído mientras la amaba, besándola entre una y otra frase, entre una y otra palabra, rodeándole la cintura con el brazo, atrayéndola hacia él, entrando en ella.
Y ella empezaba a perder la conciencia, a respirar pesadamente, a dejarlo que la llevara adonde él vivía, y vivía en lugares extraños, embrujados, muy atrás en los caminos de la lógica de Darwin.
Con la cara hundida en el cuello de Robert y la piel contra la de él, Francesca olía ríos y humo de leña, oía trenes de vapor que salían de estaciones invernales en noches de un pasado remoto, veía viajeros con vestiduras negras que avanzaban sin cesar por ríos congelados y praderas estivales, marchando hacia el fin de las cosas. El leopardo saltaba sobre ella, una y otra y otra y otra vez, como un largo viento campestre, y deslizándose sobre él ella cabalgaba en ese viento como una virgen en un templo hacia los dulces fuegos obedientes que marcaban la suave curva del olvido.
Y ella murmuraba suavemente, sin aliento:
-Ay, Robert... Robert... me pierdo.
Ella, que desde hacía años no tenía orgasmos, los tenía ahora en largas secuencias con ese ser que era mitad hombre y mitad otra criatura. Francesca se preguntaba cómo él resistía tanto, y Robert le dijo que podía llegar a los orgasmos de la mente lo mismo que a los físicos, y que los orgasmos de la mente tenían un carácter especial.
Francesca no tenía idea de lo que quería decir. Sólo sabía que él le había puesto una atadura de algún tipo y la había apretado tanto alrededor de los dos que ella se habría sofocado a no ser por la liberación de sí misma que sentía.
La noche avanzaba y la gran danza en espiral continuaba. Robert Kincaid descartaba todo sentido de algo lineal y se desplazaba a una parte de sí mismo que sólo tenía que ver con la forma, el sonido y la sombra. Recorría los caminos de los viejos hábitos, encontrando su dirección a la luz de los reflejos del sol, que se dispersaba sobre el pasto del verano y las hojas rojas del otoño.
Y Robert oía las palabras que él mismo le susurraba a Francesca como si otra voz que no era la suya estuviera diciéndolas. Fragmentos de un poema de Rilke: "... alrededor de la antigua torre... giré en círculos durante mil años". La letra para un cántico al sol de los navajos. Le habló en susurros de las visiones que ella le traía... de la arena que volaba, los vientos de color fucsia y los pelícanos marrones que cabalgaban en el lomo de los delfines hacia el norte, por la costa de África.
Sonidos, pequeños sonidos ininteligibles salían de la boca de Francesca cuando se arqueaba hacia él. Pero era un lenguaje que él comprendía a la perfección, y en esa mujer que estaba debajo de él, el vientre contra el suyo, al penetrarla profundamente, terminaba la larga búsqueda de Robert Kincaid.
Ahora, por fin, descubría el significado de todas las pequeñas huellas en todas las playas desiertas por las que había caminado, y el de todas las cargas secretas que llevaban los barcos en que nunca había navegado, y el de todos los rostros velados que había visto pasar por calles sinuosas de ciudades crepusculares. Y, como le sucedería a un gran cazador de la antigüedad que hubiera viajado a enormes distancias y ahora viera el resplandor de las fogatas de su lugar natal, su soledad desapareció. Por fin. Por fin. Venía desde tan lejos... desde tan lejos. Y estaba tendido sobre ella, perfectamente formado e inalterablemente completo en su amor por ella. Por fin."

Robert James Waller
Los puentes de Madison



"Michael no se había hecho cargo de cuánto se le notaba, Jellie tenía razón al creer que deberían alejarse. Aparte de la cuestión de protegerse el uno del otro, la gente empezaría a advertir lo que sentían, incluso por el simple hecho de estar en una misma habitación juntos. Michael había mirado el Chronicle para consultar los anuncios de trabajo en otras facultades, pero con su salario y su rango iba a ser difícil moverse de allí. Además, debido al deterioro de la salud de su madre, tenía la responsabilidad de permanecer en la zona central del país, no demasiado alejado de ella. Aun así, era posible que encontrara en algún lugar algo que se ajustara a sus necesidades y que lo apartara de la ciudad donde vivía Jellie Braden.
Es complicado pensar a dónde hubiera ido a parar todo aquello si no hubiera sido por los patos. Probablemente al mismo sitio, pero por una ruta diferente. Lo que ocurrió fue lo siguiente: a los presidentes de las universidades les encantan los edificios nuevos, igual que a las juntas de Educación. El Bingley Hall estaba bastante bien; era viejo, pero contaba con una pátina de sabiduría y de lucha que había penetrado y desgastado los pasillos y que se percibía en el ambiente. De todos modos, el presidente decidió que una de sus principales universidades necesitaba un edificio nuevo. Los presidentes no legan al mundo conocimientos ni estudiantes agradecidos, ellos dejan atrás ladrillos y argamasa. La cuestión de si esos ladrillos y argamasa son o no realmente necesarios no viene al caso. Lo importante del asunto es sacar dinero y edificios nuevos que lleven los nombres de los principales donantes de la universidad o bien de los miembros de la administración que sirvieron lealmente a la institución, aunque no necesariamente de un modo inteligente. Escuela Arthur J. Wilcox de Economía y Empresa—, casi podían ver las letras en los ojos de roedor del decano mientras se movía rápidamente por el Bingley Hall con un fajo de anteproyectos enrollados, agarrados fuertemente con sus manotas sudorosas, aunque eso en
principio no fuera más que un sueño.
El dinero se podría haber usado para mejorar los salarios del cuerpo docente o en concepto de ayudas financieras a los estudiantes, pero eso nunca aparece en el castillo de naipes. Como le gustaba decir al presidente, en privado por supuesto: «Es mucho más fácil sacar dinero para edificios que para salarios del profesorado.» Pero, a pesar de los difíciles tiempos por los que atravesaba la economía del Estado, la junta lanzó una emisión de bonos y apoquinó 18 millones de dólares para un nuevo edificio. Esto había sucedido el invierno anterior, y en aquel momento se estaban trazando los planos finales de construcción.
En la cafetería Arthur informaba sobre las versiones que se iban desarrollando de los planos, para que todo el mundo se entusiasmara efusivamente con ellos. Michael estaba por allí de pie mirando un nuevo juego puesto al día y advirtió que la ubicación del nuevo edificio se había trasladado unos cincuenta metros del lugar original."

Robert James Waller
Vals lento en Cedar Bend



"Pues hemos llegado a este lugar por diferentes caminos. No tengo la sensación de que nos hayamos conocido antes, de déja Vú. No creo que fueras tú, vestida de azul lavanda, quien estaba a orillas del mar, cuando yo pasaba cabalgando en el año 1206, o a mi lado en las guerras fronterizas, o allá en las Gallatin, hace cien años, tumbada junto a mí en la hierba de un verde plateado, sobre un pueblo de montaña. Lo sé por la naturalidad con la que vistes ropa lujosa y por cómo mueves la boca cuando te diriges al camarero en los buenos restaurantes. Tú provienes de los castillos Y' de las catedrales, de la elegancia y del imperio."

Robert James Waller
Tomado del libro de Brian Weiss, lazos de amor, página 102