"Acostumbrados a las despedidas y a las bienvenidas, conocieron el tedio de verse continuamente."

Enrique Serna

"Como me gustaría que el mundo volviera a ser cursi. Que la humanidad recuperara el sentido romántico de la vida y junto con él, la tradición de los noviazgos largos, las serenatas, las cartitas perfumadas, los apretones de manos entre las rejas de los balcones. Cómo me gustaría vivir en un mundo más discreto y decente, donde el amor fuera una necesidad del alma y no un capricho del culo. Pero qué le vamos a hacer: me tocó vivir una época insensible, deshumanizada, obscena, en la que nadie respeta ya los sentimientos del prójimo. Estoy hasta los huevos de esta juventud insolente y soberbia, que se caga en la autoridad de las personas mayores. Cuánta suerte tuviste de morirte a tiempo."

Enrique Serna


"¿Cómo se dio cuenta de que había nacido para escribir? ¿Cuáles han sido sus principales influencias? ¿Cree que el escritor debe asumir un compromiso político? (...) Creo que el compromiso debe surgir espontáneamente en el escritor, como una respuesta a los horrores y miserias de la realidad cotidiana. Yo me inicié como ustedes, en el periodismo, y de ahí salté a la literatura, que para mí no es un arte puro, sino una forma de resistencia civil."

Enrique Serna


"Corría el peligro de encontrarse a sí misma, cuando lo que más deseaba era perderse de vista."

Enrique Serna




"Desde que Horacio declaró su odio al vulgo profano, las aristocracias intelectuales de todas las épocas han tenido una fuerte propensión a despreciar el aplauso del público ignaro, con el celo de una casta sacerdotal que expulsa a la chusma de un recinto sagrado. Cuando la corrección política todavía no predominaba en los círculos literarios era frecuente que los escritores insultaran a su público en vez de adularlo. Juan Ruiz de Alarcón llamaba “bestia fiera” al público de los corrales madrileños. En Al revés, la célebre novela decadentista de Huysmans, el dandi Des Esseintes condena el gusto popular, incluso cuando acierta por error: “La más hermosa tonada se vuelve vulgar, insoportable desde que el gran público la canturrea”, dictamina como un moderno cadenero de discoteca. En la misma tesitura, Nietzsche dividió a la humanidad en dos bandos inconciliables: “Lo que sirve de alimento o tónico a la especie superior tiene que ser casi un veneno para la inferior. Los libros para todos siempre huelen mal: el hedor de la gente pequeña se adhiere a ellos.” Paradójicamente, Nietzsche terminó convertido en un hediondo best-seller de la filosofía, tal vez porque la teoría del superhombre ejerce una poderosa fascinación sobre los enanos."

Enrique Serna
El odio al vulgo profano



"Dormir la mona en la oficina era un hábito que Evaristo había perfeccionado al máximo. Podía roncar a pleno pulmón con los pies encima del escritorio, el periódico en la cara para defenderse de la resolana y los moscos, sin romper amarras con la realidad. Un mecanismo de autodefensa lo ponía sobre aviso cuando alguien rondaba por su cubículo, de manera que nunca estaba inconsciente del todo, aunque tuviera sueños entrecortados."

Enrique Serna




"El conductor tenía cara de asesino, pero llevaba el tablero del coche abarrotado de imágenes religiosas. ¿A quién podía rezarle un troglodita como él, que arriesgaba la vida de sus pasajeros con tal de ganar un metro de terreno y gritaba horribles interjecciones a otros automovilistas igualmente inciviles?"

Enrique Serna



"El erotismo es el homenaje que la inteligencia rinde a la vulgaridad de la carne."

