"Con dinero habría sido un gran hombre, incluso podría haber sido Papa. Quise llevar la tiara y la corona imperial en una misma cabeza. Quien pretenda gobernar a las personas tiene que poseerlas por entero, con su libertad y su miedo. El plácido brillo del mundo me deslumbró. Soy lento por naturaleza, por eso mi vida corrió tan deprisa. Tengo mala conciencia. ¿Por qué no amáis a mi hijo Felipe, Guillermo? Me amáis a mí... no digáis nada. Cuando el tiempo os sea propicio, los pobres dirán que sois un gran hombre. Que esto no os afecte; ¿a quién no llaman grande? Cuando seáis un hombre viejo, con las manos cansadas, cuando aprobéis lo que habéis hecho en la vida, habrá llegado la hora que cuenta de verdad. Tengo mala conciencia ante Dios, pero no ante las personas. He salvado a los Países Bajos; he quemado a más de cien mil personas para salvar sus almas. Mis edictos fueron vuestra salvación: quien niegue que Cristo se convierte en pan y vino, quien lea los escritos de Lutero, Zwingli, Calvino o incluso la Biblia... a todos hice quemar, decapitar o enterrar vivos. ¿No hay ya bastantes disputas entre los teólogos? ¿Queremos ahogar todo el siglo en tratados? Tienes que denunciar al padre o a la madre, al hijo y al hermano, al amigo o al cónyuge si cantan salmos o discuten sobre la palabra de Dios; de lo contrario, serás quemado con ellos. Quien no obedezca a la Iglesia también se levantará contra el emperador y exigirá al final el mismo derecho para todos. Eso sería el fin.
El emperador levantó su mirada interrogante. Un criado anunció al rey Felipe. Guillermo dijo que ordenaría callar a los bufones. Cuando se fue, llegó Felipe. Se inclinó profundamente sobre la mano del padre y la besó. Carlos estudió con la mirada a este hombre pequeño y delgado de poco más de treinta años de edad, Era su hijo, estaba a la vista, pero lo veía como a un extraño. Se preguntó: «¿Tendrá alma mi hijo Felipe?»
También Felipe estudió a su padre. «Qué espectáculo ver cómo se desvanece la grandeza», pensó. «Quiero llevar otra vida. ¿Puede alguien escapar de la prisión de las obras comunes?»
Carlos vio que Felipe se había vestido al estilo de Brabante y que llevaba una máscara en la mano. Cuando sonrió, Felipe se sonrojó. Desde que se le llamaba rey de España, había dejado de lado su habitual seriedad y se entregaba a las bellas muchachas de Bruselas. Bailaba en los burdeles y cruzaba las calles oculto detrás de una máscara, en busca de aventuras. Su arrogancia le había hecho tan impopular en los Países Bajos como en los días de gran dignidad."

Hermann Kesten
Yo, la muerte


"Gonzalo e Isabel cabalgaban por las colinas boscosas de Linares. El sol atravesaba con fuerza la techumbre del follaje. Cuando llegaron al límite del bosque contemplaron los amplios y poderosos montes y las cimas nevadas, semejantes a nubes, la cinta plateada del Guadalquivir en la lejanía, el amplio valle ante ellos, con las hileras persistentes de olivos entre los viñedos. El aire relucía en su propio brillo con cien ojos solares. Desmontaron, dejaron pastar a los caballos y se tumbaron entre las flores, a la sombra de unos robles. El cielo despedía su fogoso azul en su infinita altura. Gonzalo yacía de espaldas, con la cabeza al lado de las rodillas de Isabel. Ella estaba sentada, respirando suavemente, y contempló el intrépido y bello rostro del amigo. Gonzalo la miraba desde abajo y sonreía. Sus ojos parpadearon ante el fuego doble de los dos cielos azules que tenía encima, la bóveda celeste y los ojos azules de Isabel. Cerró los ojos y cayó dormido.
Desde hacía meses recorrían incansablemente y omnipresentes toda Castilla. Isabel reclutaba caballería ligera en Andalucía, compraba jamón y corderos en Extremadura, peregrinaba a Santiago de Compostela, al final del mundo, instruía reclutas en Tordesillas, en las llanuras del Duero, predicaba en Madrigal de las Altas Torres, en la iglesia de San Pablo de Valladolid y desde las almenas de la vieja Puerta del Sol árabe de Toledo. Le daba igual que fuera de día o de noche, no le importaba el frío ni el calor, el hambre ni el sueño, ni los ladrones. El pueblo dijo: Isabel viaja sobre las alas de un ángel. Su piel se puso morena, su pecho se llenó, sus piernas se volvieron duras como el hierro y sus manos fuertes. Olía a caballo e incienso. Los campesinos la adoraban. Su rostro expresaba bondad, su figura majestad. Los caballeros y los monjes rodeaban a la joven reina como abejas.
Conmovida, Isabel contempló al muchacho durmiente y sintió una profunda melancolía. Como capas cayeron de ella: su increíble energía, que movía a centenares de personas de su entorno a acometer lo extraordinario como si fuera cosa de cada día; el milagroso y raro don de emocionar a los hombres para lo grande y lo bueno y de exigirles y recibir de ellos el máximo; su profunda religiosidad, cuyo reflejo lo iluminaba todo, que teñía de rojo el lejano cielo como el incendio cuyas llamas no se ven, aunque el olor se perciba a gran distancia; su genialidad, perceptible hasta en los gestos más sencillos y sus claras palabras; toda la suave aureola de majestad dulce e infantil que la rodeaba; todo eso cayó de ella como manto, armadura, vestido y camisa. Isabel se vio sentada con delicada y terrible desnudez junto al delicioso joven durmiente cuyos rizos caían sobre las rodillas de Isabel. Se sintió profundamente avergonzada y no encontró nada para tapar su desnudez. Entonces decidió ocultar su cuerpo ante el muchacho con grandes hechos, buenos hechos. Le pareció como si él fuera su juez. Por Dios, dijo con labios trémulos, tengo veinticinco años, soy la reina… ¿Qué he hecho? Detrás de los párpados cerrados de su jovencito leyó la noble exigencia. Isabel decidió que superaría los obstáculos. Con una delicada sonrisa, su mirada rozó los adornos de oro y piedras preciosas del vestido de su amigo. Si Gonzalo es vanidoso es sólo porque pretende que me guste. Se entregó a sueños más delicados. Era una pastora con falda corta, tenía dieciséis años; él era un pastor que lleva a su moza al límite del campo… ¿O era un cazador? Le trenzaba una corona con flores silvestres, se la colocaba en los rizos dorados, dejaba que descansara su cabeza en el regazo de ella, mientras él tocaba con su flauta aquellas melodías dulces y breves que invitan a bailar o llorar; canta ella las piadosas canciones del héroe que corta cabezas moras o de la muchacha que llora junto al riachuelo."

Hermann Kesten
Fernando e Isabel


"Los progresos de la medicina son gigantescos. Ya no estamos seguros de nuestra propia muerte."

Hermann Kesten