"Al medir el valor humano individual, el novelista revela la plena magnitud de la delincuencia del Estado cuando se establece para aplastar la individualidad."

Ian McEwan


"Aquella brusca visión, aquellas dos vívidas figuras entre las rocas parecían estar allí sólo para que él pudiera verlas. Eran como actores que estuvieran escenificando un cuadro cuyo sentido él debía adivinar, como si lo que hacían no lo hicieran del todo en serio, como si fingieran no saber que él les estaba observando. Fuera lo que fuera lo que estuvieran haciendo, el inmediato pensamiento de Clive fue tan claro y conciso como un letrero de neón: Yo no estoy aquí.
Se agachó para no ser visto y siguió con sus notas. Si ahora lograba trasladar al papel los elementos que ya conocía, luego podría buscar tranquilamente un rincón idóneo más allá del risco y trabajar en lo que le faltaba por descifrar. Cada vez que oía la voz de la mujer, hacía caso omiso de ella. Ya resultaba bastante arduo volver a «capturar» lo que tan nítido le había parecido minutos antes. Durante un rato anduvo a tientas, y al cabo volvió a dar con ello: aquella calidad de superposición, tan patente cuando la tenía ante él, tan huidiza en cuanto su atención cedía. Tachaba notas con la misma rapidez con que las escribía, pero cuando oyó que la voz de la mujer se convertía en un repentino grito su mano se heló en el aire.
Sabía que era un error, sabía que debía haber seguido escribiendo aquellas notas, pero no pudo evitarlo y se apresuró a mirar por encima de la losa. La mujer se había dado la vuelta y ahora miraba en dirección a la losa. Debía de tener —calculó Clive— unos treinta y tantos años. Su cara, de aire como de muchacho, era menuda y morena, y el pelo ondulado y negro. Ella y el hombre se conocían, pues estaban discutiendo (una pelea conyugal, probablemente). Ella había dejado la mochila en el suelo y se encaraba con el hombre en actitud desafiante, con los pies separados, las manos en las caderas y la cabeza ligeramente echada hacia atrás. El hombre avanzó un paso hacia ella y la agarró por el codo. Ella se zafó de su garra sacudiendo bruscamente el brazo hacia abajo. Luego gritó algo, cogió la mochila del suelo y trató de echársela al hombro. Pero él la había cogido por el otro extremo y tiraba de ella para arrebatársela. Durante unos segundos pelearon por la mochila, y la zarandearon a derecha e izquierda. Al final el hombre se hizo con ella, y con un solo movimiento despectivo, un simple giro de muñeca, la arrojó al agua, donde cabeceó unos instantes sobre la superficie de la laguna y empezó a hundirse despacio.
La mujer dio unos pasos rápidos y se metió en el agua, pero luego cambió de idea. Cuando volvió sobre sus pasos, el hombre quiso volver a agarrarle el brazo. En ningún momento habían dejado de hablar, de discutir, pero el sonido de sus voces sólo llegaba hasta Clive de forma intermitente. Allí tendido sobre la losa, con el lápiz entre los dedos y el cuaderno en la otra mano, lanzó un suspiro. ¿Iba a intervenir? Imaginó que corría hacia ellos pendiente abajo. En el instante de llegar hasta ellos las posibilidades se abrirían en abanico: el hombre huía, la mujer le daba las gracias y ambos bajaban juntos hasta la carretera que llevaba a Seatoller (incluso este desenlace —el menos probable de todos— daría al traste con su inspiración); pero lo más probable era que el hombre desviara su agresividad hacia Clive, mientras la mujer se quedaba quieta, mirándoles con impotencia; o complacida, porque también podía suceder que ambos estuvieran muy unidos y se volvieran contra él por osar inmiscuirse en sus asuntos."

Ian McEwan
Ámsterdam



"¿Cómo se atrevía alguien a conocer el mundo a través de los ojos de un insecto?"

Ian McEwan



"(...) Descubrió que era más inteligente que muchos de sus condiscípulos, su liberación fue total. Ni siquiera necesitaba exhibir su arrogancia."

Ian McEwan



"Fui al sendero y pasé la mano por las hojas que tú habías tocado. Me llevé una impresión al descubrir lo diferentes que eran de las que no habías tocado. Había un fulgor, una especie de combustión en mis dedos al pasarlos por el borde de aquellas hojas húmedas."

Ian McEwan

"(...) Había descubierto que la belleza ocupaba una franja estrecha. La fealdad, por el contrario, poseía una variación infinita."

Ian McEwan



"La expectativa y el temor que le inspiraba (...) Eran también una especie de placer sensual y envolvía este placer, como un abrazo, una euforia general: quizás le doliera aquello, era sumamente inoportuno, nada bueno podía deparar, pero había descubierto por sí mismo lo que era estar enamorado, y le exaltaba."

Ian McEwan



"La política es enemiga de la imaginación."

Ian McEwan

"La razón de mi vida. No de vivir, sino de la vida. Ahí estaba el quid."