Enrique Serna



"En el Buick, de vuelta a casa, el cuello acalambrado por la tensión, se arrepintió de su alocada promesa. Carecía ya del impulso irracional y temerario que había admirado de joven en los héroes románticos de Lord Byron. Quizá ese rasgo de su carácter, nunca demasiado fuerte, había muerto del todo en la Guerra Civil Española. Qué fácil era para Rosalía pedirle que saltara del precipicio. Criada en un limbo idílico donde no existía la necesidad, ignoraba los tejemanejes a los que un periodista sediento de gloria debía prestarse para vivir de su profesión con cierto decoro. No pensaba servir a Maximino toda la vida. Pero denunciarlo ahora, cuando acababa de refrendarle su adhesión incondicional en la gira por Estados Unidos, sería una traición imperdonable, de las que se pagan con la vida.
Descartó por vergonzosa la posibilidad de confesar a Rosalía que trabajaba para él. Su desprecio le dolería demasiado. La alternativa de filtrar esa información a un reportero del Popular era factible, pero entrañaba riesgos. Macías y el Chorreado ya sabían que era novio de Rosalía y no les costaría trabajo dar con el delator. Optó por meditar con tiento antes de tomar una decisión. En un asunto de tal gravedad no cabían las prisas. El destino era sabio y quizá lo sacara del aprieto con uno de sus vuelcos inesperados. Tal vez los Corcuera volvieran sorpresivamente de Brasil y disuadieran a Rosalía de su disparate. Intentó retomar su ritmo natural de trabajo con la mente en otra parte, como si el problema desapareciera por no prestarle atención. Pero a los dos días recibió una llamada telefónica de su novia.
[...]
Pasaron tres días más en los que no se atrevió a visitarla. El fin de semana, en vez de llevarla al Club Chapultepec, se quedó trabajando en casa sin responder el teléfono. Había tomado ya la decisión de callarse. Después de todo, Rosalía no era tan guapa ni tan inteligente y sus defectos se agravarían con la edad. Tenía los pies demasiado grandes, el pelo maltratado por el cloro de las albercas, balbuceaba lugares comunes y era propensa a engordar. Sería estúpido aferrarse a ella pudiendo conquistar a otras niñas bien con igual o mayor encanto. A la hora del crepúsculo, el chofer de los Corcuera le vino a entregar un envoltorio con los poemas y las cartas de amor que había escrito a su “adorable bombón”, junto con un escueto recado: “No puedo ser novia de un cobarde”.
Intentó anestesiarse con dos fajazos de whisky, pero en vez de sumirlo en un blando abandono, el trago le aclaró las ideas y encaró con mayor lucidez su metamorfosis profunda. Ya no tenía derecho a sentirse mejor persona que Macías y el Chorreado. El honor, como la virginidad, se perdía una sola vez en forma irreparable. Pero en modo alguno debía permitir que esa grieta socavara los fundamentos de su autoestima. Nada de flagelaciones culposas. Lo más práctico, dadas las circunstancias, era hacer concha y asumir con orgullo el estigma, como los desertores y los perros rabiosos. Los héroes de novela rosa jamás habían existido, salvo en la imaginación de los cursis. Al diablo con las princesas que hacían berrinche cuando el príncipe no mataba al dragón. Esa noche se fue de parranda con su amigo Darío Vasconcelos. Al pasar por la Secretaría de Gobernación vieron con asombro la kilométrica fila de campesinos que montaban guardia toda la noche para obtener el salvoconducto a Estados Unidos como beneficiarios del Programa Bracero, recién suscrito con el gobierno yanqui para suplir con mano de obra mexicana a los granjeros gringos que habían ido al frente. Sus rostros adustos parecían reprocharles que salieran de juerga mientras ellos pernoctaban a la intemperie. Ya tenía tema para un artículo indignado y dolido, con una fuerte dosis de mea culpa, en el que deploraría el éxodo de mexicanos por falta de oportunidades en su país. En el Waikiki bailaron chachachá con dos morenas vergonzantes, que tenían el pelo pintado de rubio platino y hacían esfuerzos inauditos por parecer alegres. Montadas en tacones de aguja, se contoneaban en la pista con procaces quiebres de pelvis, orgullosas de tener como acompañantes a dos criollos de buena familia. Hubiera preferido que olieran a sudor en vez de apestar a perfume barato. El contraste con la fragancia virginal de Rosalía reavivó su sentimiento de pérdida y de vuelta en la mesa ordenó la segunda botella de whisky."

Enrique Serna
El vendedor de silencio



"Eran fotos de la misma vida, pero no de la misma mujer."

