"Esa mañana, después de haber huido de los ojos de Andreu, de su conversación turbadora y de los lujos del Carlton, al entrar en la habitación de la pensión donde se alojaba, Aurora acumulaba en su cabeza una mezcla de sentimientos encontrados y de preguntas aladas. Todo ello revoloteaba en su mente produciendo un zumbido de abeja inquieta. Unas ganas de chupar la miel de no sabía cuál flor. Había muchas flores; la aguardaban muchos néctares. Por un lado estaba lo que ella había ido a buscar; por otro, lo que había encontrado por azar. Juntando ambos, las expectativas de respuesta crecían. El panal se llenaría. Entonces, ¿qué temía? ¿Por qué se le habían helado las manos en pleno calor primaveral? ¿Por qué no había podido mantenerle la mirada a aquel hombre? ¿Por qué había sentido tanto su perfume? ¿Por qué se había ido con aquella prisa, si nada urgente la esperaba? ¿Por qué había enmudecido de repente?
Un sentimiento íntegro le erizó la piel del alma. Estaba muerta de miedo. ¿Por qué tanta turbación? Anularía la cena. Llamaría a la recepción y dejaría un mensaje. Una vez lo hubo pensado, cambió de opinión. ¿Y si Andreu tenía algo que contarle? Iría. Empezó a revisar la ropa que había llevado y por primera vez se sintió ridícula. No tenía qué ponerse. De ninguna manera podía ir a cenar con aquella ropa. Pero ¿por qué quería agradarle? ¿Qué más daba cómo se vistiera? Si de verdad quería ir por el simple deseo de averiguar más datos sobre su madre, nada de eso le debía importar. Una vez hubo estudiado las tres mudas que había llevado, reservó para la noche siguiente una blusa blanca, un jersey de algodón y una falda azul marino, lo más neutro que encontró.
Al guardarlas de nuevo en el armario, otra duda le partió en dos el pensamiento. Volvía a clavarse aquella incertidumbre que le había nacido una tarde frente a un comentario de Clemencia Rivadeneira. Si Joan Dolgut, aquel anciano y maravilloso pianista, fuese su padre... entonces Andreu podría ser su hermano. Imposible. No quería ni pensarlo. Tal vez su fantasía había fabricado ese embuste. Se miró en el espejo buscando algún rasgo familiar coincidente con Dolgut, y la imagen que éste le devolvió era el rostro que había repasado en todas las fotografías del álbum de su madre. Ella era igualita a su mamá; su fiel retrato. Mientras su madre vivía, nunca lo notó, tal vez porque nunca había buscado con tanta vehemencia parecerse a ella."

Ángela Becerra Acevedo
El penúltimo sueño




"Que nadie destruya tu identidad buscando reafirmar la suya."

Ángela Becerra Acevedo


"Y tras cientos de pasos desnudos sin dejar de frasear y bautizar sus emociones, lentamente la silueta del cerro El Volador se fue dibujando en el horizonte y la luz le indicó que se acercaba a la ciudad.
Al llegar a El Edén, el ensordecedor ruido de las guacharacas acompañado de un grito desgarrado de mujer la obligaron a silenciarse. En medio de los matorrales La Madremonte se acercaba a ella amenazante. Era aquel ser fantasmagórico que se dedicaba a proteger los bosques. Iba rodeada de luciérnagas, con su cuerpo cubierto de líquenes, hojas y flores. La mujer sin rostro se le acercó, la olisqueó como si fuese un animal buscando presa y, tras percibir su olor silvestre y reconocerla como una de las suyas, se calmó y la dejó pasar no sin antes inclinar su cabeza.
Entre la tupida maleza, la visión de una pequeña fuente de agua hizo que le dieran ganas de orinar.
Se adentró entre borracheros y monsteras, oyendo los remotos y conocidos aullidos de los pequeños duendes que en ese momento hacían de las suyas enredando las crines de los caballos. Eran los mismos que cada noche la despertaban cuando vivía en la choza con su madre. No los temía.
Se levantó la falda, se bajó los calzones y se acuclilló en un matorral. Mientras lo hacía, un sapito la observaba atento.
[...]
Una vez Betsabé decidió pasar la noche en la entrada, los perros iniciaron un lastimero concierto de aullidos.
Cenicio, que después de lo sucedido llevaba cuarenta y ocho horas peleándose con su insomnio, los oyó y se preocupó.
Se levantó de un salto y decidió investigar. O era un amigo de lo ajeno o...
Armado con su machete, hizo una ronda rápida en el interior. Inspeccionó piso por piso, pasillos, rincones y puertas, hasta llegar a la buhardilla con la remota esperanza de encontrar a Capitolina allí.
Nadie.
La estancia respiraba silencio.
Desde una de las ventanas oteó el exterior buscando el motivo del nocturno desasosiego de los animales. Nada parecía perturbar aquella horrible noche, ya convulsa por el inesperado acontecimiento.
Antes de su desaparición, la última persona que la había visto y con la que hablara había sido él. Pero ninguno lo sabía y, por supuesto, no lo iba a revelar.
Después de dar varias vueltas por la casa, Cenicio salió al jardín."

Ángela Becerra Acevedo
Algún día, hoy