Ian McEwan


"Lionel pareció comprender el rumbo del silencio de su hijo. Le dijo que había sido maravilloso con su madre, siempre amable y servicial, y que aquella conversación no cambiaba nada. Lo único que hacía era dejar constancia de que Edward ya era lo bastante mayor para conocer los hechos. En aquel momento, las gemelas salieron corriendo al jardín, en busca de su hermano, y Lionel sólo tuvo tiempo de repetir: «Lo que te he dicho no cambia absolutamente nada», antes de que las niñas llegaran ruidosamente a donde ellos estaban y empujaran a Edward hacia la casa para que les diera su opinión sobre algo que habían hecho.
Pero por entonces muchas cosas estaban cambiando para él. Estaba en la escuela secundaria de Henley y empezaba a oír a diversos profesores que él podría ser «universitario». Su amigo Simon, de Northend, y todos los demás chicos del pueblo con los que andaba, iban a la escuela politécnica y pronto se marcharían a aprender un oficio o a trabajar en una granja antes de que los llamaran para el servicio militar. Edward confiaba en que su futuro sería diferente. Ya había cierta coacción en el aire cuando estaba con sus amigos, tanto por parte de él como de ellos. Al acumularse los deberes —no obstante su afabilidad, Lionel era un tirano en esta cuestión—, Edward ya no vagaba por el bosque después de clase con los amigos, construyendo campamentos o trampas y provocando a los guardabosques en las fincas de Wormsley o Stonor. Una pequeña localidad como Henley tenía sus pretensiones urbanas y Edward estaba aprendiendo a ocultar el hecho de que conocía los nombres de las mariposas, los pájaros y las flores silvestres que crecían en la tierra de la familia Fane, en el valle recoleto debajo de su casa: la campanilla, la endivia, la escabiosa, las diez variedades de orquídeas, el eléboro y la rara campanilla de invierno."

Ian McEwan
Chesil Beach



"Los ataques de septiembre fueron la iniciación de Theo en los asuntos internacionales, el momento en que aceptó que sucesos ajenos a sus amigos, su casa y la música influían en su existencia. A los dieciséis, que era la edad que tenía entonces, parecía una conciencia algo tardía. Perowne, nacido el año antes de la crisis de Suez, demasiado joven para los misiles cubanos, la construcción del muro de Berlín o el asesinato de Kennedy, recuerda haber llorado por Aberfan en el 66, cuando ciento dieciséis colegiales como él, recién terminada la oración conjunta de profesores y alumnos, la víspera de las vacaciones de mitad de trimestre, murieron sepultados por un río de barro. Fue cuando sospechó por primera vez que el Dios amante de los niños al que ensalzaba la directora del colegio quizás no existiese. Como se vio, la mayoría de los principales acontecimientos mundiales sugería lo mismo. Pero para la generación de Theo, sinceramente descreída, la cuestión aún no se ha planteado. Nadie en su escuela de cristal cilindrado, radiante y progresista, le pidió nunca que rezase o cantara un impenetrable himno de alegría. No hay una entidad de la que pueda dudar. Su iniciación delante de la tele, viendo cómo se derrumbaban las torres, fue intensa, pero se adaptó enseguida. En aquellos días escrutaba los periódicos en busca de información adicional, como quien consulta la guía de espectáculos. Siempre que no haya novedades, su mente es libre. El terror internacional, los cordones de seguridad, los preparativos para la guerra: estas cosas representan la creación continua, el clima. Es el mundo que encuentra al adquirir la conciencia adulta."

Ian McEwan
Sábado



"Los ritos hogareños y eróticos del matrimonio no resultan fáciles de eliminar."

