"Como lector, sostengo el derecho de creer en el sentido de un relato más allá de los elementos particulares de la narrativa, sin jurar por la existencia de un hada madrina o de un malvado lobo. No es necesario que Cenicienta y Caperucita Roja sean personajes reales para que yo crea en sus verdades."

Alberto Manguel



"Las bibliotecas, ya sea la mía o las que comparto con una mayor cantidad de lectores, siempre me han parecido lugares gratamente disparatados, y hasta donde alcanza mi memoria siempre me ha seducido su lógica laberíntica, la cual sugiere que la razón (si no el arte) gobierna una acumulación cacofónica de libros. Siento el placer de la aventura cuando me pierdo entre estantes atestados de volúmenes con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras o de números me conducirá algún día al destino prometido. Durante largo tiempo los libros han sido instrumentos de las artes adivinatorias. «Una gran biblioteca» —observa Northrop Frye en uno de sus muchos cuadernos de notas—, «posee realmente el don de lenguas y un gran potencial para la comunicación telepática.»
Bajo el influjo de tan agradables ilusiones me he pasado medio siglo coleccionando libros. Ellos, inmensamente generosos, no han exigido nada de mí, sino que me han ofrecido todo tipo de revelaciones. «Mi biblioteca —escribió Petrarca a un amigo— no es inculta aunque pertenezca a un inculto.» Como los de Petrarca, mis libros saben infinitamente más que yo y les agradezco que incluso toleren mi presencia. A veces creo abusar de ese privilegio.
El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. El que entra por primera vez en una habitación hecha de libros no puede saber instintivamente cómo comportarse, qué se espera de él, qué se promete, qué se permite. Puede verse dominado por el horror —a la acumulación o a la magnitud, al silencio, a la admonición burlona de que es mucho lo que ignora, a la vigilancia—, y parte de esa sensación abrumadora puede seguir aferrada a él una vez aprendidos los rituales y las convenciones, una vez cartografiado el territorio, una vez comprobada la actitud amistosa de los nativos.
Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a ser bibliotecario. La inercia y una mal reprimida afición a los viajes decidieron otra cosa. Hoy, sin embargo, cumplidos los cincuenta y seis años («la edad» —como afirma Dostoyevski en El idiota—, «a la cual puede decirse con razón que comienza la verdadera vida»), he vuelto a ese temprano ideal y, aunque no puedo decir que sea propiamente bibliotecario, vivo entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites comienzan a desdibujarse o a coincidir con los de mi casa. "

Alberto Manguel
La biblioteca de noche 




“Los libros cambian con sus lectores. Es que aquello que los lectores eligen no define la fauna literaria, define a sus lectores.”

Alberto Manguel
“Antes del diluvio”, Babelia, 29/12/2007



"Necesito la literatura para comprender al mundo."

Alberto Manguel




"Octubre. Sábado. Paso unos días en Alemania. Aún es verano: las terrazas de los bares siguen abiertas, los geranios todavía florecen por todas partes en las jardineras.
Hoy estoy en Münster. Sentado en un café al aire libre en una calle peatonal adoquinada, leo El signo de los cuatro de Conan Doyle junto a un monumento al holocausto que muestra a una mujer judía de rodillas, limpiando el suelo con un cepillo de dientes. Pido una copa de helado con compota roja (Rote Grütze). La camarera, una alemana del este con delantal blanco bordado, tropieza con una silla y la copa cae sobre los adoquines. Al advertir la mirada de la supervisora, se disculpa aterrada y se arrodilla para limpiar el charco rojo. Entro en la catedral de Münster, bombardeada por los aliados: hallo en su interior una piedra de la catedral de Coventry en Inglaterra, "destruida el 4 de noviembre de 1940" y un letrero: "Perdonaos los unos a los otros como Dios os perdonó en Jesucristo". Descubro en esto una ironía casi malintencionada, y tengo la sensación de que unos y otros alardean.
George Meredith en Amor moderno:
Amanece, pero la mañana no restaura lo que hemos perdido. No veo pecado: el mal está mezclado. En la tragedia de la vida, bien lo sabe Dios, ¡no se necesitan malvados! las pasiones empujan la trama; nos traiciona la falsedad que llevamos dentro.
Más tarde. La semana pasada, en Múnich, en la Literaturhaus, vi una exposición de fotografías de actores en muchas representaciones distintas: el conjunto de caras crea un espectáculo inédito. La ordenación de hechos diferentes produce un diseño nuevo, una historia nueva.
En una novela policíaca se supone que todo el mundo puede ser el asesino. Atravieso el país en tren: los maravillosos bosques alemanes, tan parecidos a los dibujos de mis libros de cuentos de hadas. Luego una idea se intuye: por esos bosques huían prisioneros perseguidos."