Enrique Serna



"Habiendo perdido el consuelo de la religión y, por añadidura, la humildad necesaria para vivir en el bando de los apestados, al poco tiempo recayó en la bebida. Una noche no llegó a dormir, y a la mañana siguiente, dos de sus antiguos compañeros de farra lo llevaron cargando a casa, envuelto en los efluvios del chinguirito. Al recibir el bulto maloliente, Crisanta midió el tamaño de la imprudencia que había cometido. Dios mío, ¿qué hice?, pensó, yo misma lo empujé a esto y ahora mi vida volverá a ser un infierno. Esa tarde, cuando Onésimo terminó de dormir la mona, le pidió que visitaran juntos al padre Justiniano, pero él no quería poner un pie en su parroquia, dijo, por temor a encontrarse a los miembros de la cofradía. Esa noche regresó a las tabernas en busca del único auxilio espiritual a su alcance, y cogió una borrachera de tal calibre que no volvió a casa en una semana.
Por esos días, Crisanta obtuvo un sonado triunfo en la primera y única función del auto de santa Tecla, a la que asistieron las internas del claustro y las familias de las pupilas. Como algunos miembros de la hermandad de Onésimo tenían tratos con la madre superiora del convento, llegó a oídos de las monjas la noticia de la vejación que había sufrido la pequeña actriz, y al escuchar los elogios por su trabajo en el salón donde sirvieron el refrigerio, Crisanta se sintió más compadecida que admirada. Para no seguir despertando lástimas, había ocultado a sor Felipa la desaparición de su padre. Nadie debía conocer su lamentable abandono, nadie debía saber que llevaba cuatro días alimentándose de mendrugos y que había contraído por medios naturales la consternante palidez de su personaje. Era de nuevo una hija del arroyo y ya se daba por despedida de ese hermoso convento, tan necesario para soportar la fealdad de su vida. Iría a parar a un obraje, donde la pondrían a hilar algodón con un mandil percudido. Y ella tenía la culpa de todo, sí, ella misma se había echado la soga al cuello por haber montado una comedia tramposa y ruin, donde hacía mofa de las cosas santas. Todo lo que padecía desde entonces era un castigo por esa profanación. Se había envanecido con su poder de fingir y representar, como si el amor divino fuera una cosa de broma, y ahora pagaba las consecuencias de haber concitado la ira del cielo.
Tres días después, cuando Crisanta empezaba a mendigar comida, Onésimo volvió a casa acompañado de una mujerzuela del arrabal, Lorenza, una mulata de ubres vacunas y labios gruesos, a quien había levantado en un lupanar de la calle de Mesones. Desde su llegada, Crisanta la vio con recelo, pero como no quería más líos con su padre, tuvo que resignarse a convivir con la intrusa. Lorenza empinaba el codo al parejo de su amante, pero le gustaba vestir con cierta galanura, y Onésimo se vio obligado a trabajar para comprarle las sayas de raja ribeteadas de oro con las que salía a pavonearse en las calles, para escándalo de las señoras decentes que coincidían con ella en la cola de las tortillas. Si la confesión de Onésimo le había costado el repudio de sus cofrades, los escotes de Lorenza terminaron por malquistarlo con el resto del vecindario. El carnicero, la señora de la recaudería, el lechero y hasta el aguador que les traía las tinajas desde la fuente de la Mariscala se negaron a surtirles víveres, a pesar de que Lorenza ofreció pagarlos con dinero contante y sonante, mientras la mayoría de los vecinos pagaban a crédito. Ante el clima de hostilidad y después de varios altercados callejeros por defender a Lorenza, Onésimo prefirió sacrificar su posición social para vivir en un lugar donde nadie lo conociera, y se mudó al pueblo de Tacuba, a cinco leguas de la ciudad. Los pocos españoles que vivían ahí eran artesanos o zaramullos sin oficio ni beneficio, entre los que encontró una buena acogida, y como abundaban las mozas del partido, nadie podía escandalizarse por los plebeyos modales de Lorenza.
Ahora ganaba menos con los ataúdes, pues las borracheras le robaban la mitad de su tiempo y había renunciado por orgullo a los encargos de la parroquia de Santa Catarina. Constreñido a fabricar cajones de pino para los humildes muertos del pueblo, tuvo que hacer un drástico recorte de gastos y sacó a Crisanta del convento de la Encarnación. Empezó para la niña un período de maltratos y privaciones, pues Lorenza despilfarraba en sus caprichos el poco dinero que entraba en la casa, y para colmo, empleaba a la niña como moza de cámara y retrete. Mientras se acicalaba en el tocador o charlaba con las vecinas de balcón a balcón, Crisanta tenía que trapear, hacer camas, poner a calentar el chocolate y zurcir los jubones de su padre."