Ian McEwan


"Mary dio un salto en el aire y cayó con los pies muy separados. Estiró el tronco de costado hasta cogerse el tobillo izquierdo con la mano. Levantó la derecha en el aire y la siguió con la vista, mirando al techo. Colin dejó caer el camisón al suelo y se tumbó en la cama. Quince minutos pasaron antes de que Mary lo recogiera y se lo pusiera, se arreglara el pelo y, mirando a Colin con una sonrisa burlona, saliera de la habitación.
Mary avanzaba despacio por una larga galería llena de joyas y de tesoros, un museo familiar en el cual se había improvisado un mínimo de espacio habitable en torno a los objetos exhibidos, todos ellos muy recargados, sin usar y cuidados con esmero: muebles de caoba oscura, labrada y barnizada, con patas biseladas y tapizados de terciopelo. A su izquierda, dos relojes de pared se erguían en un rincón, como centinelas, y hacían tictac a destiempo. Incluso las cosas más pequeñas, pájaros disecados en urnas de cristal, jarrones, fruteros, pies de lámpara, extraños objetos de bronce y de cristal tallado daban la impresión de ser muy pesados para levantarlos: de estar encajados en su sitio por el lastre del tiempo y de historias pasadas. A lo largo de la pared de la izquierda, tres ventanas dibujaban las mismas rayas anaranjadas que en la habitación, pero ahora se desvanecían y su contorno se quebraba en los adornos de unas alfombras gastadas. En medio de la galena había una mesa de comedor, grande y encerada, con sillas de alto respaldo que hacían juego. Al final de la mesa había un teléfono, un cuaderno y un lápiz. De las paredes colgaban más de una docena de óleos, retratos en su mayoría, y unos cuantos paisajes amarillentos. Todos los cuadros eran tenebrosos; ropas oscuras, fondos turbios contra los que destellaban como lunas los rostros de los personajes retratados. Dos paisajes mostraban árboles sin hojas, que apenas se distinguían, sobresaliendo entre lagos misteriosos en cuyas orillas danzaban siniestras figuras con los brazos levantados.
Al final de la galería había dos puertas, por una de las cuales habían entrado; eran desproporcionadamente pequeñas, sin paneles y pintadas de blanco, y creaban la impresión de pertenecer a una gran mansión dividida en viviendas particulares. Mary se detuvo delante de un aparador arrimado a la pared entre dos ventanas, un monstruo de superficies pulimentadas que en todos los cajones ostentaba un tirador de bronce en forma de cabeza femenina. Todos los cajones que probó a abrir, estaban cerrados con llave. Encima del aparador había una serie de lujosos objetos personales colocados con cuidado: una bandeja de cepillos de hombre para el pelo y la ropa, con el mango plateado, un cuenco para afeitarse de porcelana ornamentada, varias navajas de afeitar muy afiladas y dispuestas en abanico, una fila de pipas en un soporte de ébano, un látigo de montar, un matamoscas, un yesquero de oro, un reloj de cadena. Detrás de toda esa muestra, había cuadros de escenas deportivas colgados de la pared, de carreras de caballos en su mayor parte, los animales con las patas delanteras y traseras desplegadas y los jinetes con sombrero de copa.
Mary había recorrido toda la extensión de la galería dando vueltas en torno a los objetos más grandes, deteniéndose a mirarse en un espejo de marco dorado, antes de reparar en el detalle más importante: unas puertas correderas de cristal en la pared derecha que daban a un balcón amplio. Desde donde ella estaba, la luz de las arañas hacía difícil atisbar algo entre la penumbra del exterior, pero a duras penas se veía una gran profusión de flores, de plantas trepadoras, y de arbustos en tiestos y —Mary contuvo el aliento— un rostro pequeño y pálido que la observaba desde las sombras: una cara sin cuerpo, pues el cielo nocturno y el reflejo de la habitación en el cristal hacía imposible distinguir su ropa o sus cabellos. El rostro de óvalo perfecto siguió mirándola fijamente, sin parpadear; luego se movió hacia atrás y desapareció entre las sombras. Mary respiró con fuerza. Se abrió la puerta y tembló el reflejo de la habitación en el cristal. Una mujer joven, con el pelo severamente peinado hacia atrás, entró con cierta rigidez en la habitación y extendió la mano."

Ian McEwan
El placer del viajero



"No había nada que hacer, salvo seguir adelante."

Ian McEwan




"No tuve un solo instante de duda. Te quiero. Creo en ti totalmente. Eres lo que más amo, la razón de mi vida."

Ian McEwan




"Nunca se había sentido tan lúcidamente joven, ni había experimentado semejante apetito, tanta impaciencia de que la historia empezara."

Ian McEwan



"¿Qué iba a hacer ahora? No era la espina dorsal de una historia lo que le faltaba. Era su propia fibra personal."

Ian McEwan


"Quería un padre y, por la misma razón, quería ser padre."

Ian McEwan



"Una palabra resumía todo lo que sentía, y explicaba por qué reviviría aquel momento más tarde: libertad. Tanto en su vida como en su cuerpo."

Ian McEwan



"(...) Una persona es, entre todo lo demás, una cosa material, que se rompe fácilmente pero que no es fácil recomponer."

Ian McEwan



"Uno podía ahogarse en la intrascendencia..."

Ian McEwan

"Uno tiene que tener el valor de su pesimismo."

Ian McEwan


"Ya no sentían gran pasión. Encontraban el placer al cabo de una cordialidad pausada, de la familiaridad de sus hábitos y prácticas, del acoplamiento firme y preciso de sus cuerpos, tan confortable como un modelo devuelto a su molde. Eran generosos y pausados, y no necesitaban mucho. Pero si alguien les hubiera dicho que se aburrían, lo habrían negado con indignación.
(...)
Después, una palabra pareció repetirse a sí misma, una palabra suave y resonante, generada por la carne al deslizarse sobre la carne, una cálida, susurrante y equilibrada palabra: casa; estaba en casa, protegido, a salvo, y por lo tanto capaz de proteger: la casa que poseía y que le poseía. En casa: ¿por qué iba a estar en ningún otro lugar? ¿No era una pérdida de tiempo hacer cualquier otra cosa que no fuera eso? El tiempo se redimía, el tiempo asumía de nuevo todo su sentido porque era el medio para la culminación del deseo."

Ian McEwan
Entre las sábanas