Alberto Manguel
Diario de lecturas


"Un libro se convierte en un libro distinto cada vez que lo leemos. El Alicia de la primera infancia fue como un viaje, como La Odisea o Pinocho, y siempre he sentido que soy un mejor Alicia que un Ulises o un muñeco de madera. Luego vino la Alicia adolescente, y entendí perfectamente lo que ella tuvo que soportar cuando la Liebre de Marzo le ofreció vino y no había vino en la mesa, o cuando la Oruga quería que Alicia le dijera exactamente quién era y qué quería decir con eso. La advertencia de Tweedledee y Tweedledum de que Alicia no era más que el sueño del Rey Rojo me perseguía en sueños, y mis horas de vigilia se veían atormentadas por exámenes de maestras que eran como la Reina Roja y preguntaban cosas como: "Quítale un hueso a un perro, ¿qué queda?" Después, en mis veinte, encontré el juicio de la Sota de Corazones en la Anthologie de l´humour noir de André Breton, y me di cuenta que obviamente Alicia era hermana de los surrealistas; tras una conversación con el escritor cubano Severo Sarduy en París, me desconcertó descubrir que Humpty Dumpty le debía mucho a las doctrinas estructuralistas en Change y Tel Quel. Y aún después, cuando me fui a vivir a Canadá, ¿cómo no iba a reconocer que el Caballero Blanco ("Pero yo ideaba cómo/teñirme los bigotes de verde,/y luego usar un gran abanico/para que nadie los viese") había conseguido trabajo entre los numerosos burócratas que corretean por los corredores de cada dependencia pública de mi país?
En todos los años de leer y releer Alicia, me he topado con muchas lecturas diferentes o interesantes de sus libros, pero no puedo decir que ninguna se haya vuelto, en ningún sentido profundo, propia. Las lecturas de otros influencian, desde luego, mi lectura personal, ofrecen nuevos puntos de vista e iluminan ciertos pasajes, pero en su mayoría son como el mosquito que le dice a Alicia al oído: "Podrías hacer un chiste con eso". Me rehúso; soy un lector celoso y no voy a permitirle a nadie el ius primae noctis con los libros que leo. La sensación íntima de parentesco establecida hace tantos años con mi primera Alicia no se ha debilitado; cada vez que la vuelvo a leer, ese vínculo se fortalece de maneras muy privadas e inesperadas. Me sé otros pedacitos de memoria."

Alberto Manguel
En el bosque del espejo


"Una semana más tarde, Sosimo volvió a llevar a su amo a la ciudad. Pero, en esta ocasión, cuando llegaron al almacén general, se encontraron las puertas cerradas y las persianas bajadas. El propietario, un chino que siempre se había preciado de contar entre sus clientes a la celebridad local, estaba sentado en una pequeña mecedora de bambú, quieto como una estatua.
-¿No abre hoy? -dijo Stevenson tras saludarlo-. Necesitamos unas cuantas cosas.
El hombre, en lugar de responder, se levantó lentamente de la silla y, avanzando con pasitos de pato, se dirigió hacia la parte trasera del edificio. Stevenson corrió tras él, pero el anciano se lo quitó de encima y desapareció por una puerta lateral. Durante unos minutos, Stevenson permaneció inmóvil sin saber qué hacer; finalmente, se volvió hacia Sosimo, que había estado observando los acontecimientos desde el carro.
-Sosimo, ¿sabes qué pasa aquí?
Sosimo se encogió de hombros. Un niño pequeño, seguramente el nieto del anciano, asomó la cabeza por una mugrienta ventana y volvió a desaparecer, apartado por una mano enorme. Unos segundos más tarde, el niño apareció de nuevo, esta vez por detrás de la casa, y se quedó mirando a aquel hombre blanco tan espigado que permanecía de pie en las escaleras del negocio familiar."

Alberto Manguel
Stevenson bajo las palmeras