Enrique Serna
Ángeles del abismo


"La tiranía del cuerpo nos exige poner a su servicio la misma facultad intelectual que usamos para emprender los vuelos más altos del espíritu. Cuando la imaginación condimenta la sexualidad, realiza un sacrificio equivalente al de una reina que se arrodilla frente a su paje."

Enrique Serna


"Le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda."

Enrique Serna


"Me agarró de sorpresa que hubiera pasado tan rápido de la timidez a la desfachatez y desde entonces ya no pude dejar de pensar en él."

Enrique Serna


"Necesito una pequeña buhardilla para dedicarme a escribir y soñar, no un coche impecable que me de prestigio y status entre los pendejos de clase media."

Enrique Serna



"Por motivos que Selene no comprendía, Rodolfo los había dejado solos. La conversación tomó rumbos cosmopolitas: a ella lo que más le gustaba del mundo era Nueva York, porque no había indios, sólo negros. España era bonita pero chica y en las playas el agua estaba demasiado fría. Odiaba a los franceses porque un recepcionista maricón la trató mal en París.
El Senador, por su parte, le contó anécdotas de viaje: pifias cometidas por otros políticos en reuniones interparlamentarias, graciosos equívocos en Argentina porque la esposa del secretario de Gobernación se llamaba Concha, nombre muy comprometedor entre los chés... ¿Sabía Selene lo que significaba? Aprovechó la circunstancia del ruido para decírselo al oído y su aliento hizo cosquillas a Selene, que tímidamente apartó la cabeza para eludir sus labios.
Para ella fue un alivio que la sacara a bailar, pero un alivio momentáneo, porque las piezas movidas terminaron pronto y siguió una larga secuencia de calmadas —Hey Jude, Esta tarde vi llover, etc.— que el Senador aprovechó para tomarla de la cintura y acariciarle la espalda cariñosamente, como a un pura sangre. A la tercera o cuarta pieza (el disco de Simon & Garfunkel se eternizaba) las caricias se convirtieron en ardientes rasguños. Escalante se estaba poniendo cachondo y Selene no sabía cómo enfriarlo.
Su temor era que Rodolfo apareciera en cualquier momento y se agarrara a golpes con el Senador, porque entonces sí, adiós a su carrera en la Procuraduría. Pero a Rodolfo se lo había tragado la tierra. En la planta alta se oían risas de hombres. Cuando el Senador le dio una tregua subió las escaleras y entró a una recámara donde cuatro guardaespaldas jugaban dominó.
Al verla suspendieron la partida y abrieron desmesuradamente los ojos. No conocían a su marido, pero estaban a sus órdenes para llevarla a casa cuando terminara la fiesta. Abajo, el Senador la esperaba impaciente."

Enrique Serna
Señorita México




"Prepárese porque llegamos a la hora romántica..."

Enrique Serna


"Quítenle a dos amantes el gusto de lastimar o de creer que lastiman y su aventura se tornara más desabrida que un matrimonio."

Enrique Serna


"Si das amor a cambio de compañía, resígnate a perder las dos."

Enrique Serna



"Su risa era un reflejo imitativo: la traía puesta en la cara desde que ganó el concurso, como parte de un disfraz que se le había pegado a la piel."

Enrique Serna


"Un límite prudente, conformista, plagiario (...), y otro límite, móvil, vacío (...) que no es más que el lugar de su efecto: allí donde se entrevé la muerte del lenguaje. Esos dos límites -el compromiso que ponen en escena- son necesarios."

Enrique Serna